LOS MILAGROS DE JESÚS.

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Jesús andando sobre las aguas.

Uno de los elementos esenciales mediante los que Jesús quiso darse a conocer a sus contemporáneos y a la posteridad fueron los milagros, muchos de ellos sorprendentes y únicos. El autor del presente trabajo aborda la incomprensible naturaleza del milagro a la luz de la física moderna, para seguir adelante, adentrándose en algunos de aquellos hechos sobrenaturales, desmenuzándolos desde todos los puntos de vista, llevando los términos del discurso hasta las cimas de lo espiritual, donde precisamente el milagro se sitúa.

Los milagros de Jesús ¿fueron como nos los han contado? Y en este caso, ¿porqué, cómo y cuándo los prodigaba? ¿Eran espontáneos o premeditados? ¿Qué quiso demostrar con ellos?

Para responder a estas y otras preguntas semejantes, podemos encontrar desde hace dos milenios explicaciones para todos los gustos. No obstante, se ha hecho patente un cambio de perspectiva, porque mientras antaño los milagros del Señor eran considerados como la prueba más firme y contundente de su Divinidad, hoy suponen para muchos el aspecto, precisamente, más vidrioso y polémico de su singular personalidad.

«Que los Evangelios son en gran parte legendarios dirá E. Renánes evidente, puesto que están llenos de milagros y de lo sobrenatural.»

Y, sin embargo, los milagros de Jesús no son siempre aparatosos. Por ejemplo, cuando perdona los pecados no contraviene necesariamente las leyes de la Naturaleza. En el episodio de la pesca milagrosa, la noticia no está en el hecho insólito de que se llenaran las redes de peces tras una noche de intentos baldíos, pues la etología podría explicarlo a posteriori. El milagro radica en la oportunidad del fenómeno, produciéndose contra todo pronóstico en el preciso momento en que se ordenó y se necesitaba.

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Jesús en la tempestad.

Pero no hay mayor ciego que aquel que no quiere ver. El hombre, que decidió su independencia del Padre en el Edén, junto al Árbol de la Ciencia, ha alcanzado ya en nuestros días su mayoría de edad, su emancipación plena: lo tiene todo, conoce todo, domina todo. Por eso quizá ya ni cree, ni ama, ni espera. A ello ha contribuido en gran medida el racionalismo empírico de los últimos siglos, y más exactamente la ciencia determinista del siglo pasado. Todo está controlado y ya no hay lugar para el asombro, la libertad o la aventura.

Todo tiene una explicación, una causa, y «si no se conoce hoy como dirá Einstein ya la encontraremos mañana». Resulta paradójico que el científico más famoso de este siglo (aunque no el más sabio), que afirmaba que se oponía al sistema cerrado de Newton, llegara a enojarse con los malvados «quantos» porque siempre se escapaban a sus previsiones, asegurando, no obstante, de modo pretencioso, que «Dios no juega a los dados».

 

LA CIENCIA ACTUAL Y LA FE

Y, sin embargo, ninguna como la llamada «ciencia del caos», inaugurada en este siglo con la física cuántica, ha sido más clara en este sentido, ya que su única certeza es reconocer que «nunca hay certeza, sino a lo sumo, probabilidades.» El universo cerrado y materialista preconizado por la física clásica cartesiana ha llevado a nuestra sociedad al vacío existencial y la desilusión. Pero, afortunadamente, cada día son más los científicos epistémicos, críticos, que constatan «la presencia del espíritu en la materia» y cuya acción en la misma tiene que ver con el Creador, reconociendo que «la idea del azar tan recurrida no era más que una cobertura o tapadera de nuestra ignorancia» (F. Dyson en Disturbing the Universe y Paul Davies en God and the New Physics).

Con un saludo a esta Nueva Física, sabia por humilde, que nos habla de un reencuentro del mundo y su reconciliación con la fe y el verdadero conocimiento, nos aproximamos al complejo tema de los milagros de Jesús.

Son los que todavía se mueven por los sinuosos meandros del cientifismo y del positivismo decimonónicos los que ahora se encuentran con dificultades insuperables para comprender el mundo y «lo que no es de este mundo». ¡Ah! y Dios «sí juega a los dados», lo que ocurre es que exclusivamente Él conoce las reglas de su juego.

 

LAS MISERIAS DEL RACIONALISMO

«El que arranca de los milagros atribuidos a Cristo dice Vittorio Messori en su obra Ipotesi su Gesu para explicar los Evangelios se mete en un callejón sin salida: trátese de un apologeta cristiano o de un ateo militante.» Y es que «el primer deber que nos ha impuesto el principio racionalista, según el profesor Ernest Havet, es el de descartar de la vida de Jesús todo lo sobrenatural.

Lo que excluye de raíz todos los milagros del Evangelio… lo que se cuenta es falso por la sencilla razón de que no pudo ocurrir». Pero la intransigencia racionalista o cientifista no sólo no se ha limitado a negar, sino que también ha propagado teorías de una estupidez gloriosa. Así, L. Strauss, uno de los padres de la «cristología racional», ¿no quiso convencernos de que Cristo no había apaciguado el mar con su palabra sino arrojando aceite al lago, que vertía de unos odres que había escondido previamente al efecto en su barca?

Y qué decir de Robert Ambolain, Gran Maestre de la Masonería Francesa, que en 1972 publicó un exitoso libro donde explicaba que el terremoto que acompañó a la muerte de Jesús fue provocado por sus discípulos mediante la colocación estratégica de cargas de pólvora negra, cuyo uso habían aprendido de unos chinos… Y aunque no siempre, justo es reconocerlo, las distorsiones que se cometen en este terreno son enormemente burdas, y pensemos, por ejemplo, en las innumerables interpretaciones que se hacen de la figura de Cristo.

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El milagro de la pesca de Jesús.

Sin embargo, en cuanto cualquiera de ellas descubre la menor diferencia entre el «Cristo de la fe» y el «Cristo histórico», enseguida se postula la falsedad de toda la tradición cristiana.

La querella neocristológica (que comenzó más o menos con Spinoza y continuó con E. Renán y otras obras «científicas»), se recrudece al analizar las obras de Jesús a través de ese cientifismo barato que se llama historicismo.

Es cierto que los hechos y dichos de Jesús fueron transmitidos oralmente tras su muerte (año 33) y que no comenzaron a ser escritos hasta el año 70. También lo es, y la Iglesia católica lo reconoce, que hubo cierta adaptación de aquellos hechos por parte de la comunidad cristiana primitiva, para su mejor difusión. Posteriormente, cada evangelista, y ello es evidente, dio un enfoque personal a su relato. Pues bien, en lugar de servir todo esto como base para una reflexión profunda sobre el sentido de la tradición cristiana, que ayudaría a descubrir aspectos nuevos de una gran riqueza doctrinal, sapiencial, escatológica, etc…, a los historicistas sólo les preocupa llegar a determinar la «realidad» de los hechos de Jesús, los «lpsissima facta Gesu».

Pensemos, por ejemplo, en el Concilio de Nicea (año 325), donde se formuló el Dogma en términos acaso más «helenísticos» que judaicos y, sin duda alguna, de manera muy diferente a como lo hubieran preferido los primeros discípulos (judíos) de Jesús. ¿Hay que pensar por ello que el Credo allí redactado contiene algún error o no fue divinamente inspirado?

Sin embargo, los historicistas, iluminados por la «aséptica» luz de la ciencia y de la razón, insisten: «¿Fueron realmente auténticos los milagros de Jesús? ¿Cómo se produjeron? ¿Cuáles fueron exactamente los hechos?»

Salvaremos primero este escollo para pasar enseguida a lo que mal mente nos interesa: ¿por qué los hizo? y, sobre todo, ¿qué significan y cómo interpretarlos?, ¿en qué nos benefician hoy a nosotros?

 

APROXIMACIÓN AL MILAGRO CRÍSTICO

Creemos con Coomaraswnmy que «nos es mucho más provechoso preguntarnos lo que estos prodigios de Cristo implican, antes de cuestionarnos si fueron realmente producidos en tal o cual ocasión» y continúa con cierta guasa «es mucho más útil preguntarse lo que significan en el cuento las botas de siete leguas’… que insistir en que no están a la venta en las zapaterías».

Por desgracia, hoy se da una triste paradoja: por un lado, existe una incomprensión total del símbolo (entendido en sentido ontológico o metafísico) y de todo lo sagrado; por otro, hay una sed de trascendencia, de absoluto sin precedentes. De modo que la situación es preocupante. En el Paraíso el Hombre universal o primordial (Adán), que veía a Dios en la Naturaleza virgen con el «ojo del Corazón», lo comprendía todo directamente en su esencia, pero con la Caída, este ojo se oscureció y empezó a razonar.

Desde entonces, el progreso de la razón (dialéctica, dual, discursiva) se ha hecho siempre en detrimento del intelecto. Por eso el hombre moderno tiene tantas dificultades para entender y se escandaliza o cae en moralismos cuando Cristo dice cosas como… «No he venido a traer la paz sino la espada». «El que no odia a su padre, a su madre, etc…».»El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo»…, etc. Y, sin embargo, no se puede expresar de forma más clara y profunda a como Él lo hace: «Amarás al señor tu Dios, con todo tu corazón (limpio), con toda tu alma (pura)…».

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Jesús andando sobre las aguas.

Y es que Cristo, el nuevo y verdadero Adán, no tiene una conciencia dualista como la nuestra, disociada del centro (Dios) y dominada por lo puramente mental o sentimental. De ahí la necesidad que tenemos, si queremos aproximarnos al mito crístico, de convertirnos («metanoia»), cambiando nuestra mentalidad diabólica (Diábolos=el que separa) por la simbólica («Symbolon=lo que une). En los dominios de Diábolos la razón fragmentada y «mundanizada» (que impide percibir la unicidad de la existencia) se dispersa y aleja de la realidad. Es la falsa perspectiva del «punto de fuga» que se aleja indefinidamente del centro. Es la visión binocular y estrábica del mundo caído, en constante devenir (en oposición al «ojo frontal», que da el sentido de eternidad). Es la gran ilusión progresista que nos lleva al caos.

Por el contrario, en el dominio de Symbolon (el «Ojo del Corazón») todo lo relaciona, concentra y conduce a la unidad del Principio Supremo, al Centro, que lo es «todo en todos» (Ef 1, 23), sin que nada escape a su «omnipresencia», a su realidad trascendente. Es la lógica del corazón, del amor, del conocimiento, y no de la especulación abstracta, prometeica e infiel. Y es, también, la verdadera lógica por ser conforme al logos de donde proviene, y referirse además a la naturaleza (causa y razón última) de las cosas y de los seres.

Sólo con esta lógica, la del corazón limpio, podremos acercarnos con provecho a un tema tan apasionante como el que nos ocupa.

 

LA DOCTRINA ACLARA EL MILAGRO

Recurriendo a la Doctrina, podremos descubrir el «logos» del milagro, es decir, su razón de ser, su fundamento, pues de lo contrario no podremos explicarnos nada. Pensemos, por ejemplo, en el relato de la Ascensión del Señor (Act IX, 9 al 14) y «a fortiori» en el Dogma del Descenso de Jesús a los infiernos. ¿Qué explicación se puede dar a este hecho que ni siquiera tiene una realidad histórica…? Un físico, un psicólogo, un ufólogo, un creyente corriente, nos darán muchas explicaciones e incluso bien intencionadas, por obediencia al Dogma, pero no aportarán ninguna luz. Es su logos, su sentido «etymon», lo que confiere al hecho escueto y frío su sentido, su razón de ser, su fundamento ontológico y, con este, la garantía de su realidad histórica, pues un hecho sagrado está fuera de nuestras coordenadas espaciotemporales, es transhistórico por naturaleza, lo que le confiere una realidad muy superior a la aportada por el mero hecho histórico.

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Jesús curando a los poseídos.

El «etymon» del milagro resulta de su arquetipo «in divinis», de la propia estructura de lo sobrenatural, es decir, de las leyes que rigen el orden o la jerarquía del dominio espiritual, pero a causa de nuestra idiocia espiritual, de nuestra incapacidad para ver y conocer directamente, no existe otro lenguaje mejor para expresarlo que el simbólico.

El Descenso a los Infiernos (a través del eje vertical de la cruz), previo a la Resurrección, es imprescindible para poder recapitularlo todo hasta la raíz del mal, porque Cristo, siendo la cabeza del cuerpo místico, debe recorrer el proceso iniciático, el camino de la realización espiritual. Es la recomposición del espejo o «icono de Dios» (roto por el pecado) y la realización de su semejanza, la culminación del deseo más caro de Jesús:

«Que todos sean Uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti… para que sean en nosotros». (Jn XVII, 21). Y que tan bien expresa un himno del rito bizantino para la fiesta de la Ascensión:

«La naturaleza de Adán, que había caído hasta las profundidades de la tierra, Tú la has renovado, oh Dios. Tú la elevas hoy contigo por encima do los Principados y las Potestades; en tu amor por elle. Tú la estableces allí mismo donde Tú resides». De aquí resulta todo el sacramental: Bautismo, Confirmación y Eucaristía, que actualizan en el alma del creyente la muerte y la resurrección de Cristo, a fin de que ella misma pueda identificarse con El.

 

LOS MILAGROS ANUNCIAN EL REINO

Acabamos de ver cómo el «logos» o la doctrina discierne los milagros, en expresión de Pascal. Ahora nos falta ver cómo los milagros disciernen la doctrina de Jesús. Para ello, nos centraremos principalmente en dos: en la Resurrección (o Pascua) y en el que instituye la Nueva Alianza (la Eucaristía), pues los demás milagros son recurrentes (o complementarios) al eje central de la misión crística: la Redención.

Pero para poder hacernos una idea de cuál era la fuerza (dynamis), el carácter (semeion) y la dimensión teológica (théosis) de las obras milagrosas (erga) de Jesús, debemos saber antes quién era El realmente y conocer su papel en la sociedad donde vivió, su posición de Hombre-Dios frente a la tradición donde realizó sus milagros. Porque en aquel tiempo existían otros taumaturgos, sanadores, etc., que hacían milagros de distinto signo («Gebouroth», «Aothoth», «Nephilaoth» o «semeia»). ¿Qué diferencia cualitativa iniciática había entre los realizados por Él y los operados por sus discípulos en su nombre1 u otros? (Mc 9, 38) ¿Por qué sólo los de Cristo, fiel cumplidor de la Ley, eran censurados por la clase sacerdotal? Sabemos que en virtud de su humanidad universal, adámica, Jesús tenía ciertos poderes preternaturales que le permitían dominar o soslayar las leyes naturales, pero, ¿eso era todo? Además, ¿en qué medida o sentido sus milagros completan su doctrina? ¿Fue acaso un simple «rabbr, un esenio, un profeta reformador de la tradición hebrea? La singularidad de Jesús, el Cristo, es inabarcable, pero podemos acercarnos a ella si consideramos que Cristo desciende antes de Adán que de Abraham, y que su misión, que es universal y eterna, tiene que ver con una Nueva Alianza, con la tradición primordial, antes que con la renovación de otra particular y concreta que, como la higuera estéril, quedó cancelada y seca.

Dicho milagro de Jesús (el de la higuera) explica esto mismo: el fin de un tiempo, de un hombre, de una ley… ¡viejas!, y el anuncio de la llegada del reino del cual El es, no ya el Mesías hebraico (pues «los suyos no le reconocieron»), sino el Hijo del Hombre, «el esperado por todas las naciones». Por eso su sacerdocio no será según el «orden de Aarón», sino según el «orden de Melquisedec», que corresponde a un tipo más primordial de espiritualidad, y que en virtud de su carácter altamente iniciático realiza la síntesis de la autoridad espiritual con el poder temporal.

5-Jesús - Las bodas de Canaá.metirta.online

Las bodas de Canaá.

Pero…¿quién era Melquisedec? MelkiTsedeq significa «rey de Justicia» y era, como dice Pablo en la Epístola a los Hebreos (Cap VII), «Rey de Salem» (Paz), pero sus orígenes no son conocidos, aunque se sabe que no era hebreo y que era «sacerdote del Dios Altísimo» (Gen XIV, 18) y Señor de Justicia y Paz, reuniendo por tanto los ideales respectivos del poder temporal (Realeza) y de la autoridad espiritual (Sacerdocio), que le convierten, según Guénon, en Rey del Mundo, lo que le relaciona con el Centro Espiritual Supremo del Agartha. Su sacerdocio, eminentemente sapiencial, no sacrifica víctima (como el de Aarón), sino que se funda en el ritual del pan y el vino, siendo muy superior al de Aarón, de la misma manera que «el propio Melquisedec dice Guénon es superior a Abraham, de quien nace la tribu de Leví, y por consecuencia, la familia de Aarón ». Como se ve el paralelismo con Jesús no puede ser mayor, sobre todo si tenemos en cuenta que éste no desciende de la tribu sacerdotal de Leví, ni cumple con los demás requisitos de dicho sacerdocio 2 sino que, por el contrario, sólo a Él es aplicable el Salmo 110 donde dice:

«Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem melchissedec». Dignidad que le fue conferida desde su nacimiento por otros gentiles (goyms), los Reyes Magos (enviados del Agartha). Cuando Melchor (MetkiOr=Rey de la Luz), cuya raíz es la misma que «MelkiTsedeq, le ofreció oro y le saludó como «rey»; Gaspar le dio incienso y le saludó como «sacerdote»; y Baltasar con mirra (el bálsamo de la incorruptibilidad) y le saludó como «profeta».

El reconocimiento de Cristo como Rey, Sacerdote y profeta, es decir, como Rey del Mundo (y no solamente Mesías) por legítimos representantes de la tradición primordial, demuestra que el cristianismo es una emanación perfectamente ortodoxa de la misma, lo que la sitúa por encima, en este fin de ciclo, de cualquier otra religión. (Ga III, 28). Esto explica la dimensión escatológica, kerigmática (Hech II, 2238) e incluso mítica de sus milagros, tanto como su actitud antirrabínica contra los falsificadores de la Antigua Alianza y, por ende, la necesidad apremiante de la Nueva que fundará subsumiendo aquélla en ésta, con una nueva ley y un nuevo rito de pan y vino, donde la única sangre inmolada será la suya.

Veamos a continuación cómo sus milagros (Resurrección y Eucaristía) disciernen su doctrina del Amor y la Unidad.

 

EL MILAGRO DE LA PASCUA DE RESURRECCIÓN

Nada ilustra mejor la relación entre los milagros y el orden sacramental que la liturgia de la Pascua de Resurrección, misterio de nuestra propia salvación que es el fin último de todos los milagros del Señor. En efecto, con sus milagros Cristo instituye los sacramentos que, a su vez, prolongarán aquéllos en el sentido no de una mera sanación de nuestros cuerpos, sino para que, como verdaderos símbolos eficaces que son, nos sirvan de salvoconductos para el Reino, pasando de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.

El sacramento que actualiza este paso o Pascua es el bautismo. Allí se recuerda el paso del Mar Rojo, que supuso para los israelitas la liberación del Faraón, liberación que culminará con la victoria de Cristo resucitado sobre la muerte y el pecado. San Juan Crisóstomo expresa admirablemente este paso cuando dice que «el Bautismo representa la muerte y la sepultura… la vida y la resurrección… cuando sumergimos la cabeza en el agua, como en un sepulcro, el hombre viejo queda inmerso sepultado enteramente, cuando salimos del agua, el hombre nuevo aparece súbitamente» (Homil.in loh., XXV, 2)

Sin embargo, según san Dionisio Aeropagita, el bautismo no es todavía la «mystagogia» (iniciación) y sólo alcanzará su perfección con la Confirmación. Y es que la conversión, la Pascua del hombre viejo al nuevo, no es labor de un día ni de un momento, exige una maduración, un tiempo. Un caso bastante elocuente al respecto lo protagonizó Alexis Carrel, ateo y Premio Nobel en Medicina, que cuando se enteró de que una paciente suya afectada de peritonitis tuberculosa iba a visitar la gruta de Lourdes, dijo:

«Si esta muchacha se cura, me hago fraile o me vuelvo loco.» Pues bien, la joven, al ser sumergida en el agua, sanó instantáneamente ante sus atónitos ojos. ¿Qué más quería para creer? Como un desafío allí tenía la prueba, el día 15 de Agosto de 1903; sin embargo, tendrían que pasar cuarenta largos años hasta su conversión.

Por eso no es casualidad que el número cuarenta, símbolo de penitencia y de purificación, de humildad y de esperanza, esté directamente relacionado con las aguas regeneradoras. Así, en hebreo la letra «MEM» (nuestra M) simboliza al agua al mismo tiempo que representa al número cuarenta. La relación no es baladí. Con ella se expresa que la Pascua no es un paso, sino más bien un peregrinaje, un proceso, una lucha, una catarsis: cuarenta años duró la Pascua judía y cuarenta fueron los días del diluvio universal, y los de prueba, tras su bautismo, de Jesús en el desierto, así como los de su espera, voluntaria desde luego, en este mundo desde que resucitó hasta que ascendió al Padre. ¿Por qué tardó tanto?

6-Jesús curando a la hija de Jairo.metirta.online

Jesús curando a la hija de Jairo.

Cristo fue humilde y obediente hasta para recibir la Gloria, y aquí cumplió también la ley de la cuarentena. Todo cuanto hacía tenía sentido. Jamás actuó por capricho o comodidad. Cuando curó al ciego de nacimiento, podía haberle sanado con una sola palabra, con un simple deseo, pero no. ¿Por qué se molestó en hacer barro y luego mandó al ciego dirigirse a la piscina de Siloé, descender a ella y lavarse en sus aguas? Mucho se podría decir, pero vamos a lo que nos concierne aquí:

Cristo quiere que recuperemos la inocencia original de los Hijos de Dios, del Adán primoridal, tal como fue creado, pero no puede hacerlo sin nuestro consentimiento decidido y sincero, que exprese en obras un compromiso que abarque todo nuestro ser y nuestra vida. A fin de cuentas, cuando Él predicaba no sólo lo hacía con la lengua, sino con toda su alma y con todo su ser fundidos en Amor

El primero y único requisito para recibir la Gracia es lavarnos, despojarnos del «viejo vestido del pecado». Nadie como Cirilo de Jerusalén ha sabido reconocer en la desnudez del bautizando «que se despoja siguiendo a Cristo del viejo vestido de pecado con que se había cubierto Adán después de la caída», una vuelta a la inocencia primordial, edénica, que Cristo ha reconquistado para nosotros:

«¡Oh cosa admirable! dirá estabais desnudos ante los ojos de todos sin sentir vergüenza. Es que en verdad llevabais en vosotros la imagen del primer Adán, que estaba desnudo en el Paraíso, sin sentir vergüenza.»

 

EL MILAGRO EUCARÍSTICO

Sin duda, el milagro «central», el más importante de cuantos realizó Jesús, fue el eucarístico, el sacramento de la unidad por antonomasia. «Mysterium Fidei» de amor y muerte de Dios y en el cual, dos mil años después de realizado, podemos participar, pues el Emmanuel sigue estando presente entre nosotros.

Si por el pecado original Adán vio desplazada su humanidad y la divinidad en ella presente atomizada y dispersada, con la redención ésta es recompuesta y unificada. Pero este retorno de la multiplicidad a la unidad no es la de los «egos» individuales, sino la de los fragmentos de divinidad dispersos en los seres y que sólo con la muerte pueden liberarse. Esto es ni más ni menos lo que significa la fracción del pan y su posterior distribución entre los fieles en la Comunión, tal como se hacía en la Iglesia primitiva. Y esta es también la pedagogía del milagro de la multiplicación de los panes: el desmembramiento de la Humanidad de Cristo como posibilidad para todos de reintegrarnos en Él. «Porque aún siendo muchos dirá san Pablo un sólo pan y un sólo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (I Cor X, 17).

¿Y el amor? El amor preside toda la vida y la acción de Cristo, desde su primer milagro en las Bodas de Canaán hasta el último que realiza al fin de los tiempos con las Bodas del Cordero y la Jerusalén celeste, pasando por la Eucaristía de la Última Cena. Todos los milagros de Jesús son como un signo, como una promesa cierta del Reino. Son las arras de la esperanza humana, arras de esa «Hierogamia», de ese matrimonio sagrado («Mysterium Magnum») entre Cristo y su Iglesia que se consumará, como hemos dicho, al fin de los tiempos en plenitud («pleroma»), siendo, entretanto, la Eucaristía un anticipo de ella.

Si con la conversión del agua en vino en Canaán, Cristo estaba anunciando esto al tiempo que consagraba el amor humano, con el memorial de su pasión y muerte invita a nuestra alma a «consumar el matrimonio divino en el corazón».

7-Jesús curando demonios.metirta.online

-Jesús expulsando demonios.

Pero así como en el bautismo primitivo debíamos despojarnos «del viejo vestido de Adán» antes de sumergirnos en las aguas regeneradoras (tal como lo hacían los catecúmenos en la Iglesia primitiva), en la comunión debemos «despojarnos del yo» para poder «revestirnos de Cristo». Es decir, para que nuestra verdadera personalidad espiritual y eterna que es nuestro hombre interior, el SÍ o «castillo interior» que llaman los místicos, pueda encontrarse e identificarse con Cristo de manera que podamos decir como san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (esto es la salvación), debemos liberarlo, pues está prisionero de nuestro hombre exterior, el yo o ego, lo cual es imposible…

¿Y cómo hacerlo? Ya lo dijimos al hablar de la cruz.: entrando en ella, pues Cristo, con su sacrificio, ha realizado el arquetipo del sacrificio (sacrumfacere) y ha pagado ya por nuestro pecado. Lo único que nosotros debemos hacer, y esto es imprescindible pues somos libres, es decir sí, es ofrecer nuestro ego como don a fin de que éste pueda entrar en su sacrificio.

Es lo que se realizaba perfectamente en el antiguo rito del ofertorio, por desgracia hace tanto tiempo abandonado. Allí, en procesión hasta el altar, cada fiel aportaba su don como sustituto de sí mismo, pues es uno mismo quien en realidad se ofrece en sacrificio (en sus dos aspectos de inmolación y sacralización). Dios entonces lo tomaba, lo transformaba (en la consagración) en su propio ser y le era devuelta su ofrenda a cada fiel (en la comunión) para que éste fuera transformado a su vez y penetrara en el Ser divino. Esto es la theosis del milagro eucarístico, pues como decían los Santos Padres de la Iglesia: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios». Toda la liturgia eucarística se reduce a fin de cuentas a este esquema tan sencillo pero absolutamente trascendente y que expresa con rigor y claridad, como hemos dicho, la realización sacramental del misterio theantrópico.

8-Jesús expulsando a los demonios.metirta.online

Jesús expulsando a los demonios.

Todavía en la misa bizantina, al llegar al ofertorio, son los fieles quienes ofrecen el pan (pues no sólo es Cristo quien se ofrece por nosotros) como ofrenda de sí mismos, siguiendo el deseo de san Pablo: «Os ruego pues, hermanos por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional» (Rom 12, 1) «pues quien come el pan y bebe el cáliz indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del señor… pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación» (I Cor II, 2729) los fieles ortodoxos exclaman en el ofertorio al unísono: «Nos ofrecemos a nosotros mismos, unos y otros, y toda nuestra vida al Cristo, nuestro Dios.» Algunos teólogos ortodoxos como Nikos Vardhikas han criticado a la Iglesia católica el haber suprimido esta ofrenda de los dones, así como practicar la Eucaristía sin vino y con pan ácimo, pero lo cierto es que hay indicios de que esto comienza a recuperarse y, además, todavía queda en la misa romana actual un resto de esa «hierogamia», aunque para muchos pase desapercibido. Nos referimos a la gota de agua que el sacerdote añade al vino. Lejos de rememorar solamente el agua que salió del corazón de Cristo al ser traspasado por la lanza de Longinos, o nuestros pequeños sacrificios que se añaden al sacrificio de Cristo, lo que representa principalmente, según el padre Stephan, «es la unión de la naturaleza humana a la divina, conforme al dogma de la unión hipostática de las dos naturalezas en la hipóstasis del Verbo» (unión de la naturaleza humana y la divina), lo que evidencia el carácter ontológico (y no solamente psicológico o moral) del «matrimonio sagrado» de la Esposa (la Iglesia) y el Esposo (el Verbo).

9-Jesús - La resurección de Lázaro.metirta.online

La resurrección de Lázaro.

A nivel individual o subjetivo, este «matrimonio sagrado» se consuma en el corazón en el momento de la comunión, pero, para entonces, insistimos, el alma debe haber realizado el vacío, la muerte perfecta, o mejor, la «virginidad plena» con el fin de que el Padre pueda engendrar en ella al unigénito.

Para no extendernos más sobre este crucial y apasionante tema concluiremos con una cita espléndida de P. Evdokimov sobre el carácter ontológico de la hierogamia recogida de su obra La femme et le salut du monde:

«Sólo la integración eclesial une la vida y el pensamiento en una teognosia viva… Cristo es consustancial al Padre en su divinidad y a los hombres en su humanidad… y porque somos consustanciales a la humanidad de Cristo, nosotros somos integrados en Christo a la comunión con Dios…

En el trinitarismo cada uno de los términos no existe si no es por su relación con los otros… Es el signo del amor. Es la visión de sí mismo en Dios, a través del otro en tanto que el otro en mí y yo en el otro realizamos por la comunión de las personas la unidad de la naturaleza humana: UNA es mi paloma, mi perfecta».  (San Gregorio de Niza)

LAUS TIBI CHRISTIE!

 

 

 

SABER MÁS

LOS MILAGROS DE CRISTO ¿TIENEN AUTENTICIDAD HISTÓRICA?

En primer lugar, diremos que existe toda una criteriología histórica, los llamados «criterios de historicidad», de valor universal, que nos ayudarán a despejar razonablemente cualquier tipo de cuestión sobre el tema planteado.

1- Criterio de fuente múltiple. Lo primero con lo que nos encontramos es con la presencia de una multiplicidad de fuentes: la «Triple Tradición», los «Logia agrapha», la «Quelle», los Evangelios Sinópticos, el de Juan, el de los Hebreos, los Hechos y el Talmud. Pues bien, cada sinóptico tiene su fuente particular; el de Juan es totalmente ajeno a ellos, como lo es a la Triple Tradición (Marcos, Lucas y Mateo). Los «Logia» eran frases cortas de Jesús recopiladas con fines pedagógicos.

Por otro lado, la antiquísima Quelle sólo contenía discursos, esa era su finalidad, pero algunos de ellos relatan milagros, lo que les confiere un valor decisivo Pero lo que es concluyente es que teniendo todos ellos (incluso los Hechos y los Hebreos) orígenes independientes y objetivos distintos, describan los mismos milagros con unas discrepancias mínimas. Algo insólito, incluso para la historiografía civil. Pero hay más: el Talmud babilónico (y también el palestino), escritos ambos por los enemigos de Jesús, reconocen sus prodigios:

«En la vigilia de la fiesta de Pascua, Jesús fue colgado… porque ha practicado la magia, ha seducido y hecho apóstata a Israel… No habiendo salido nadie en defensa suya… fue colgado» (Sanedrín, 43 a.).

Como se ve, lo que se discute en todo caso es la autoridad con que realiza sus prodigios, diciendo por ejemplo que si expulsa a los demonios es porque Él es uno de ellos (Beelcebúl), pero nadie de su entorno, fuera amigo o enemigo, negó jamás su poder taumatúrgico.

 

2– Criterio de discontinuidad. Los exégetas neotestamentarios dicen que cuando un dato evangélico no coincide con la mentalidad de los judíos y de la Iglesia primitiva, posee muchas garantías de ser un dato auténtico de la vida de Jesús, pues difícilmente podría haber sido inventado. A eso es a lo que se llama criterio de discontinuidad.

No hay duda que muchos de los milagros y actitudes de Jesús no sólo eran incomprensibles para el mundo de su época, sino que estaban en abierta contraposición con él (incluso con el «Sitz im Leben» de la propia Iglesia original, muy influida todavía por los usos y la mentalidad judías). Especialmente para el Sanedrín, la obra de Jesús era un obstáculo («skandalon») insuperable, verdadera «piedra de escándalo» donde tropezaba su orgullo rabínico.

Nadie, ni antes ni después que Él, estuvo tan antagónica, tan frontalmente enfrentado al sistema religioso de los escribas y sacerdotes. Por entonces, había también otros taumaturgos o magos, como Apolonio de Tiana, que ni siquiera creía, pero a ninguno se le ocurrió curar en sábado, tocar el féretro (del hijo de la viuda de Naín), curar la lepra (considerada como castigo divino), hablar del «buen samaritano» (el mayor enemigo de Israel), o frecuentar la compañía de publicanos y pecadores, etc. Ningún profeta se atrevió a dirigirse a Dios con el diminutivo de padre (ABBA) y menos aún curar en nombre propio («Yo te lo digo, levántate» le dirá al paralítico, a Lázaro, a la hija de Jairo). Nadie tuvo jamás una autoridad más alta y plena, y al mismo tiempo nadie actuó jamás más exento de ostentación o de arrogancia. Por el contrario, cuando sana (al ciego, al leproso, etc.) pide que no se diga nada a nadie. E, incluso, se niega a obrar prodigios cuando se lo piden como prueba de su condición mesiánica (era costumbre entre los profetas hacerlo así), o por curiosidad morbosa. Por eso nunca hizo un milagro en Nazaret (McVI, 5), como tampoco los utilizará para defenderse ni para castigar a nadie. Sin duda Cristo, con un señorío y una independencia de criterio absolutas, era de una personalidad impactante, pero no hay que ver en su actitud antirrabínica un movimiento desordenado ni asomo alguno de pasión humana. Él era todo humildad, amor y mansedumbre. En su antifariseísmo hay una razón mucho más profunda de orden metafísico y espiritual.

 

3- Criterio de conformidad. Pero si Cristo es absolutamente atípico y excepcional, hasta el punto de partir en dos la Historia con un antes y un después de Él, también es absolutamente «normal» (strictu sensu) que no abole, sino que cumple la ley en su recto sentido y en quien se cumplen además todas las profecías que le anunciaban como Mesías, como enviado por Dios para restablecer su Ley y el Orden cósmico que había sido roto por la entrada del pecado en el mundo.

En una cosa todos los exégetas están de acuerdo: en que el tema central de la prédica de Jesús es su anuncio de la llegada del Reino.

Todo milagro verdadero debe tener un signo, un sentido o símbolo de lo alto que venga en apoyo de la Palabra de Dios (representada, a su vez, en la persona del profeta). Si falta ese signo, esa subordinación del mero prodigio a la Palabra, entonces el milagro es falso. Esta es la clave. Si repasamos las maravillas de Jesús comprobaremos que todas ellas son un anuncio del Reino. Más aún, Cristo mismo es la Ley, la Verdad y la Vida del Reino, que ya lo «presencializa». Por eso, ante su sola presencia (a veces incluso sin mediar siquiera un acto de su voluntad), ceden espontáneamente las tinieblas (del pecado), la mentira, la enfermedad y la muerte.

Si por el Verbo todo fue creado y por el pecado destruido, con el Verbo encarnado que vence al pecado, todo es restaurado y redimido. Por eso la redención será una recreación y una reunión, una superación de toda dualidad (Cielo y Tierra, alma y cuerpo, mundos angélico y físico, etc.). Por eso la naturaleza, que fue creada para alabar a Dios, reconoce en Él a su señor y libertador y le bendice y obedece ciegamente. Por eso Cristo, que es conforme al Padre, lo es también con todo, y todo Él es coherente y consistente: la persona, el mensaje y las obras. Como muy bien decía Pascal, «sus milagros disciernen la doctrina y la doctrina discierne los milagros». Y, en fin, sin los milagros tampoco podría explicarse nada de la extraordinaria nada vida de Jesús: ni la exaltación popular que lo aclamaba como Mesías, ni su lucha constante con Satanás, ni la permanencia de la Iglesia, ni la santidad de tantos, etc.

 

EL SIMBOLISMO DE LOS ELEMENTOS EN LA VIGILIA PASCUAL

El agua y el fuego son los dos —elementos que están constantemente presentes a lo largo de toda la vigilia pascual. Elementos antitéticos, tienen en común el ser símbolos ambos de transformación y regeneración. A ellos se sumará al final de la noche, en la Eucaristía, el vino, que simboliza la «coincidentia oppositorum» (agua + fuego = aguardiente) y que se realiza en el verdadero Adán que es Cristo. El fuego, símbolo del triunfo de la Luz (Espíritu) sobre las Tinieblas (pecado, materia), es un «agente de transformación» (Heráclito) y de purificación de primer orden, que remite al sol, «Sol Iustitiae» (Cristo) y al oro que simboliza al cuarto estado o glorificación. Es un «elemento que actúa en el centro de cada cosa» (Bachelard), como factor de unificación y de fijación que es, idea que se refuerza en las «columnas de fuego» que guían al pueblo elegido por el desierto y que prefiguran ya a Cristo, que es el «axis mundi» y la «lux mundi» nuestro polo y nuestra luz y que es representado así, doblemente, en el cirio pascual o «chrismón».

Las aguas simbolizan la multiplicidad de posibilidades de existencia que proceden a toda forma a toda creación.

Todo lo que es forma se manifiesta por encima de ellas, pero ellas, por sí mismas, no pueden trascender la condición de lo virtual. Símbolo telúrico por excelencia, su tendencia es siempre descendente, abismal, por eso puede simbolizar la vida terrestre, natural, pero nunca la vida metafísica, salvo cuando el propio Espíritu desciende sobre ellas y las fecunda.

La inmersión en ellas simboliza la muerte, la regresión a lo preformal, la disolución del ser. Disolución que aportará a las aguas el «bicis» (gérmenes y latencias) que propicie un nuevo nacimiento.

Ahora podemos «entender» los milagros de Cristo de calmar la tempestad o andar sobre las aguas. La razón fáctica y simple del fenómeno está en los dones preternaturales que como Hombre Universal que es (como Adán antes de la caída) Cristo tiene, aunque no los tiene por ser Cristo, por lo que este tipo de milagros no tendrían un valor «crístico» especial de no ser porque también los realizó Cristo y por tanto tienen, como todo lo que proviene de Él, un valor añadido. Él es el Rey de la Creación «por quien todo fue hecho», y todas las criaturas le aman y obedecen. Una explicación más profunda a estos prodigios la encontramos en la tensión metafísica permanente hacia la unidad interior que tiene Cristo, más allá de la diversidad de los instintos materiales, de las presiones afectivas y de todas las manifestaciones informes del mundo sensible.

En todas las tradiciones en donde aparece este prodigio de la «marcha sobre las aguas», simboliza el dominio sobre la multiplicidad, la lucha victoriosa del sabio que permanece inconmovible en medio del «mar de las pasiones» de la misma manera que la isla permanece inmutable en medio del embate incesante de las olas. R. Guénon recuerda que en la tradición hindú la conquista de la Gran Paz, la unión con la tranquilidad, la posesión del sí en su plenitud (el sí es nuestra personalidad espiritual), es representado a menudo por un barco navegando. De aquí deducimos que la barca de Jesús es la Iglesia y que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella», aunque tenga que atravesar el «mar Rojo» de las persecuciones e incluso el imperio del Anticristo, antes de alcanzar la Tierra Prometida. Ese paso será Juicio: muerte para unos (egipcios) y vida y libertad para otros (hijos de Dios). También en la alquimia del alma, la «obra al rojo» es la muerte del yo (hombre viejo) y la emergencia del sí (hombre nuevo, espiritual).

El mismo sentido tiene en fin el pan eucarístico, que siendo espiga dorada y radiante como el Sol (Cristo) es triturada y amasada (Pasión y Muerte) y tras su paso por el horno (Infierno) sale transformado, crecido y realizado (Resurección).

 

APUNTES A PIE DE PÁGINA

 

1 Aparentemente, el milagro que realiza san Pedro al lograr caminar sobre las aguas mirando a Cristo es el mismo que el que realiza éste, pero aquí tiene otro significado. No es por casualidad que sea precisamente Pedro, «la piedra de la Iglesia», el primer Vicario de Cristo en la Tierra, el protagonista de este milagro. La razón es muy clara: la Iglesia en general y cada cristiano en particular podrá realizar el milagro de caminar sobre las aguas (de la muerte, de todo aquello que nos destruye) sin hundirse (es decir, sin caer hacia abajo por el eje vertical de la cruz) y pasar de la superficialidad de nuestra existencia contingente (es decir, del brazo horizontal de la cruz) a la verticalidad (hacia arriba), pasando por el centro de la cruz, es decir, mirando a Cristo.

2 Enjundiosos y prolijos estudios como los realizados por el profesor Jacques BaugéPrevost confirman el origen céltico del pueblo galileo, y por lo tanto, de Jesús, al tiempo que algunos Padres sostienen que Melquisedec no fue ni más ni menos que una aparición del Hijo de Dios en persona. Ambas conjeturas perfectamente posibles reforzarían aún más la estrecha relación de estas santísimas personas, así como el sentido universal de la misión de Cristo, aspectos ambos que, por otro lado, ya están perfectamente establecidos.

←LA FÉ EN LAS CIENCIAS OCULTAS

 

 

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