Por: Pedro Baños
Para comprender cómo será el mundo en el futuro, o al menos cuál puede ser la tendencia principal, una de las claves reside en leer con detenimiento, incluso entre líneas, los documentos más relevantes de los países que marcan la pauta mundial. En esas publicaciones oficiales aparecen el conocimiento y la tecnología como elementos básicos de la geopolítica. A pesar de que cada vez tiene oponentes más firmes que le disputan su preeminencia global, no cabe duda de que Estados Unidos es el país que, hoy por hoy, ejerce una mayor preponderancia en las cuestiones internacionales. De ahí que la lectura de sus textos oficiales se convierta en una exigencia para todo analista que se precie. Entre sus documentos más relevantes se encuentran las dos últimas Estrategias de Seguridad Nacional (ESN), publicadas el 6 de febrero de 2015 y el 18 de diciembre de 2017.
La última ESN de la Administración Obama relacionaba sus principales amenazas (Al Qaeda, Estado Islámico, Rusia, China, Corea del Norte…) y afirmaba que el esfuerzo principal iba encaminado a conseguir que Estados Unidos mantuviera un liderazgo fuerte y duradero. En principio, nada parecía romper con la línea propia de este tipo de publicaciones. Sin embargo, tras un análisis en profundidad se podía observar que había tres palabras que se repetían a lo largo de todo el texto, las cuales podrían haber pasado desapercibidas ya que, en cierto modo, parecían fuera de lugar considerando que la temática general del documento está relacionada con la estrategia, la seguridad y la geopolítica. Estas palabras eran innovación, ciencia y tecnología.
Ya en la introducción, el propio presidente Obama decía sin ambigüedades: «Continuamos marcando el ritmo de la ciencia, la tecnología y la innovación en la economía global». El resto del texto era una referencia continua a los tres mismos términos, aunque estuvieran expresados de distinta forma o mediante otros íntimamente relacionados: «El liderazgo mundial de Estados Unidos se basa en su potencial económico y tecnológico»; «los descubrimientos científicos y la innovación tecnológica potencian el liderazgo americano»; «debemos potenciar la formación de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas [cuatro palabras que en inglés conforman el acrónimo STEM]».
Aunque en sus antípodas ideológicas, el presidente Donald Trump firmó la ya citada ESN de 2017, que, al menos en el campo de la tecnología y la economía, se asemeja mucho a la de Barack Obama. Este último documento vuelve a hacer hincapié en la trascendencia de la enseñanza y la aplicación de STEM como elementos fundamentales para fomentar la prosperidad de Estados Unidos. A lo largo del texto se insiste en repetidas ocasiones en la necesidad de impulsar la innovación, tanto en el sector público como en el privado, y preservar la ventaja tecnológica.
Para lo cual habrá que priorizar las tecnologías emergentes que sean decisivas para el crecimiento económico y la seguridad, como la encriptación, las tecnologías autónomas, los nuevos materiales, la nanotecnología, las tecnologías avanzadas de computación y la inteligencia artificial. Con esta finalidad, dice el documento, se hará un esfuerzo especial por atraer y retener a inventores e innovadores. Si estas frases se observaran de modo aislado, daría la impresión de que han sido extraídas de una publicación científica y no de estrategias de seguridad nacional. Sin embargo, comprender la profundidad de su significado es esencial para intuir el futuro inmediato y así vislumbrar cómo se va a intentar controlar el mundo y ejercer el poder geopolítico.
En la actualidad, para que una superpotencia pueda ejercer una geopolítica planetaria con la que imponer su voluntad, influir en las decisiones mundiales, controlar y someter países, organizaciones y personas, precisa apoyarse, entre otros pilares, en la tecnología. Partiendo de esta premisa es más sencillo entender que las palabras innovación, ciencia y tecnología formen parte indisoluble de las mencionadas estrategias. Pero, además, Estados Unidos no las refleja como mero ejercicio intelectual, sino que su materialización es una prioridad cotidiana para los líderes estadounidenses.
Lo cierto es que los presupuestos oficiales dedicados a la enseñanza media y superior en países como China y Estados Unidos van descartando aquellas titulaciones que no encajan directamente con las áreas STEM, y la tendencia en muchos países emergentes se dirige ya a imponer dichas materias como norma de aplicación en toda política de enseñanza.
Dentro del campo militar, el Pentágono dota anualmente a la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA) de al menos 3.000 millones de dólares para investigación, desarrollo e innovación de nuevas tecnologías destinadas a uso militar, en especial las relacionadas con el ciberespacio. Las prioridades de esta agencia pasan ahora mismo por las operaciones informáticas y electrónicas, el ancho de banda, los sistemas no tripulados (tierra, mar, aire y espacio), la gestión de la información, la inteligencia artificial, la biometría, la guerra inalámbrica, las impresoras 3D, la radiación electromagnética y las armas de energía dirigida —de hecho, la Armada americana ya ha experimentado en un buque con un cañón capaz de generar un campo electromagnético que puede lanzar proyectiles a 185 kilómetros de distancia y con una velocidad siete veces mayor que la del sonido—. Incluso el Departamento de Defensa tiene un Programa Estratégico de Investigación y Desarrollo Medioambiental relacionado con la captación y recolección de energía del medioambiente, el empleo de vehículos híbridos y las tiendas de campaña solares.
Es cierto que otros países, principalmente Rusia, China e India, intentan rivalizar con Estados Unidos, su adversario natural, por lo que también se esfuerzan enormemente en los mismos campos. Sin embargo, la lección final no es esa. La conclusión es que todos aquellos países que no inviertan a medio y largo plazo en los sectores de la innovación, la ciencia y la tecnología —comenzando por fomentar la mejor formación posible, desde la base hasta los niveles más avanzados—, que no potencie a sus científicos y que no intente buscar nichos específicos en los que destacar —consciente de que no pueden luchar en igualdad de condiciones con los más poderosos, como hacen Canadá (con respecto a Estados Unidos) o Austria (con respecto a Alemania)—serán los esclavos geopolíticos del mañana, a los que no les quedará más remedio que bailar al son que les marquen las potencias tecnológicamente más avanzadas.
Consciente de esta trascendencia de la tecnología para la fortaleza de un país, el presidente francés Emmanuel Macron lanzó en mayo de 2017 un vídeo en el que hacía un llamamiento a científicos e investigadores estadounidenses para que fueran a trabajar al país galo, sobre todo en los ámbitos del cambio climático, las energías renovables y las nuevas tecnologías. La llamada del presidente francés no es banal porque Estados Unidos lleva acumulados más premios Nobel de Física en sus universidades y centros de investigación que los sumados por Reino Unido, Alemania, Rusia (incluyendo la extinta Unión Soviética), Francia y Japón.
NO CAER EN LA TRAMPA TECNOLÓGICA
El Imperio romano era el más avanzado tecnológicamente de su época. Sin embargo, fue derrotado por pueblos, que no imperios, llamados bárbaros. En el caso de la gran Roma, sus magníficas calzadas, puentes y acueductos también le eran de utilidad a su adversario. Su capacidad para convertirse en un «arma de doble filo» hace de la tecnología un peligroso aliado imperial. Y esto debe tenerse en cuenta para no caer en optimismos tecnológicos fuera de lugar cuando se trata de asuntos geopolíticos. La tecnología no puede convertirse en una trinchera en la que se espera que se estrellen y frenen todos los esfuerzos de los adversarios. Siempre deben valorarse la moral y la voluntad de vencer, sin las cuales ni la mejor y más exclusiva tecnología es resolutiva, pues nunca dejará de ser un instrumento al servicio de la voluntad humana.
Además, en caso de que se desatara una guerra mundial tecnológica entre las principales potencias, podría darse un escenario curioso: que los países menos desarrollados resultaran los vencedores involuntarios.
SABER MÁS
Si queremos hacernos una idea concreta de campos específicos fundamentales para los avances futuros, un caso paradigmático es el de la nanotecnología, es decir, el control de la materia a escala atómica o molecular. No en vano, Estados Unidos posee más nano-centros especializados que Alemania, Reino Unido y China juntos, su financiación gubernamental duplica a la de su competidor más cercano (Japón) y ha registrado más patentes que el resto del mundo junto, al tiempo que absorbe el 85 % de las inversiones de capital riesgo mundiales del+Dii. Respecto a la biotecnología (el uso de sistemas biológicos para productos médicos, agrícolas e industriales), su desarrollo supera en cinco veces al de Europa y absorbe el 76 % del total mundial de ingresos.
Y qué decir de los desarrollos en el amplio campo de la medicina, como, por ejemplo, la experimentación con células madre (células que se pueden transformar en cualquier otro tipo de célula). Las células madre constituyen el futuro de la medicina por la posibilidad que ofrecen para no solo curar enfermedades, sino también de regenerar células y organismos; lo mismo ocurre con la producción de órganos fuera del organismo, incluso con impresoras 3D, que emplean estas células madre como «tinta» para crearlos.
O podríamos mencionar asimismo otros sectores clave para la supervivencia del hombre, como los alimentos transgénicos, que incrementan el rendimiento, la rentabilidad y la resistencia a las inclemencias atmosféricas. Sin olvidarnos, claro, de las energías alternativas del futuro, que pasan por desarrollos como las biofotovoltaicas, las tecnologías de lámina delgada o las células solares de tercera generación.
Estados Unidos realiza un gran esfuerzo en materia de educación superior, de modo que sus universidades están consideradas entre las mejores del mundo (según los últimos estudios, ocho de las diez mejores universidades son estadounidenses). En ellas se forman los mejores científicos informáticos, lo que contribuye a que cuenten con más de la mitad de los premios Nobel de ciencias.
Además, promueve un sistema que enseña a pensar y no simplemente a superar exámenes, y donde la meritocracia no es una palabra hueca —como sucede en otros muchos países que presumen de ella—, pues verdaderamente se fomenta y recompensa el ingenio, el pensamiento rápido y la resolución de problemas. Esta gran ventaja, junto con la fuerte implicación gubernamental en la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías, es uno de los factores principales que permite a Estados Unidos seguir siendo la primera potencia mundial.
Pero el que sus universidades se hayan convertido en un polo de atracción del talento de todo el mundo también tiene su lado negativo, pues ha cautivado a cientos de miles de estudiantes extranjeros deseosos de absorber todo el conocimiento que ofrecen estas universidades. Esto favorece a los países que compiten tecnológica y económicamente con Estados Unidos. Tanto es así que, en la actualidad, se estima que el 80 % de los estudiantes foráneos son asiáticos, sobre todo chinos. Como consecuencia, el Gobierno norteamericano está buscando alguna fórmula para evitar, o cuando menos limitar, esta situación, consciente de que le supone una fuga de conocimiento que afecta directamente a su seguridad nacional.
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