Por Alberto Porlan, escritor filólogo
Democracia y tiranía.
Los problemas ya existían antes de que ellos les pusieran nombre. Al margen de la subsistencia, estaban los derivados del espinoso asunto de la convivencia. Los abordaron organizándose a partir de unidades territoriales nucleadas en torno a aglomeraciones urbanas (polis) que se declaraban colectividades independientes, soberanas sobre sus propios ciudadanos y regidas por las leyes que éstos convenían en darse autónoma y libremente. El conjunto de las actividades propias de la polis dio en llamarse política, mientras que ese modo concreto de llevarlas a cabo, o sea, el gobierno del pueblo, se llamó democracia.

Pero la suya era una democracia directa, sin representantes. Todos los ciudadanos estaban convocados para la toma de decisiones en común, sin intermediarios. Desde luego, en aquellas asambleas no faltaban profesionales del debate que empleaban las armas de la retórica y la dialéctica (otros dos inventos griegos) para mover la opinión de sus conciudadanos en uno u otro sentido. También para estos individuos, cualquiera que fuese su inclinación política, acuñaron un término que nos sigue resultando demasiado familiar: los llamaban demagogos, «conductores del pueblo».
Y cuando se hacían con el poder efectivo de la asamblea pasaban a llamarlos tiranos, «amos». Así que habrían considerado un tirano a quien se arrogara hoy el título de presidente del gobierno, aunque lo hiciese por mayoría numérica en una democracia representativa como las actuales. Esa misma representatividad que hoy se niega en las calles de muchas ciudades de todo el mundo al juzgarla, y no sin razón, completamente mediatizada.
El imperio de la ley.
La democracia griega fue un fenómeno extraordinario e inédito entre las civilizaciones antiguas, un verdadero paso de gigante en un mundo que sólo había conocido hasta entonces monarquías absolutas, faraones en Egipto y emperadores en Persia o en China dotados de poderes ilimitados sobre sus súbditos. En ese sentido, los griegos nos legaron algo más precioso todavía que la democracia: la voluntad de defender en común nuestras libertades individuales, algo que a muchos les parece hoy tan natural como una seta que brota tras la lluvia, pero que ellos fueron los primeros en ejercer a costa de sangre, sudor y lágrimas.
Esta sensación de defenderse a sí mismos como hombres libres les hacía sentirse superiores a cualquier enemigo ante la batalla, porque ellos no luchaban solamente por su vida, sino que también lo hacían por su libertad, una idea que los de enfrente, súbditos semi-esclavos de un vulgar autócrata como Gro o Jerjes, no podían entender. Los griegos sólo eran esclavos de sus leyes. En el siglo VI a. C., el espartano Demarato escribe al persa Jerjes: «Los espartanos son libres, pero no por completo. Ellos también tienen su tirano: la ley. Y la temen mucho más de lo que tus súbditos te temen a ti.»
Con su noción de la política, nos legaron una batería de términos y conceptos asociados. Además de democracia, monarquía, demagogia y tiranía, heredamos los de acracia, jerarquía, aristocracia, oligarquía, gerontocracia, plutocracia y muchos más que definen otros tantos sistemas de gobierno.
Padres de la filosofía.
Todos los pueblos antiguos tuvieron sus pensadores, pero sabemos muy poco de ellos. No así de los griegos, que nos pusieron en la mano un instrumento excepcional para el conocimiento y análisis del mundo llamado filosofía. Los que se entregaban a esa disciplina eran gentes apasionadas por el conocimiento, entendido éste como una búsqueda de la verdad con el propósito de mejorar al individuo y al mundo que lo rodea. Ellos iluminaron el universo antiguo con antorchas llamadas lógica, ética o metafísica. Por regla general, los filósofos eran respetados y admirados, pues se consideraba que contribuían a formar ciudadanos útiles y a depurar las costumbres sociales.
Eran algo así como los exploradores del pensamiento colectivo y sus animadores intelectuales. La gente admiraba la sutileza de sus razonamientos y se servía de sus máximas como guías para vivir. A veces, todo el sistema de un pensador se traducía en una frase de uso personal, una norma de conducta a tener en cuenta siempre; sencilla y comprensible para todos: «En la confianza está el peligro», «Conócete a ti mismo», «Nada en exceso» y otras semejantes.
La gente les hacía preguntas por la calle, directamente, y las respuestas que obtenían quedaban a veces para la historia. Diógenes el Cínico, preguntado abruptamente sobre cuál era la condición más importante del ser humano, respondió sin vacilar: «La libertad en el decir». Deberíamos pensar más en eso, abrumados como estamos bajo la losa de lo políticamente correcto y del tristemente llamado «pensamiento único».
Otro regalo: la ciencia.
También fueron los griegos quienes exploraron el mundo moral y bautizaron algunos de los conceptos que hoy seguimos manejando, aunque con menos precisión que ellos. Por ejemplo, entendemos sólo muy aproximadamente lo que significa ser estoico, y peor aún lo que significa ser E epicúreo. A menudo confundimos, por ejemplo, los términos hipócrita y cínico, identificándolos a ambos como embusteros cuando en realidad significan todo lo contrario: el hipócrita disimula lo que siente y el cínico lo pregona sin escrúpulos; el hipócrita abusa de los circunloquios y el cínico de los exabruptos. El hipócrita se pone máscara y el cínico se arranca la piel de la cara.
Otro pequeño regalo que nos transmitieron los helenos fue la ciencia. Ellos trazaron las grandes divisiones entre las materias de conocimiento y suyos fueron los primeros grandes descubrimientos en matemáticas, geometría, astronomía o física. Sus reflexiones teóricas alumbraron conceptos que siglos después encontrarían un asombroso refrendo real. «Los principios de todas las cosas son los átomos y el vacío; todo lo demás es dudoso y opinable», decía Demócrito, que, con su colega Leucipo, había llegado a la convicción de que cuanto existe puede ser dividido sucesivamente hasta llegar a una partícula elemental que no acepta más divisiones, a la que llamó átomo («indivisible»). La suposición, que más parece una visión, era esencialmente correcta. Hubieron de pasar dos milenios y medio hasta que una cegadora bola de fuego sobre el desierto de Nevada la desmintiera y pregonara que lo indivisible había sido dividido por fin.
La importancia de las ideas.
Al margen de todo juicio ético, los pensadores griegos habrían considerado aquella explosión una fruslería, algo sin importancia: apenas una consecuencia mecánica (aunque muy brillante, desde luego) de la noción original que la había producido; una cuestión técnica, palabra con la que no expresaban otra cosa que la habilidad práctica para desarrollar un trabajo. En definitiva, un asunto menor, propio de gente menor. Lo interesante era la idea; que después sirviera o no para algo resultaba casi indiferente. O incluso contraproducente. Aristóteles había escrito: «La nobleza de las matemáticas es que no sirven para nada».
Matemática y medicina.
El término matemáticos estaba reservado para una clase privilegiada de discípulos de Pitágoras. Significaba «los que comprenden», por oposición a los discípulos acusmáticos, «los que escuchan». Con las matemáticas, gigantes como Pitágoras, Tales, Eratóstenes o Arquímedes pusieron los pilares de nuestro saber y proceder científico. Y aparecieron genios como Hiparco, el primer habitante del planeta que dos milenios antes que Copérnico descubrió la violenta e increíble verdad de que es la Tierra la que gira en torno al Sol, en contra de lo que ven nuestros ojos.
También en otros campos brillaron talentos asombrosos como Heródoto, fundador de la Historia, o Hipócrates, padre de la Medicina y origen de los innumerables términos griegos que caracterizan la práctica de esta ciencia que habló griego durante muchos siglos, términos que aún hoy abarrotan los manuales de anatomía, de fisiología, de patología, de odontología, de oftalmología… y de otorrinolaringología, donde se reúnen nada menos que cuatro palabras griegas.
Jugando a la griega.
Los regalos de Grecia también se extendieron a la infancia. De igual modo que inventó o fijó conceptos que más tarde resultaron básicos en la vida de los adultos, entregó a los niños los elementos que durante los siglos siguientes serían el objeto de sus juegos. Los chiquillos griegos fueron los primeros (que sepamos) en usar aros y peonzas, y enseñaron a centenares de generaciones infantiles posteriores a jugar a las canicas, a las muñecas que a veces eran articuladas, al tejo, a la taba o a pídola, además de otros muchos entretenimientos que desconocemos. Hay quienes sostienen que inventaron, incluso, el yoyó. Además, los críos asistían a espectáculos de marionetas y a juegos de sombras y siluetas. Como se ha dicho a menudo, el verdadero índice de desarrollo de una civilización puede juzgarse por el trato que da a la infancia.
Desigualdad de género.
La idea democrática de igualdad entre los ciudadanos no se extendió, sin embargo, a las mujeres. El marido, por ejemplo, podía repudiar a la esposa sin necesidad de alegar un motivo. Podía hacerlo, incluso, cuando ella estuviera embarazada. Y en los casos de adulterio probado y notorio, era obligatorio para el varón, que de no cumplir era reo de atimía o desprecio, de repudio social. A los ojos de todos, se convertía en lo que hoy llamamos un consentidor, un «cabrón». Y esto, a veces, ponía al marido entre la espada y la pared, ya que el repudio llevaba aparejada la devolución de la dote que se había recibido, suma por lo general bastante elevada cuyo reembolso dejaba en la miseria al divorciado.
En cambio, el adulterio masculino era socialmente tolerado, como lo siguió siendo durante los milenios siguientes. Cuando la mujer no podía más acudía a la autoridad del arconte, que era el único juez en esos casos y que seguramente no consideraría el asunto suficientemente grave o probado como para acceder a su petición.

El maltrato sí se consideraba una causa de divorcio, pero la víctima (siempre ella) debía aportar pruebas, y a menudo no valía exhibir ante la autoridad los golpes y moratones. Se exigían testigos presenciales, que el maltratador, lógicamente, procuraba evitar. Así y todo, si la mujer conseguía el divorcio se convertía en una paria social.
Por amor al arte.
En todo caso, una de las mejores cosas de aquellas gentes es que hombres y mujeres sabían divertirse y amaban la belleza: cuando los troyanos contemplaron la hermosura de Helena, decidieron que bien valía una guerra con Menelao. La idea del arte tal como la entendemos fue cosa suya, y también sus divisiones y subdivisiones. Produjeron los poetas más sublimes y los más procaces.
Otorgaron a la música y a la danza categoría divina, y las incluyeron entre las enseñanzas obligatorias de la juventud, a cuya educación daban una enorme importancia. Inventaron el teatro desde sus raíces, y lo dividieron en comedia, drama y tragedia. Sin aquella aportación suya, hoy tampoco tendríamos el cine tal como lo conocemos. Además, encontraron una nueva fórmula de entretenimiento masivo que se ha convertido en la más exitosa de todos los tiempos: el deporte como espectáculo y competición. Los Juegos Olímpicos sólo tenían ventajas.

De una parte, eran una ocasión de reencuentro temporal para los ciudadanos de la Hélade; de otra, fomentaban la emulación entre los atletas y el orgullo de sus conciudadanos cuando resultaban vencedores. Además, contribuían a formar soldados fuertes y aguerridos. No es de extrañar su enorme popularidad, que también continúa plenamente vigente hoy día.
Todos somos griegos.
En el fondo, su vida cotidiana era bastante parecida a la nuestra. Usaban fórmulas de cortesía y eran reservados en su esfera privada. Consideraban de mal gusto comer a la vista de los demás, excepto en los banquetes, donde se toleraban todos los excesos. Y cuidaban mucho su aspecto: les gustaba bañarse y atildarse. Los hombres se afeitaban y las mujeres se depilaban usando un candil. Eran muy sensibles a la estética. Sócrates, siendo ya casi un anciano, empezó a hacer gimnasia para reducir el vientre «que superaba bastante el tamaño adecuado».
En los mejores tiempos de Atenas, sus habitantes demostraron una tolerancia inusitada para aquellos tiempos, lo cual demuestra que vivían sin miedo a los extraños. Tucídides puso en labios de Pericles, el gobernante que dio nombre a su siglo, las siguientes palabras: «Nuestra ciudad está abierta a todos los seres humanos: ni una sola de sus leyes segrega a los extranjeros ni les priva de la enseñanza y de los espectáculos que se dan entre nosotros». Desde luego, los atenienses podían estar orgullosos de haber puesto en pie una ciudad así. Tal vez algún día podamos nosotros decir lo mismo de las nuestras.
SABER MÁS
Arquímedes di Siracusa (287-212 a. C.) fue matemático, físico, ingeniero inventor y astrónomo. Su famoso principio sobre el empuje hidrostático es sólo uno de sus muchos descubrimientos.
ZENÓN EL IRREDUCTIBLE
Otro de los grandes legados de Grecia, no menos importante Por ser inmaterial, fue el valor con el que algunos de sus filósofos mantuvieron sus principios. Zenón de Elea, inventor de la dialéctica según Aristóteles, conspiró para derrocar a Nearco, tirano de su ciudad. Algo salió mal y Zenón fue detenido, conducido ante Nearco y atormentado para que denunciase a sus compañeros de conjura.
En un momento de su tortura, se dirigió a todos los circunstantes y les dijo: «Me admira vuestra cobardía: por evitar los dolores que estoy padeciendo, vosotros aceptáis ser esclavos de este tirano». Luego, se cortó la lengua con los dientes y se la escupió encima a Nearco. Al enterarse el pueblo de aquello se amotinó, asaltó la mansión de Nearco y lo apedreó hasta matarlo.
Pero tal vez no fuera exactamente así, pues, como solía suceder, corrían otras versiones sobre la muerte de Zenón. Una de ellas afirma que, una vez ante Nearco, aceptó darle los nombres de sus cómplices, pero exigió que nadie más los escuchara. Cuando Nearco acercó la oreja a su boca, Zenón se la arrancó de una dentellada antes de que los guardias le cosieran a estocadas. Una tercera versión, que se debe a Hermipo, asegura que Zenón fue ejecutado de una manera espeluznante: lo machacaron vivo en un enorme mortero de piedra.
Palabras heredadas
He aquí una recopilación de términos usuales en castellano de origen griego y su significado etimológico según aquella lengua:
-catástrofe: hundirse, arruie, venirse abajo.
-crisis: momento decisivo, decidir, discriminar, problema: proyectado hacia adelante.
-sistema: unir y poner en pie.
-autómata: que se mueve sí mismo.
-grifo: bestia fabulosa cuya e se dio luego a los extremos de las cañerías.
-micro: pequeño.
-tele: a distancia.
-nike: victoria.
-auto: por sí mismo.
-música: lo que realiza la musa
-iglesia: asamblea.
-sinagoga: reunión.
-hiper: por encima de.
-apático: sin emociones.
-sinfonía: reunión de sonidos.
-cine: movimiento.
-comedia: canción del desfile.
-crítica: separar discernir, discriminar.
-metro: medida.
-teatro: espacio para ver.
-centro: centro (a través del latín).
-persona: máscara, delante de la cara.
-simpáticos: los que se emocionan con uno.
-escena: cobertizo.
-taxi: tasa de medida (taxímetro).
-tisana: machacar, triturar.
-programa: lo escrito previamente.
-megáfono: gran sonido.
-mecanografía: escribir por medio de una máquina.
-economía: administración de la casa.
-ética: manera de hacer las cosas.
-lógica: discurso razonado.
-gramática: escribir letras.
-sistema: resultado de juntar.
– caos: caos.
-autónoma: independiente;
-retórica: arte del rhetor, o sea, el orador.
-dialéctica: arte de dialogar.