Por: Olivier Nouaillas Periodista
La idea de crear una Organización Mundial del Medio Ambiente que impusiera normas internacionales contra la contaminación no ha conseguido el efecto esperado. Es el momento de emprender un proyecto menos ambicioso.
Cien días de fuga ininterrumpida, entre 397 y 715 millones de litros de petróleo vertidos al mar, 1 027 kilómetros de costas manchadas, cinco Estados estadounidenses afectados (Luisiana, Florida, Misisipi, Texas y Alabama), otros países ribereños del Golfo de México amenazados (Cuba, México)… «Un Chernóbil americano»: la expresión de Lester Brown, uno de los padres de la ecología en Estados Unidos, fundador del Worldwatch Institute, dio en el clavo.
La nube radiactiva de Chernóbil (Ucrania) —procedente de un escape de la central nuclear soviética en 1986— no tuvo fronteras. Del mismo modo, la marea negra provocada por la explosión, el 20 de abril de 2010, de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, que era explotada por la compañía británica BP, en el Golfo de México, vertió su viscoso veneno por todas partes.
«Una cosa es que te expliquen que una mariposa que bate sus alas en Brasil puede provocar un tornado en Texas. Otra cosa es observar la teoría del caos materializándose ante tus ojos. (…) Seguir el recorrido del petróleo en el ecosistema es como asistir a un curso intensivo de ecología global», escribía Naomi Klein, la altermundista canadiense, en el semanal The Nation el 12 de julio de 2010.
Ante multinacionales como BP y la existencia de unas 20 000 plataformas petrolíferas repartidas por todos los mares del mundo, se hace evidente que la regulación de estas perforaciones offshore no debería ser nacional, sino internacional.
Pero el establecimiento de una verdadera Organización Mundial del Medio Ambiente (OME por sus siglas en francés), que sería competente para elaborar normas internacionales contra la contaminación, no es tan simple… La idea se remonta a la primera Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en Estocolmo en junio de 1972. Allí nació el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), con sede en Nairobi. Pero sus inicios, con un presupuesto y unas competencias limitadas, fueron modestos. Su verdadera acta de nacimiento data de las primeras negociaciones sobre el cambio climático en 1979, en Ginebra. Para respaldarlo, se creó el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) en 1988. De la Cumbre de Río en 1992 a la de Kioto en 1997, la ONU consiguieron laboriosamente implementar complejos mecanismos de reducción de los gases de efecto invernadero, pero la oposición de los Estados Unidos de George Bush a firmar el protocolo de Kioto redujo considerablemente su repercusión.
En 2002, a raíz de una nueva Cumbre de la Tierra en Johannesburgo, Jacques Chirac pronunció, inspirado por Nicolas Hulot, la siguiente frase célebre: «Nuestra casa arde y nosotros miramos hacia otro lado», y el Presidente de la República propuso: «Para gestionar de forma más eficiente el medio ambiente, y para respetar los principios de Río, necesitamos una Organización Mundial del Medio Ambiente».
UNA PETICIÓN PLANETARIA
Las ONG apoyaron la posición vanguardista de Francia. En 2004, la asociación Agir pour l’environnement lanzó una petición planetaria «para la creación de una Organización Mundial del Medio Ambiente». «Estábamos en plena oleada altermundista —recuerda Stéphane Kerckhove, portavoz de Agir pour l’environnement— y la OME era percibida como un contrapeso frente al ultraliberalismo de la OMC. Más adelante, con el aumento del escepticismo climático, esta reivindicación se consideró un tanto irrealista».
De hecho, la mayoría de los movimientos ecologistas prefieren en la actualidad evocar la idea menos ambiciosa que consistiría en ampliar el mandato del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. «Sería más pertinente, ya que Copenhague nos ha mostrado, desgraciadamente, que los Estados-nación no estaban preparados para abdicar de su soberanía», analiza Karine Gavand, responsable de Greenpeace para el seguimiento de las negociaciones climáticas. Achim Steiner, diplomático alemán nacido en Brasil y actual director general del PNUMA, comparte este pragmatismo. Este partidario de una «descarbonización de la economía» y de «un New Deal ecológico mundial» preconiza, a falta de una OME, una mayor coordinación planetaria de las políticas medioambientales.
La creación de una red mundial de expertos sobre la biodiversidad, inspirada en el modelo del IPCC y acordada por 90 Estados en junio de 2010 a raíz de la conferencia de Busan, en Corea del Sur, podría marcar el camino a seguir. Y es que, como decían los manifestantes de Copenhague, «no hay un planeta B»…