Pandemias, cambio climático, extinciones masivas de animales y plantas, escasez de agua potable y comida… Vienen curvas, pero los científicos buscan soluciones para salvarnos del desastre que nosotros mismos estamos provocando. Aquí van unas cuantas.
Por ELENA SANZ

Un puñado de material genético en forma de ARN envuelto por una capa protectora de lípidos y que codifica unas cuantas proteínas. Una esfera de unos 100 nanómetros de tamaño un nanómetro equivale a la milmillonésima parte de un metro que para sobrevivir y reproducirse necesita invadir las células del organismo donde ha penetrad% y utilizar sus recursos, y que ni siquiera puede moverse sola: para saltar de un huésped a otro tiene que viajar a bordo de las diminutas partículas líquidas que expulsamos al hablar, estornudar, toser…
Eso es el SARSCoV-2, el coronavirus que está zarandeando a la humanidad, un enemigo invisible e inesperado para todo el mundo menos para los científicos. Desde hace décadas, virólogos y epidemiólogos predican en el desierto: la cuestión no era saber si habría una pandemia similar a la actual, sino cuándo. Nadie los ha escuchado pese a los avisos dados por otros agentes viriles y ahora pagamos las consecuencias.
La constatación de nuestra inconsciencia puede tener algo bueno: a golpe de realidad, nos hemos dado cuenta de que la ciencia es imprescindible que tomen nota los escépticos del clima y de que hay que atender a sus advertencias: Sin ella no tenemos futuro ni posibilidad de legar a nuestros descendientes; un planeta habitable.
LA CARRERA POR ADELANTARSE A LOS VIRUS
Marzo de 2019. Un informe científico elaborado durante cinco años por 250 expertos de setenta países para la ONU advierte de lo siguiente: nuestra salud se verá cada vez más amenazada si no tomamos medidas urgentes y contundentes para frenar y reparar los graves daños causados al medioambiente.
Un año después, una terrible pandemia nos obliga a dar un vuelco a nuestros hábitos para tratar de parar los pies al SARSCoV-2, un virus que se propaga como la pólvora. Hace más de una década se aportaron las primeras pruebas científicas que confirmaban que la biodiversidad es fundamental para combatir las infecciones. En esencia porque, si existe una amplia variedad de especies que actúan como huéspedes de los virus, se limita la transmisión de estos y frenamos el salto de enfermedades de animales a humanos, las famosas zoonosis, entre las que se cuenta la COVID-19.
Los coronavirus han coevolucionado durante largo tiempo con sus hospedadores (mamíferos y aves) de forma que, mientras estos gozan de buena salud, la carga vírica es mínima. La cosa cambia cuando sufren estrés porque se les persigue, caza o destruye su hábitat. Entonces, el sistema inmune del animal se debilita y la carga vírica se dispara. Terreno abonado para el inicio de una epidemia.

Además, parece que el aumento de las temperaturas y la polución favorecen a los microorganismos patógenos. Sí algo hemos aprendido de epidemias pasadas es que los cambios de temperatura y humedad tienen un gran impacto en la dispersión de las dolencias infecciosas, porque afectan tanto a los hospedadores de virus como a los insectos que los transmiten (vectores). Y hay pruebas de que la contaminación atmosférica aumenta la propagación de los virus, y tal vez su peligrosidad. Aparte de combatir la pérdida de biodiversidad y la contaminación, los científicos barajan otras soluciones.
La más ambiciosa es el proyecto Viroma Global, que consiste en crear una enorme base de datos genética de todos los virus de origen animal con capacidad de infectarnos. El objetivo es tomarles la delantera y averiguar quiénes son nuestros potenciales enemigos antes de que nos asalten. Los expertos proponen usar herramientas de inteligencia artificial para hacer predicciones sobre la probabilidad de que ciertos virus desencadenen epidemias. Además, podremos desarrollar vacunas antes de que los bichos salgan a escena y nos cojan desprevenidos.
OBJETIVO: ENFRIAR LA TIERRA
Los episodios de calor extremo se han convertido en rutina, y los termómetros se disparan por todas partes. El 30 de junio del 2020, investigadores de la Universidad Victoria en Wellington (Nueva Zelanda) publicaron en la revista científica Nature Climate Change un trabajo alarmante: el polo sur se calienta tres veces más rápido que el resto del planeta. Seis días antes, la Organización Meteorológica Mundial (OMM), con sede en Ginebra, informó de que estaba investigando los máximos históricos de temperatura registrados en la localidad ártica rusa de Verjoyansk, uno de los lugares más fríos del globo, pero que el pasado 20 de junio alcanzó los 38 °C.
Ni los guionistas de una película de catástrofes habrían imaginado estos extremos térmicos. No vale poner como excusa que no estábamos avisados. Hace tres años, el Laboratorio Nacional del Pacífico Noroeste, del Departamento de Energía de Estados Unidos, en Richland (Washington), lo dejó muy claro: la Tierra está entrando en un periodo de cambio climático más rápido de lo que ha ocurrido de forma natural durante los últimos mil años. Saben lo que dicen.
Han estudiado los anillos de los árboles, los corales y los núcleos de hielo, y todos los datos apuntan en la misma dirección. Basta con ver a qué velocidad está menguando la extensión del hielo marino o banquisa de la Antártida, tras siglos y siglos de estabilidad.
Todo por culpa de la enorme cantidad de gases de efecto invernadero que emitimos a la atmósfera. Quemamos demasiados combustibles fósiles para generar electricidad, hacer funcionar fábricas, calentar o enfriar nuestros edificios, desplazarnos de un sitio a otro… Conscientes del ultimátum que nos envía el planeta, en 2015, 195 países firmaron el primer pacto climático universal y jurídicamente vinculante, el Acuerdo de París. Su objetivo es ambicioso: «Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C».

Esto exigiría una drástica reducción de las emisiones —que no se está produciendo—, y, aunque se logre, lo más probable es que no revierta el calentamiento global, sino que lo reduzca. Así que los científicos se han lanzado a proponer soluciones ingeniosas para bajarle la temperatura al planeta a corto plazo. Geoingeniería, lo llaman. 0 lo que es lo mismo, manipulación a gran escala del medioambiente. Unos sugieren fertilizar los océanos con hierro para que crezca más plancton y que este atrape el dióxido de carbono acumulado en cantidades peligrosas en la atmósfera. Otros apuestan por plantar árboles artificiales que cumplan esa misma función pero desde tierra firme, sin alterar el equilibrio químico de los océanos.
También los hay que se decantan por dispersar aerosoles de partículas (de alúmina, polvo de diamante o microgotas de agua marina) para disminuir la insolación de la superficie del planeta. Pero todas estas soluciones habría que testarlas a fondo antes de aplicarlas, por si pudieran ser perjudiciales. Por su parte, un consorcio europeo ha propuesto una solución muy original: aplicar los fotocatalizadores de titanio y grafeno que ha desarrollado sobre el hormigón de los edificios y el pavimento de las calles, lo que podría degradar hasta un 70% del nitrógeno que contamina el aire.
Los climatólogos también miran con buenos ojos a los birradicales de Criege, unas partículas que limpian la atmósfera de forma natural y podrían compensar en parte el calentamiento global. Su modus operandi es bien sencillo: oxidan el dióxido de nitrógeno y el dióxido de azufre de la atmósfera —dos gases que calientan la Tierra— y crean así compuestos que potencian la formación de nubes que reflejan la radiación solar. Podrían funcionar como un antitérmico para nuestra febril canica azul.
¡AGUA PARA TODOS!
Los océanos cubren cerca del 71 % de la superficie terrestre y concentran el 97,5 % del agua del planeta. Pero estamos llevando al límite los recursos hídricos. ¿Y si hacemos potable el agua del mar y la usamos también para regar, además de para beber? Ese es el objetivo de la desalinización. «España cuenta con algunas de las empresas más importantes del mundo en tecnología de desalinización —explica José Luis Sánchez Lizaso, profesor de Ciencias Ambientales de la Universidad de Alicante—.
Las compañías de nuestro país están presentes en todas las zonas donde hay grandes plantas dedicadas a quitarle la sal al agua del mar». Esta tecnología empezó siendo precaria y costosa, pero ha evolucionado deprisa. «Arrancamos con desaladoras térmicas que evaporaban el agua para quitarle la sal, pero ahora usamos cada vez más sistemas de membranas que optimizan el uso de la energía y abaratan costes», resume Sánchez Lizaso.

Se refiere a la ósmosis inversa, un proceso que implica empujar el agua salada a alta presión a través de una membrana con agujeros de tamaño tan ínfimo que dejan pasar las moléculas de agua pero no la sal ni los minerales. Y que reduce el coste por tres. Insuficiente aún. Si logramos combinar la energía solar con la desalinización, esta será lo bastante barata como para aliviar a los millones de personas que viven y vivirán en zonas de estrés hídrico.
También podemos aprovechar las aguas residuales: filtrándolas mataríamos dos pájaros de un tiro, ‘porque además de obtener agua de buena calidad para cualquier uso, evitaríamos la contaminación de ríos y mares», reflexiona el investigador alicantino. Y luego está el último invento del MIT: un dispositivo que extrae agua del aire. Incluso en pleno desierto, con una humedad del 10 %. Sin necesidad de pilas ni electricidad. Durante la noche, el aparato obtiene agua de la humedad ambiental. Cuando sale el sol, utiliza la luz del astro para liberar el agua de la estructura y mandarla a un condensador. Si se consigue reproducir el proceso a gran escala, podría extraer un cuarto de litro de agua por cada kilo de aire. Aunque está en pañales, la idea promete.
FRENAR LA SEXTA GRAN EXTINCION
Si no actuamos ya, se prevé que en el año 2050 hayan desaparecido alrededor de un 15 % de las plantas y animales del continente americano, y la mitad de los mamíferos y las aves de África. Tampoco parece que Europa vaya a librarse de la catástrofe: un 28 % de sus especies se encuentran en peligro de extinción.
Si todo sigue igual, en unos años el oso polar, el oso panda, la tortuga laúd, el canguro, el león, el jaguar, el koala, el tiburón blanco, el lince ibérico y la mariposa monarca se podrán ver solo en los libros y en internet. Incluso se sabe que hay miles de especies que se pierden antes de que lleguemos a descubrirlas. Por primera vez en la historia del planeta, una especie (la nuestra) tiene la capacidad de producir una nueva extinción masiva, la denominada sexta gran extinción: las otras cinco se debieron a causas naturales.
Para detener el desastre urge actuar contra el cambio climático y crear corredores ecológicos que permitan a los animales migrar de un territorio a otro cuando las temperaturas cambien. Corredores, pero también bancos de semillas y de recursos genéticos y tejidos (semen, sangre, plasma o piel), al menos de las especies emblemáticas y cuyo futuro es del color de la hormiga. El objetivo es disponer de una base de datos completa del libro de la vida. Con ese material biológico entre las manos, los científicos podrán hacer muchas cosas.
Por ejemplo, tomar las células de la piel de cualquier animal y desarrollar células madre para ayudar a la reproducción de algunos seres vivos o reforzar su salud. O editar los genomas con la tecnología CRISPR/Cas para modificar genes a su antojo y asegurar la supervivencia de especies agonizantes. Puestos a apuntar alto, podrían utilizar las nuevas herramientas de la biología sintética con el fin de recuperar especies perdidas. Para que los linces ibéricos no solo sobrevivan, sino que hasta paseen por la península ibérica en compañía de mamuts resucitados.
SALVAVIDAS ENERGÉTICOS
En lugar de recurrir al viento o al sol para mover las máquinas y calentarnos de manera sostenible, nos hemos dedicado desde hace siglos a quemar carbón y petróleo sin ton ni son, elementos contaminantes y finitos que además dilapidamos a marchas forzadas.
Pero estamos a tiempo de cambiar de rumbo y, por ejemplo, imitar la estrategia de las plantas y obtener gasolina de nuestra estrella. «El uso de la energía solar para llevar a cabo reacciones químicas que nos permitan obtener combustibles limpios, pero también compuestos químicos de interés (como los precursores de plásticos), no es un sueño imposible —dice José Ramón Galán-Mascarás, del Instituto Catalán de Investigación Química.

Y añade—: Tanto la tecnología de captura de energía solar como las herramientas químicas para llevarlo a cabo están muy avanzadas». Lo que falta es ensamblarlo todo y escalarlo a sistemas de producción en masa. «Cuando la fotosíntesis artificial alcance un coste de inversión que asegure beneficios, compitiendo incluso con los recursos fósiles, su aceptación por la sociedad será imparable y permitirá un futuro sostenible», vaticina el investigador español, que coordina un proyecto europeo conocido como ALEAF y que ha sido concebido para hacer de este objetivo una realidad.
Si le pedimos que apueste por otra fuente de energía futura, Galán-Mascarós se decanta sin dudarlo por el biometano: «Su explotación es una de las opciones más prometedoras». Tratando los residuos se puede obtener metano de alta pureza y bajo coste que «se podría inyectar directamente en la red de gas natural, y aprovechar así la infraestructura existente». A la vez se destruirían de manera controlada residuos contaminantes, como los purines, y otros desechos de la ganadería y la agricultura. Un dos por uno.
DESCONTAMINACIÓN GLOBAL
En la árida ciudad de Zabol, en Irán, caminar por la calle es un deporte de riesgo. No en vano la Organización Mundial de la Salud (OMS) le estuvo otorgando el título de ciudad más contaminada del mundo durante varios años consecutivos. Ya antes de la pandemia de la COVID19, a sus gobernantes no les quedó otra que repartir mascarillas entre sus habitantes para reducir la cifra de muertes por la polución.
Algo parecido ocurre desde hace tiempo en Shijiazhuang, una urbe china de diez millones de habitantes donde colocarse la mascarilla antes de salir de casa se ha vuelto tan normal como ponerse los zapatos. Y también en Ghaziabad (India) —actualmente la localidad más contaminada—, Gujranwala (Pakistán) y un largo etcétera. ¿Será así el futuro en todos los grandes núcleos urbanos, tanto los de los países desarrollados como en vías de desarrollo? No si la ciencia puede impedirlo.
Y parece que puede. Los científicos experimentan con la creación de islas fotocatalíticas en las grandes ciudades contaminadas, incluidas Madrid y Barcelona. Esas islas se crean pintando las fachadas de los edificios y los pavimentos con dióxido de titanio y derivados, que absorben los contaminantes. La idea no es del todo original, porque parte del principio natural de descontaminación de la naturaleza: al igual que la fotosíntesis emplea la luz solar para deshacerse del dióxido de carbono, la fotocatálisis elimina otros contaminantes habituales de la atmósfera (óxidos de azufre y nitrógeno, compuestos orgánicos volátiles…) mediante un proceso de oxidación activado por la energía solar. Existe otra posibilidad: darle utilidad a la polución.

Para transformarla, por ejemplo, en comida. Suena a desvarío, pero Juha-Pekka Pitkánen, investigador finlandés, ha demostrado que es posible. Introduciendo agua, dióxido de carbono y microbios en un pequeño reactor, y haciéndolo funcionar con energía solar, ha obtenido un material sólido y rico en proteínas que cubre parte de las necesidades nutricionales diarias de un individuo. Eso sí, totalmente insípido. Pitkánen no es el único que ha razonado que el mejor modo de acabar con la contaminación es convertirla en materia prima.
Científicos belgas apuestan por un dispositivo que transforma el aire sucio en hidrógeno que podríamos usar como combustible de nuestros vehículos. En Islandia han puesto en marcha una planta de energía que atrapa el dióxido de carbono del aire, lo inyecta en rocas de basalto y lo transforma en cristales sólidos: contaminación petrificada. Por su parte, en el MIThan diseñado un aparato que convierte las emisiones nocivas provenientes de los tubos de escape de los automóviles en tinta ecológica, para escribir e imprimir con el humo que sueltan los coches.
¿Y MAÑANA QUÉ COMEMOS?
Cuando el 31 de diciembre de 2049 suenen las doce campanadas, habrá más de 9000 millones de humanos celebrándolo. No tendremos uvas para todos. Y, siendo tantos, podrían faltarnos alimentos. O al menos, aquellos a los que estamos habituados. Seguir comiendo carne, fruta y verduras como lo hacemos hasta ahora será insostenible, advierten los expertos.
En lugar de eso, cuando vayamos al súper (o más bien cuando hagamos la compra desde el móvil) encontraremos ofertas de carne in vitro hecha a partir de células madre, pollo sintético y hamburguesas elaboradas con proteína vegetal, como las que ya fabrica la empresa Impossible Foods.

Alimentos de laboratorio que serviremos acompañados de espaguetis de mar, wakame y otras algas—uno de los recursos marinos más abundantes y menos explotados— ricas en minerales, vitaminas, omega-3 y proteínas.
Otra cosa que tienen clara los expertos en alimentación es que, en un mundo superpoblado, no nos quedará otra que comer insectos. Algo que hacen ya 2000 millones de personas y que acabaremos imitando el resto en unas décadas. Razones hay de sobra. Para empezar, no son inagotables, pero les falta poco. Ofrecen una alternativa a la proteína animal muy interesante desde el punto de vista nutricional.
Y resultan bastante más sabrosos de lo que imaginas. Especialmente los escarabajos, las orugas y las hormigas culonas de Colombia. Las ollas, sartenes y batidoras coexistirán con un nuevo electrodoméstico: la impresora 3D de alimentos. Un aparato del que saldrán platos de comida personalizados conforme a nuestras necesidades dietéticas, impresos pixel a pixel con los ingredientes que carguemos en sus cartuchos. Bon appétit!