
La contienda civil entre Atenas y Esparta finalizó hace unos meses (404 a. C.) con la derrota de mi ama da ciudad. Las autoridades me han permitido volver del destierro, al que fui condenado por mi fracaso militar frente al general espartano Brásidas, que finalmente conquistó nuestra colonia de Anfípolis (423 a. C.). Al final de mi vida, en la tranquilidad de mi casa de campo, escribo mis memorias y voy concluyendo la Historia de la Guerra del Peloponeso, el mayor acontecimiento que ha vivido Grecia. Este relato de los hechos servirá de guía a mis descendientes para que sepan afrontar los retos que les depare el futuro.
Tuve la suerte de nacer bajo techo aristocrático. Nunca me faltó nada y mis padres no tuvieron que decidir sobre mi destino cuando nací. A veces, los padres menos favorecidos por la fortuna deciden abandonar a sus hijos por si alguien los quiere. Los hijos ilegítimos suelen correr la misma suerte. Las parejas sin descendencia pueden acogerlos para asegurarse el sustento en la vejez. A los recién nacidos que presentan alguna tara física se los abandona en el monte o se les somete a la prueba del agua helada, a la que pocos sobreviven.
Como otros muchachos de la aristocracia, permanecí en la escuela hasta los catorce años. Allí aprendí a leer, a escribir y a tocar la lira. Luego me especialicé en oratoria, historia y filosofía, siguiendo los cursos de profesores particulares. Más tarde aprendí a ejercitar mi cuerpo. En Atenas, la educación física es básica. No se considera educado a quien no es capaz de practicar algún deporte. Esta afición se refleja en los Juegos Olímpicos, que se celebran cada cuatro años, y en nuestra obsesión por los gimnasios.
Hace ya mucho tiempo que se despojó a los atletas de los taparrabos que habían ocultado hasta entonces sus partes pudendas, lo que sin duda ha contribuido a alegrar la vida a los viejos verdes de la polis, que suspiran al contemplar sus musculosos cuerpos.
A partir de los doce años, cuando ya han alcanzado una instrucción básica en las letras y la música, los jóvenes asisten habitualmente a la palestra, divididos en dos grupos, de doce a catorce años y de quince a dieciocho. Se entrenan en instalaciones al aire libre, donde se desnudan, se lavan y se frotan el cuerpo con aceite. Antes de realizar los ejercicios, se esparcen arena por encima para impedir que la piel esté resbaladiza.
Usos, costumbres y ritos.
Los deportes más comunes son los que integran el pentatlón: la lucha, el salto, el lanzamiento de disco, el lanzamiento de jabalina y la carrera. Sin duda, hacer deporte es sano, pero algunos se exceden en su práctica. Los más obsesivos pasan horas y horas en el gimnasio para modelar su figura. Son hombres que viven para la simple exhibición de sus cuerpos, «una especie de inútiles figuras decorativas», sostiene Aristófanes.
Es normal que el hombre llegue al matrimonio tras haber vivido la vida y que mantenga contacto con concubinas estando casado, pero la mujer queda obligada a la fidelidad conyugal. Si no la acata, su marido podrá echarla de casa y exigir una parte de la dote, aunque no podrá evitar que sus conocidos se burlen de él y le llamen cornudo. Ellas son las incubadoras de ciudadanos y las encargadas de algunas tareas relacionadas con culto a los dioses. El sacerdocio es compatible con la vida de doncella casadera o de esposa y madre.
Nuestros dioses representan el orden y el equilibrio del mundo, aunque los percibimos con más relajo que los persas, siempre tan temerosos de sus deidades. Los atenienses más supersticiosos acuden a los altares para solicitar el favor divino, prometiendo un pago a su cumplimiento, que suele ser un exvoto o una figurilla representativa del favor exigido.
Piensan que los dioses deben recibir algo a cambio de lo que hacen por nosotros. Los más pudientes les ofrecen sacrificios de animales, que son degollados sobre los altares; en las familias nobles, ese ritual lo convertimos en una celebración social en la que consumimos la carne. Los despojos los consagramos a los dioses.
Mantengo un vivo recuerdo de Pericles, un hombre inteligente y dotado para la oratoria. Su inmunidad a los sobornos y su capacidad para dirigir al pueblo fueron proverbiales. Bajo su mandato, los atenienses vivimos el periodo dorado de nuestra ciudad.
La filosofía, los Juegos Olímpicos y el teatro brillaron con fuerza con Pericles. Hace unos años murió Esquilo, que ganó el premio de las fiestas dionisíacas de Atenas con una obra titulada Orestíada.
Pero, en los últimos años, el poeta que cosechó mayores éxitos fue Sófocles, cuyas obras siguen triunfando hoy día en el teatro de la ciudad, situado junto al recinto de la Acrópolis.
Rivalidad filosófica.
En aquel tiempo conocí a Sócrates, que se suicidó hace unos años ingiriendo cicuta. Dejó este mundo a los 70 años de edad, acatando con plena serenidad la injusta condena del tribunal, que lo acusó de corromper a la juventud. Pudo haber huido de la ciudad para eludir la pena de muerte, pero prefirió aceptarla.
Platón me dijo que no pudo asistir a los momentos finales de su maestro. Un amigo común le contó que Sócrates se tendió boca arriba y bebió el veneno. Antes, le recordó a su alumno Critón que le debían un gallo a Asclepio. «Así que págaselo y no lo descuides», fue lo último que dijo.
Sócrates afirmaba que la bondad es el valor más alto, superior a las convenciones políticas. En su juventud, el maestro mantuvo relaciones con una hetaira llamada Aspasia, que vivió una era de esplendor cultural, artístico y filosófico años después fue la amante oficial de Pericles.
Siendo muy joven tuve ocasión de conocer al sabio Anaxágoras, que sacaba de quicio a la gente al afirmar que el dios Sol era sólo una bola de materia incandescente. Pericles, Eurípides, Sócrates, Demócrito y yo mismo fuimos alumnos suyos. Años más tarde, los ciudadanos acusaron a Anaxágoras de impiedad por sugerir que el Sol es una masa de hierro candente y que la Luna es una roca que refleja su luz.
Se exilió en Jonia y se dejó morir de hambre en la colonia de Lámpsaco. En aquel tiempo también conocí al extravagante y solitario Demócrito, que sigue vivo.
El filósofo que ríe, tal y como lo llaman en las calles de Atenas, asegura que todo está compuesto por una reunión de átomos, incluso nosotros. «Nada existe, aparte de átomos y el vacío», afirma Demócrito.
Gracias al dinero que ha heredado de su padre, este extravagante pensador ha viajado a las tierras más lejanas del Este y ha vivido en Egipto y en Persia, donde ha aprendido de magos y sacerdotes.
Platón no lo soporta y va diciendo por ahí que deberían quemar todos los libros de Demócrito. Se habla mucho de los celos que sienten unos actores de otros, pero creo que este mal está mucho más extendido y es mucho más dañino entre sabios y filósofos.
Crean grupos antagónicos que luego se despellejan entre sí. Hace unos meses, Platón compró una finca en las afueras de Atenas, donde ha fundado la Academia, un centro especializado en la enseñanza de filosofía y de cultura. Hoy por hoy es el filósofo de moda entre los jóvenes.
Cuando llegó al poder, Pericles se enfrentó a una ciudad cuyos edificios y templos habían sido devastados por los persas durante las Guerras Médicas (del 490 al 479 a. C.). El gran Estratega encomendó la tarea de erigir un nuevo templo para Atenea a los arquitectos Calícatres e Ictino, bajo la coordinación de su íntimo amigo, el escultor Fidias. El resultado de aquellas obras es el Partenón de Atenas, cuya imagen realza el poder de la ciudad, un poder que en los días finales de mi vida se encuentra en manos de oligarcas.
Urbe en expansión.
Al margen de tanta magnificencia, la ciudad ha crecido desordenadamente, sin un plan urbanístico. La mayoría de las calles son laberínticas y muy estrechas, flanqueadas por unas casas modestas y tan diminutas que las puertas de acceso se abren para afuera. Las viviendas están construidas con materiales de escasa calidad.
En ellas viven los atenienses y trabajan los artesanos, que padecen el hacinamiento de los pequeños talleres. Los que han quedado sin trabajo malviven en los muretes de la zona del mercado. Pero, como decía Pericles, reconocer la pobreza no constituye ninguna vergüenza.
El objetivo es esforzarse por evitarla. Las casas se construyen sin cimientos, apoyándose unas en otras, y carecen de agua corriente. Sólo algunas cuentan con pozos, por lo que es preciso ir a buscar el líquido elemento a las fuentes públicas, no muy numerosas en Atenas.
La falta de agua no es motivo para dejar de lado la higiene personal. En la ciudad hay instalaciones públicas en las que se toman baños de vapor, de agua caliente y fría. Mientras nos acicalamos, cotilleamos sobre todo lo que es noticia en la ciudad. Después del baño, ungimos nuestros cuerpos con aceite.
Pericles y Aspasia.
Pero, a pesar de nuestra higiene, en Atenas tenemos un grave problema con las basuras, las heces y otros desperdicios, dado que se echan a las calles, que no están pavimentadas. En la ciudad siguen abundando las ratas, las moscas y los mosquitos.
Creo que estas inmundicias tienen mucho que ver con las epidemias que ha sufrido la villa en los últimos años. Una de ellas le costó vida al propio Pericles (429 a. C.). Su muerte fue un desastre para Grecia.
Sus sucesores han seguido una política que sólo busca la popularidad, lo que va en contra de la utilidad pública. A pesar de sus mediocres políticos, Atenas sigue exhibiendo una cierta grandeza. De hecho, nuestra ciudad sigue siendo la norma a seguir para toda Grecia.
Recuerdo que a mi venerado Pericles le gustaba más la música que el teatro, ya que los comediantes se habían burlado en exceso de su vida privada. Criticaron hasta la saciedad la relación que mantuvo con Aspasia, que había sido una conocida hetaira. Comenzaron a vivir juntos como si fueran matrimonio, lo que desató las habladurías en las calles de Atenas y la reacción de su propio hijo, Jantipo, que utilizó aquel escándalo para atacar a su padre.
El díscolo Jantipo pensaba que su traición le iba a servir para promocionarse en la vida pública, pero de poco le valió aquella rastrera estrategia. Atento a los dimes y diretes, Pericles promocionó la construcción del Odeón, un escenario para los músicos que pretendía contrarrestar la desmedida afición de los atenienses a las comedias bufas. Es evidente que el gran Estratega no logró su objetivo.
El culto a la belleza.
En los años de esplendor de Pericles, los filósofos de moda y los más sugestivos efebos y hetairas eran invitados a los simposios (banquetes) que organizaban las fuerzas vivas de la ciudad. Las cenas solían derivar en grandes orgías en las que los esclavos más deseados participaban del jolgorio general.
Estas bacanales se siguen celebrando en Atenas, aunque a mi edad ya no me dicen nada. Cuando yo acudía a esos banquetes, me encontraba con todo tipo de personajes.
En más de una ocasión coincidí con el llorado Sócrates, que a pesar de promulgar una vida ascética no despreciaba los buenos vinos y las bellas mujeres. A los banquetes también acudían los artistas y dramaturgos más populares, como Sófocles, que amó la vida a la griega, sin renunciar a ninguno de los placeres que ofrecía la ciudad. Sófocles, que engañaba a su mujer, cortejaba a todo adolescente que caía en sus redes.
Dicen que sólo la vejez atemperó la desatada libido del dramaturgo. Murió hace algo más de diez años. Cuando yo era un joven arrogante, los nuevos ricos ya acudían a las grandes cenas del año que organizaban las familias más notables de Atenas. Como Hipodamo de Mileto, un constructor que diseñó los planos de la nueva ciudad que surgió en torno al puerto de El Pireo.
Hipodamo era un hombre narcisista que vestía ricas túnicas y lucía una larga cabellera impregnada con polvo de oro. Los jóvenes de las familias pudientes gastaban fortunas en joyas y túnicas para tratar de emular el decadente estilo del constructor ateniense.
Del mismo modo, algunas jovencitas pretendían imitar el estilo de Aspasia, la amante de Pericles, que siempre exhibía una vaporosa elegancia que hacía perder la cabeza a muchos ciudadanos atenienses.
Debo confesar que a mí también me gustaba la fina belleza de Aspasia. Y es que el culto por los cuerpos bien formados marca nuestra vida. Algunas ciudades organizan concursos de belleza para premiar a los jóvenes mejor proporcionados.
Los ganadores pueden conseguir puestos de trabajo en los templos y ser invitados a banquetes privados a los que sólo acuden los hombres más relevantes de la ciudad. Los atenienses sentimos envidia cuando otros logran que una bella hetaira caiga rendida a sus pies. Pero las mujeres guapas no son el único objeto de deseo para algunos atenienses.

Libertad sexual. Nuestra permisiva sociedad ha instituido una relación erótica entre hombres que a mí nunca me ha llamado la atención.
Sócrates decía que es una vía legítima de preparación de los adolescentes en las lides del saber y del sexo. El «maestro» es el hombre maduro, erastés, que se hace cargo de la educación de un efebo o erómenos.
Las leyes prohíben esta práctica a los muchachos mayores de 18 años. Los esclavos tampoco pueden acceder a ella, salvo que logren la condición legal de libertos. Pero, para dar ese salto en la pirámide social, los esclavos deben participar antes como soldados en alguna guerra exterior o comprar su libertad.
A mí me resulta vergonzoso que se les concedan tantas libertades a los advenedizos. Como dice Platón, la caída en desgracia del protocolo aristocrático ha provocado una alteración de costumbres que no conduce a nada bueno. Disfrutamos de un régimen político adecuado, en el que cualquiera que se distinga puede acceder a cargos públicos. La administración se ejerce en favor de la mayoría y no de unos pocos.
Es la democracia. Como recordó el propio Pericles, nos hemos impuesto un régimen político que no imita las leyes de los vecinos. Somos nosotros los que servimos de modelo a los demás. Pero eso no justifica que los libertos puedan disfrutar de todas las prerrogativas de los ciudadanos.
Me ha contado mi buen amigo Oloro que hace años, cuando yo todavía estaba en el exilio, se organizó un gran revuelo en Atenas con el estreno de Lisístrata, una obra teatral en la que Aristófanes defendía las soluciones pacíficas ante el grave conflicto bélico que enfrentaba a atenienses y espartanos.
La obra muestra el triunfo de las mujeres ante la estupidez y violencia de los hombres. La estrategia que impone Lisístrata a las mujeres es ingeniosa. Hasta que los hombres dejen de batallar entre sí, ellas harán una huelga de piernas cruzadas, rechazando mantener relaciones sexuales con sus maridos.
Democracia limitada.
Pero esa historia no deja de ser una comedia. En realidad, las únicas mujeres que disfrutan de cierta libertad en Atenas son las hetairas, cuyas tarifas sólo pueden permitirse los ciudadanos más adinerados. Saben recitar, bailar y hablar con fluidez de diferentes temas y tienen las puertas abiertas a las reuniones y fiestas que organizan los notables de Atenas. Aspasia fue una de ellas.
Pero creo que aquella turbadora mujer era algo más que una simple hetaira. Brillaba por su belleza y embaucaba con su gran inteligencia. Las malas lenguas decían que aquella oriunda de Mileto influía en las decisiones del gran Estratega. Yo nunca lo creí.
En nuestra ciudad, las hetairas no tienen nada que ver con las prostitutas comunes que malviven en los dicteria (burdeles), en cuyas fachadas se colocan símbolos fálicos para indicar la actividad del negocio. El precio suele rondar el óbolo, la sexta parte de la dracma.
Estas mujeres sirven a un solo propósito, el de satisfacer físicamente el impulso sexual del hombre cuando su objetivo no es el deseo amoroso o la reproducción. Ellas poco tienen que ver con la flecha de Eros, que es la que dirige nuestra atención hacia la belleza del ser amado.
Recordando ahora a los sabios y artistas que tuve el privilegio de conocer, me pregunto cómo fue posible que Pendes consiguiera reunir tanto talento en Atenas. Sin duda, la magnificencia de la Acrópolis, la libertad del régimen político y el deseo del propio Pendes de rodearse de los mejores fueron factores decisivos en aquella confluencia de genios.
Pero hay que reconocer que el dinero también contribuyó a ello. En los tiempos dorados de Pericles, la riqueza provenía de los tributos que debían aportar otras ciudades que vivían bajo el manto protector de Atenas. El dinero también fluía del comercio, de las minas de mármol y del rico filón de plata descubierto en Laurion.
El Estado cede la administración de las minas a contratistas que pagan un tanto por ciento al año sobre el producto extraído. Los esclavos son los encargados de las durísimas tareas de extracción, dado que los ciudadanos despreciamos el trabajo, pues lo consideramos una mortificación de la dignidad humana. Mientras los 40.000 atenienses que controlamos la ciudad nos dedicamos a filosofar y a disfrutar de la vida gracias a nuestros patrimonios, el resto de la población (metecos, libertos y esclavos) se dedican a los trabajos impuros. Los mejores de los metecos, y por desgracia también algún esclavo, pueden llegar a disfrutar de los beneficios de la democracia. Una democracia que ahora está pasando por una etapa de oligarquía que espero concluya en breve.
Un comercio pujante.
Los desastres de la Guerra del Peloponeso no han frenado la actividad comercial en Atenas. En los barrios que rodean la Acrópolis y en las casas de campo de las afueras es frecuente ver a vendedores ambulantes que ofrecen diversos productos. En el Ágora se encuentran los tenderetes del mercado, que exhiben frutas, verduras, quesos y animales de caza y de corral. Algunos artesanos venden allí todo tipo de utensilios, aunque en los callejones de la ciudad hay pequeñas tiendas de carpinteros, zapateros y otros oficios.
Los agoránomos controlan las actividades comerciales y hacen cumplir las normas establecidas para el buen funcionamiento del mercado.
En el Pireo, el puerto de Atenas y el más grande de Grecia, se concentran los comerciantes más importantes de la ciudad. Allí tienen sus mesas los cambistas de moneda y los armadores, que pueden ser ciudadanos de pleno derecho o metecos. Ellos son los responsables de transportar en sus grandes barcos los productos de exportación e importación.
En el puerto se encuentran los banqueros que participan con sus créditos en las empresas comerciales de la ciudad. Los contratos se redactan o se establecen verbalmente ante testigos. La garantía del préstamo suele ser una hipoteca sobre alguna propiedad o un objeto valioso dejado en depósito.
La huella de Grecia.
En esta ciudad que todavía lame sus heridas continúo escribiendo mi Historia de la Guerra del Peloponeso. Si los espartanos la ganaron fue por su nueva flota, financiada por los persas, y por la crueldad de Lisandro, el líder espartano, aunque el radicalismo de mis conciudadanos, que ejecutaron a sus mejores 22 generales por motivos políticos, también contribuyó a la derrota.
Una vez concluidas las hostilidades, Atenas ha tenido que entregar su flota e iniciar la demolición de sus murallas. Los atenienses también hemos tenido que aceptar una oligarquía muy estricta, respaldada por los espartanos. Ahora, en los años finales de mi vida, mi único consuelo es pensar que el gran Estratega tenía razón cuando dijo que «no sólo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir después».
Pericles recordó que los atenienses no necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico ni a ningún otro poeta que loe nuestras grandezas. «Lo único que no envejece es el amor a la gloria; y cuando la edad ya declina, no es atesorar bienes lo que más deleita, como algunos dicen, sino recibir honores». En lo más profundo de mi corazón, anhelo que esas palabras de Pericles perduren en los tiempos venideros.
SABER MÁS
El historiador de la Atenas de Pericles
Tucídides nació en el 460 a. C. en el seno de la familia de los Filaidas, otro de cuyos miembros fue Milcíades, vencedor de la batalla de Maratón. Se supone que murió hacia el 390 a. C. Su vida comprende la segunda mitad del siglo V a. C., una época en la que Atenas fue el centro económico, intelectual y político del mundo griego.
La magnificencia y el refinamiento de la sociedad que surgió en torno a Pericles era el polo opuesto de la belicosa y austera sociedad espartana.
Tucídides fue enviado en el 424 a. C. a proteger la costa de Tracia de los ataques del general espartano Brásidas, pero fracasó en su intento, por lo que fue juzgado y condenado al destierro.
Regresó a su ciudad en el 404 a. C., cuando finalizó la Guerra del Peloponeso. Dado que pasó la mayor parte de la guerra en el destierro, Tucídides decidió narrarla de forma muy rigurosa y directa, alejándose del tono religioso que impregnaba los textos de Herodoto, al que seguramente conoció en Atenas.
Recogiendo información de ambos bandos, el historiador contó el origen de aquel conflicto civil, que en su opinión no fue otro que el aumento del poder imperialista de Atenas. Quería que su Historia de la Guerra del Peloponeso fuera instructiva, ya que estaba convencido de que el conocimiento del pasado sería una guía útil para que sus compatriotas afrontaran el futuro.
FECHAS
404 a. C.
Concluye la Guerra del Peloponeso, iniciada en el 431 a. C., con la derrota de Atenas ante Esparta. Fue el fin de la era dorada de la Grecia clásica; Tucídides participó en ella y la narró.
399
Sócrates, el principal representante de la filosofía griega, es juzgado por no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud, y sentenciado a muerte por envenenamiento.
EL ACEITE DE LA VIDA: UN TESORO
Se calcula que cada ciudadano adulto consumía unos 55 litros de aceite al año: 30 para su higiene personal, 20 como alimento, 3 para el alumbrado de su hogar y 2 para usos rituales y terapéuticos.
Por eso no resulta extraño que los atenienses consideraran sus olivos un tesoro nacional que había que proteger a toda costa.
Creían que el primer olivo de la ciudad lo había hecho brotar en la Acrópolis la propia diosa Atenea, cuando competía con Poseidón por el patronazgo de Atenas. Desde que se plantaba, el olivo tardaba unos quince años en proporcionar su fruto.
El celo en su custodia era tal que se castigaba con la muerte y, en tiempos menos arcaicos, con el destierro y la confiscación de bienes a aquellos que osaran arrancar o cortar un árbol tan valioso para la vida cotidiana y la economía de la ciudad.
Numerosas ánforas (y restos de ellas) que se utilizaban para transportar el «oro líquido» se han encontrado en diversos yacimientos arqueológicos.
La aceituna se vareaba a mano y para la elaboración del aceite se usaban unas vigas, de las que se colgaban sacos llenos de piedras para presionar las aceitunas sobre un recipiente de piedra.
El excedente de producción se exportaba y con los beneficios se importaba el grano necesario para completar el que se obtenía en los campos griegos.
El olivo no sólo estaba vinculado a la mitología, ya que a los vencedores en los Juegos Olímpicos se les coronaba con ramas trenzadas de olivo.
DIETA LIGERA, CUERPOS
Salvo las familias aristocráticas más pudientes, los griegos comían poco y su dieta no era muy variada. La comida más importante era la cena. Al mediodía tomaban algo muy ligero; para desayunar, unos trozos de pan (mojados en vino rebajado con agua), higos y aceitunas.
Los ciudadanos de Atenas consumían pan de trigo y los más pobres recurrían a las tortas de cebada y a una sopa compuesta de agua, especias y cebada. En las mesas se servían legumbres, aceitunas y pescado, sobre todo sardinas y boquerones, que eran las especies más baratas. Dependiendo de su riqueza, las familias que disfrutaban de mayores ingresos podían acceder a otros pescados, como atún, moluscos y calamares.
Los frutos secos se servían en los aperitivos, junto con el vino. La leche cuajada con zumo de higos y tortas era parte del menú de los atletas. Salvo para los ricos, la carne de cordero y las aves eran un manjar que sólo se servía en ocasiones especiales. En el campo, la caza y la crianza de animales multiplicaban las posibilidades de consumir carne.
Las clases más favorecidas disponían en sus mesas pasteles, hidromiel y quesos. Muchos pasteles se comían en las fiestas religiosas o en el teatro, como los stolytés y artocras, chorreantes de grasa.
En la Atenas de Tucídides, la carne era cara, aunque un poco menos la de cerdo. Un lechón costaba tres dracmas, el equivalente a tres jornadas de trabajo.