Los incas y sus predecesores
Caracterizada por cumbres nevadas, volcanes, ríos vertiginosos y elevadas praderas puna, la cordillera de los Andes albergó diversas culturas precolombinas. Este impresionante paisaje estaba impregnado de poder espiritual: se creía que las altas cimas eran morada de dioses y espíritus y se atribuía significado mítico a ríos, lagos, cuevas y lluvias, tradición que se conserva hoy en día, pues se veneran los picos más altos, como Ausangate, con el nombre de Apu, «Señor», y se cree que influyen sobre la fertilidad de animales y plantas. En gran parte de los Andes las peregrinaciones sagradas a montañas elevadas siguen constituyendo un rasgo fundamental de la religión tradicional, que se remonta a épocas precolombinas.

Este aspecto de la visión del mundo andino se asocia asimismo con el concepto de huacas, lugares sagrados diseminados por la región en los que se presentaban ofrendas a las deidades locales en épocas preincaicas e incaicas e incluso en la actualidad. Las antiguas sociedades andinas creían en diversos mitos de origen local, pero la llegada de los incas supuso un reordenamiento político y religioso que quedó reflejado en la remodelación de los mitos locales con el fin de adaptarlos a la nueva ideología imperialista de los incas, en la que ocupaba un lugar eminente el dios creador Viracocha. Para los incas y sus predecesores, el lugar de los orígenes míticos se encontraba al sureste de Cuzco, en las cercanías del lago Titicaca. Según cierta versión, allí creó Viracocha un mundo de oscuridad, habitado por una raza de gigantes a los que había esculpido en piedra. Pero estas primeras gentes desobedecieron a su creador y en castigo se convirtieron de nuevo en piedra en puntos como Tiahuanaco y Pucara, o quedaron sumergidas en la inundación que provocó Viracocha. Sólo sobrevivieron un hombre y una mujer, que fueron transportados mágicamente a la morada del dios en Tiahuanaco. En la segunda tentativa, Viracocha modeló a los seres humanos con barro, pintó sobre ellos las ropas que distinguían a cada nación y les dio sus costumbres, lenguas y canciones diferenciadoras y las semillas que cultivarían. Tras haberles insuflado la vida, les ordenó que descendieran a la tierra y que salieran de las cuevas, los lagos y montañas. Así lo hicieron, y cada nación erigió santuarios en honor del dios en los lugares en los que habían vuelto a entrar en el mundo. Para crear la luz, Viracocha ordenó al sol, la luna y las estrellas que salieran de la Isla del Sol, en el lago Titicaca, desde donde ascendieron a los cielos. Cuando subió el sol, Viracocha habló a los incas y a su jefe, Manco Capac, y les profetizó que serían señores y conquistadores de muchas naciones. Concedió a Manco Capac un tocado y un hacha de guerra, distintivos y arma de la realeza. Después, el nuevo rey condujo a sus hermanos y hermanas hasta la tierra, de donde salieron, en la cueva de Pacarictambo. Este mito sobre la creación no sólo representa la versión inca de las antiguas creencias andinas, sino que probablemente conserva la influencia cristiana. En los relatos sobre un gran diluvio, el primer hombre y la primera mujer, la descripción de Viracocha como hombre blanco y los viajes que emprende el dios como figura heroica se aprecian las enseñanzas de los sacerdotes católicos, empeñados en aniquilar el paganismo nativo. Según el mito contemporáneo de la comunidad quero, cercana a Cuzco, hubo una época anterior a la existencia del sol en la que el mundo estaba poblado por poderosos hombres primordiales. Como Roal, deidad creadora, les ofreció su propio poder, ellos replicaron que no lo necesitaban, y en castigo, Roal creó el sol. Los hombres quedaron ciegos y sus cuerpos secos, pero no murieron, y todavía salen de vez en cuando de sus escondites, al atardecer y con la luna nueva. Después, los Apus (espíritus de las montañas) crearon un hombre y una mujer, Inkari y Collari: a Inkari le dieron una palanca de oro y le dijeron que fundara una ciudad en el punto en que la palanca cayera derecha al lanzarla. La primera vez que lanzó el instrumento aterrizó mal; la segunda vez cayó formando un ángulo, y allí construyó Inkari la ciudad de Quero. Encolerizados por su desobediencia, los Apus resucitaron a los hombres primordiales, que hicieron rodar rocas para matarlo. Inkari se escondió una temporada en la región del Titicaca y al regresar volvió a lanzar la palanca: cayó derecha, y en aquel punto fundó Cuzco. A continuación envió a su hijo mayor a Quero, para que lo poblase, y el resto de sus descendientes fueron los primeros incas. Viajó por toda la tierra con Collari, transmitiendo sus conocimientos a las gentes, y por último desapareció en la selva.
EL MITO SOBRE LOS ORÍGENES DE LOS INCAS
Los antepasados míticos de los incas salieron de tres cuevas en Pacariquetambo (»el lugar de los orígenes»), cerca de Cuzco. Eran tres hermanos y tres hermanas, vestidos con mantos y camisas de lana fina, que llevaban vasijas de oro.

Uno de los muchachos, Ayar Cachi, incurrió en la cólera de sus familiares al hacer grandes alardes de fuerza lanzando piedras con su honda para dar forma al paisaje. Celosos de semejante poder, sus hermanos lo convencieron de que regresara a Pacariquetambo para recoger una copa de oro y la llama sagrada y sellaron la cueva. Pero Ayar Cachi escapó, se apareció a sus hermanos y les dijo que a partir de entonces debían llevar pendientes de oro en señal de su condición regia y que lo encontrarían viviendo en la cima de una montaña llamada Huanacauri. Sus hermanos y hermanas subieron a la montaña, donde volvió a aparecérseles Ayar Cachi, que se transformó en piedra. El tercer hermano, que se autoimpuso el nombre de Manco Capac, fundó la ciudad de Cuzco (con la ayuda de un cayado de oro, según ciertas versiones) en el enclave en el que se alzaría más adelante el Templo del Sol, Coricancha. Las diversas formas de este mito coinciden en las prerrogativas de la dinastía real inca, como el matrimonio del emperador con su hermana, los ropajes de la nobleza y los orígenes de los santuarios y las peregrinaciones a las montañas sagradas.
EL DORADO

Uno de los rasgos más imperecederos de la mitología de Suramérica es la leyenda de El Dorado, nombre que evoca imágenes fantásticas en las mentes occidentales. El oro constituía un medio sagrado para muchas civilizaciones precolombinas, como la mochica, la chimú y la inca, debido en parte a su brillo incorruptible y a sus asociaciones rituales y mitológicas con el sol, el mundo de los espíritus y la fertilidad. El oro y la plata del Perú incaico despertaron la imaginación y la codicia de los conquistadores españoles. Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador del Perú, organizó una expedición con Francisco de Orellana para buscar la tierra del rey poseedor de tan inmensas riquezas que le ungían a diario con resinas exquisitas para fijar el polvo de oro con que se adornaba el cuerpo. Pero en realidad, la leyenda de El Dorado tiene su origen al norte de Perú, entre las jefaturas de Colombia, donde se han identificado diversos estilos de trabajar el oro. Juan de Castellanos observó en 1589 que en estas antiguas sociedades colombianas el oro era la sustancia que daba a los nativos el aliento de la existencia, aquello por lo que vivían y morían.

La leyenda de El Dorado se basa en la realidad histórica, en los ritos amerindios que en sus orígenes se celebraban en el lago Guatavita, en los altiplanos de Colombia. Aquí tuvo lugar una ceremonia para celebrar la ascensión al trono de un nuevo rey que, tras una época de reclusión en una cueva, peregrinó hasta el lago con el fin de hacer ofrendas a la principal deidad. Al llegar al lago, el futuro rey fue despojado de sus galas y recubrieron su cuerpo con una resina sobre la que aplicaron una capa de fino polvo de oro. De esta guisa se internó en el lago acompañado por sus servidores (cuatro jefes de pueblos sometidos), revestidos de complicados ornamentos también de oro. Incluso la balsa estaba ricamente adornada, y cuatro braseros humeaban con el incienso sagrado. Atravesaron las aguas mientras el aire resonaba con el sonido de flautas, trompetas y cánticos. Al llegar el centro del lago se hizo el silencio y el nuevo jefe y sus acompañantes arrojaron todos los objetos de oro al agua para a continuación volver a la orilla, donde el monarca fue recibido ceremonialmente.
Esta ceremonia impresionó grandemente a los europeos que la presenciaron. «Caminaba cubierto de polvo de oro con tanta naturalidad como si se hubiera tratado de sal», escribía Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI. En un grabado de 1599 aparecen dos hombres preparando a un nuevo jefe muisca para su deslumbrante toma de poder. Uno de ellosextiende resina en el cuerpo del monarca y el otro sopla polvo de oro por un tubo. En esta representación salta a la vista la influencia europea, pues el grabador (Teodoro de Bry) nunca había estado en las Américas y se inspiró en testimonios de segunda mano. Sin embargo, la imagen es un poderoso símbolo del influjo de los mitos y rituales amerindios en la imaginación europea y de la fascinación que siempre ha ejercido el oro.
