
LAS PRIMERAS PISTAS
Desde que por primera vez visitara Tierra Santa, allá por el año 2002, no he dejado de buscar excusas para poder regresar; y es precisamente una de esas excusas la semilla que planté para que brotara este artículo. Como tantos otros lugares de Israel, Nazaret resuena en mi interior con la promesa de esos enclaves adonde puedes acudir para reconectarte con lo sagrado. Subiendo la colina en la que se levanta la pequeña urbe, encontramos a mano derecha la Basílica de la Anunciación, inconfundible por su cúpula central en forma de faro, la cual intenta enviar el mensaje de que Jesús se crio en este lugar hasta que comenzó su vida pública.
El solemne edificio se divide en dos alturas. En la basílica superior, donde se encuentra el Altar Mayor, se muestran diferentes imágenes de la Virgen con sus correspondientes advocaciones, donadas sobre todo por países de mayoría católica, entre los que destaca, como no podría ser de otra manera, España. Pero tal vez lo más interesante del edificio lo encontremos en el piso de abajo. Descendiendo hasta la cripta, protegida por un enrejado negro, se encuentra la casa en la que se supone vivió la Virgen María y donde el ángel Gabriel se le apareció para traerle una buena nueva llamada Jesús (Lucas 1; 26-38).
Después de examinar cada uno de los detalles de la estancia, antes de regresar de nuevo a la planta superior, quise pararme a descansar en el extremo izquierdo del cercado, donde un extraño mosaico bajo mis pies llamó poderosamente mi atención.
Los azulejos, que por alguna razón intentaban pasar desapercibidos, revelaban una leyenda en lengua griega que decía así: «Para Conón, diácono de Jerusalén». Pasados unos minutos, cuando el monje franciscano que me hacía de cicerone vino a buscarme, señalé el mosaico con el dedo y le pregunté quién era ese tal Conón del que yo jamás había oído hablar.

Con voz nerviosa y ojos agitados, el hombre me cogió por el hombro y me sacó de allí sin decir nada, lo que no hizo sino aumentar mi curiosidad, grabando en mi memoria un nombre que no tardaría en buscar nada más regresar al Hotel King David de Jerusalén. Según el hagiógrafo del siglo XVIII Alban Butler, san Conón nació en Galilea, más concretamente en Nazaret. En el año 249 d. C., habiéndose exiliado a Panfilia (Turquía), fue arrestado por las huestes del emperador Decio, que por aquel entonces acababa de proclamar un edicto de persecución contra los cristianos.
El prefecto romano le propuso hacer un sacrificio a los dioses por la salvaguarda del emperador a cambio de su vida, a lo que el santo se negó. El funcionario entonces quiso saber su nombre y su linaje, por lo que el beato le contestó: «Mi nombre es Conón y pertenezco a la familia de Cristo».
LOS SEIS HERMANOS DEL MESÍAS
Tras esta curiosa declaración, el prefecto hizo que le hincaran clavos en los pies y lo puso a correr delante de un carro tirado por caballos hasta que perdió el conocimiento, momento que aprovechó para asesinarlo vilmente. Los cristianos primitivos, para encumbrar su memoria —allá por el siglo IV o V—, elaboraron un mosaico en su honor en el mismo lugar donde se supone que habría vivido antes de mudarse a Panfilia, es decir, en Nazaret, al lado de la casa de la Virgen.
Aunque se podría argüir que, cuando Conón proclamó que pertenecía a la familia de Cristo, lo que realmente quiso decir es que profesaba la fe cristiana, esto se enfrenta con la declaración de los padres de la Iglesia Primitiva, los cuales aseguran en sus crónicas que Conón era hijo de uno de los hermanos de Jesús. Por tanto, que Conón fuese en realidad un sobrino de Cristo pudo haber puesto muy nerviosos a los mandamases de la curia romana, los cuales parecen sentirse más a gusto tratando de inculcar en las mentes de sus fieles la figura de un Jesús sufriente y solitario, acompañado únicamente por su madre en los momentos más trágicos de su vida.

Tal vez por ese motivo habrían tratado de disimular el mosaico, ocultándolo bajo el enrejado para así no tener que responder a preguntas incómodas como la mía. No obstante, y a pesar de los funestos intereses eclesiásticos, en la Biblia encontramos varias referencias a los hermanos de Cristo. Mateo, que estuvo junto a Jesús durante todo su ministerio, escribió en su evangelio el nombre de sus hermanos uno por uno: «Santiago, José, Simón y Judas»; y también se pregunta: « ¿No están todas sus hermanas con nosotros?» (13; 54-55). Hegesipo, historiador judeocristiano del siglo II, aporta además el nombre sus hermanas: Salomé y Susana.
LA GRAN MENTIRA DE LA IGLESIA
Julio Africano, que compiló su libro Crónicas allá por el año 220, llamó a los parientes de Jesús con el curioso apelativo de desposynes, y los situó sobre todo en la región de Khokhaba —Jordania—, así como en Nazaret, donde casi cincuenta años más tarde encontramos a Conón.
Tanto Hegesipo como Eusebio de Cesarea, obispo del siglo IV, relatan que el emperador Domiciano, asustado como Herodes por la llegada del Mesías, promulgó un edicto de persecución contra los descendientes del rey David, motivo por el cual muchos espías señalaron a dos de los nietos de Judas, el hermano de Jesús, por ser de linaje davídico y estar además vinculados con el Movimiento Nazareno.
Tras ser detenidos, fueron llevados inmediatamente ante el César, quien les preguntó si efectivamente eran descendientes de David, a lo que ambos afirmaron que sí. Luego les preguntó por sus bienes y fortuna. Entonces ellos, mostrando los callos de sus manos, respondieron que tan solo eran dos pobres agricultores que subsistían del duro trabajo de labrar una pequeña parcela de tierra que poseían, y que apenas si ganaban lo suficiente para vivir.
Más tarde el emperador quiso saber acerca de Cristo, qué tipo de reino era el suyo y cuándo regresaría, por lo que ellos le explicaron que el reino de los cielos no era un lugar terrenal, sino angélico, y que su tío abuelo regresaría al final de los tiempos para juzgar a vivos y a muertos, pagando a cada uno según sus obras. Menospreciándolos, Domiciano los dejó en libertad y retiró el edicto de persecución contra los descendientes de David.

Tanto los evangelios como los primeros padres de la Iglesia, con Hegesipo, Eusebio de Cesarea, Julio Africano o Tertuliano a la cabeza, no tuvieron ningún problema en considerar que Jesús tuvo hermanos, y hermanas carnales. Incluso san Pablo, el difusor del mensaje de Cristo entre los paganos, nombra a los hermanos del Mesías en sus cartas, entrevistándose al menos con uno de ellos según sus propias palabras: «Pasados tres años subí a Jerusalén… pero no vi a ninguno de los apóstoles, sino a Santiago, el hermano del Señor» (Gálatas 1; 18-19).
De hecho, la mayoría de los familiares de Jesús todavía estaban vivos cuando se redactaron estos textos, por lo que haberse atrevido a negar su existencia habría sido absurdo. Con todo, cuando las primeras generaciones de judeocristianos fueron muriendo, y con ellos los parientes del Señor, los dogmas de los nuevos doctores de la Iglesia romana vendrían a imponerse, a veces de una manera absurda y aborrecible, a la realidad histórica.
Luego de elevar a Jesús al rango de Dios en el Concilio de Nicea, del año 325, se complacieron en inventar toda clase de bulos sobre su madre. Con el dogma de la perpetua virginidad de María —implantado en el Concilio de Letrán, pero que venía defendiéndose desde los albores del siglo III—, el cual aseguraba que nunca dejó de ser virgen ni antes, ni durante, ni después del parto, tanto las palabras de los primeros narradores de la cristiandad como las de los amigos íntimos de Jesús pasaron a tener menos importancia que las elucubraciones de los posteriores papas, los cuales, huelga decir, no conocieron ni a Cristo ni a ninguno de sus apóstoles.

Inmediatamente después de que los familiares de Jesús que residían al otro lado del Jordán se pronunciaran en contra del dogma de la perpetua virginidad de María, fueron menospreciados y silenciados de forma drástica y definitiva. Epifanio de Salamina, obispo del siglo IV, arremetió contra ellos llamándolos antidicomarianos por sostener, como no podría ser de otra manera, que después de dar a luz a Jesús, María tuvo más hijos con su esposo José… No obstante, y a pesar de las críticas del defensor de la ortodoxia católica, en la Biblia no solo encontramos el nombre de los hermanos de Jesús, sino también indicios suficientes como para pensar que María tuvo más hijos carnales. En el texto de Lucas 2; 7 encontramos esta declaración: «Y María dio a luz a su hijo primogénito».
El término primogénito —rotótokos— está compuesto de dos palabras: proto, que significa primero; y tokos, que quiere decir engendrar. Por tanto, la palabra primogénito significa «primer hijo». En la cultura hebrea, ese vocablo se usaba para dar preeminencia a un vástago sobre otro. Así pues, que el evangelista lo usase en ese contexto y que capítulos más tarde (8; 19) nombre a los hermanos de Jesús, solo puede indicar que María tuvo que tener más descendencia.
De lo contrario Lucas habría utilizado la palabra unigénito —monogenés, único hijo— como hizo Juan en su Evangelio para asegurar que Jesús era el único hijo de Dios: «De tal manera quiso Dios al mundo que envió a su hijo unigénito» (3; 16).
EVIDENCIAS DEFINITIVAS
Hasta la invención de la imprenta, en 1436, y la posterior traducción de los evangelios a lengua vernácula en 1522, el pueblo no pudo contrastar lo que la Iglesia decía y hacía con lo que Jesús dijo e hizo. Empero, a mediados del siglo XVI, y a pesar de que muchos obispos prohibieron a sus feligreses que leyesen la Biblia, la gente empezó a cuestionarse algunos de los dogmas impuestos por Roma.
Por ejemplo, si María nunca conoció varón, ¿por qué leemos en Mateo 1; 25 que después del nacimiento de Jesús, san José conoció en sentido bíblico a su esposa, de la cual nacieron el resto de los hijos que se nombran en el capítulo trece de dicho Evangelio? Hay numerosos pasajes veterotestamentarios donde se utiliza la palabra «conocer» para señalar las relaciones íntimas entre marido y mujer: como cuando Adán conoció a Eva, (Génesis 4:1); o cuando Caín conoció a su mujer, la cual dio a luz a su hijo Enoc (Génesis 4:17).

Molestos por las preguntas del pueblo, desde el Vaticano se promulgó un nuevo bulo para tratar de mantener su impostura —a pesar de que, según el octavo mandamiento, se supone que no pueden mentir—, asegurando que la palabra «hermano» en griego —adelphos— no significaba hermano, sino primo o pariente cercano. Aunque Jesús y sus discípulos hablaban arameo, los cuatro evangelios y las cartas que componen el Nuevo Testamento fueron escritos en griego, idioma en el cual existen las correspondientes palabras para designar a los primos —anepsios— e incluso a los familiares cercanos —syngeneis—, por lo que la excusa de la Iglesia cae por su propio peso.
Además de esto, debemos señalar que los primeros padres de la Iglesia, para dejar patente que los desposynes eran parientes de Jesús, añadían el adjetivo «carnal» a la palabra «hermano» cada vez que se referían a ellos. De no ser por el absurdo dogma de la perpetua virginidad de María, el cual no aparece en modo alguno en la Biblia, nadie tendría ningún problema en admitir que Jesús tuvo hermanos y hermanas, como era habitual en una familia judía del siglo I.
SALOMÉ, HERMANA DE JESÚS
Siguiendo las huellas de los parientes del Señor, mi investigación me llevó al barrio armenio de Jerusalén, donde se alza la hermosa Catedral de Santiago. En el Nuevo Testamento encontramos a dos personas que responden al nombre de Santiago: una es el hijo de Zebedeo y hermano de san Juan, conocido como Santiago el Mayor; y por otra parte tenemos a quien sin duda será una de las figuras más incómodas, junto con María Magdalena, para el cristianismo romano: Santiago el Justo, hermano de Jesús.
Pasando casi desapercibida para los ojos no avisados, la catedral de los armenios se yergue tras una robusta pared que esconde un pequeño patio, donde un enrejado impide el paso de turistas y devotos fuera de las horas de culto. Detrás de las tres magníficas arcadas se descubre la puerta principal, desde la cual se puede acceder al corazón del templo.
Justamente bajo el Altar Mayor se supone que fue ejecutado Santiago Zebedeo hacia el año 47 d. C., cuya cabeza se encuentra enterrada en la nave que se asienta a mano izquierda, mientras que el resto de su cuerpo habría sido llevado a Compostela. Pero lo que más llamaba mi atención, el motivo por el que había arribado a este lugar, era para arrodillarme ante los restos de Santiago el Justo, hermano del último rey de Israel, Jesús, mi rey, cuyas reliquias se encontraban también en este lugar.
Tanto Eusebio de Cesarea como Clemente de Alejandría —siglo II— dan buena cuenta de la vida y obras de este hombre notable. Aunque sabemos que durante el comienzo de su vida pública, la familia de Jesús se mostró reacia al movimiento mesiánico que estaba fundando —Marcos 3; 21—, parece que todo esto fue cambiando a medida que Jesús iba siendo arropado cada vez por más gente. Durante Pentecostés, toda su familia ya formaba parte del núcleo duro de la Iglesia de Jerusalén.

Según Hegesipo y Eusebio de Cesarea, además de su hermana Salomé —Marcos 15; 40—, otra de las mujeres que se encontraba a los pies de la cruz junto con la Magdalena era su tía política, María, la mujer de Cleofás, hermano carnal de san José y, por tanto, tío paterno de Jesús (Juan 19; 25). Cleofás, según algunos exegetas, sería también uno de los dos hombres a los que Jesús se apareció en el camino de Emaús. Solo después de haberlo visto resucitado, Cleofás empezó a creer en él.
Con todo, y a pesar de lo que Roma intenta hacernos creer, no fue Pedro quien sucedió a Jesús en el liderazgo de la Iglesia, sino Santiago el Justo, el cual será igualmente una de las primeras personas en verlo resucitado. El compendio total de los escritos patrísticos asegura que Santiago fue elegido por los apóstoles para reemplazar a su hermano al frente del grupo que él mismo había iniciado.
Eusebio de Cesarea afirma que, al igual que Cristo, Santiago fue consagrado al Señor desde el vientre de su madre, y que solía pasarse los días enteros arrodillado en el Templo, pidiendo perdón a Dios por las ofensas de su pueblo. Su enorme piedad llamó la atención de muchos judíos, los cuales empezaron a unirse en tropel al movimiento de los Nazarenos.
El merecido protagonismo de Santiago suscitó, sin embargo, los celos del Sumo Sacerdote Ananías, quien aprovechando que el procurador Festo había fallecido y que su sucesor todavía no había tomado posesión del cargo, convocó a Santiago ante al Sanedrín para que renunciase públicamente de su hermano.
Sin embargo, aun sabiendo que su vida corría peligro, Santiago declaró a voz en grito que Jesús era verdaderamente el hijo de Dios, por lo que los sanedrines no dudarán en apedrearlo hasta arrojarlo desde el pináculo del Templo.
EL LINAJE DEL MAESTRO
Tras la muerte de Santiago se reunieron de nuevo todos los apóstoles y discípulos, así como los que tenían algún lazo de sangre con Jesús, para elegir al nuevo sucesor de Cristo. Sin embargo, tampoco será Pedro el afortunado, sino el hijo de Cleofás y primo de Jesús, Simeón, por ser éste también heredero al trono de David.

A partir de la muerte de Simeón, en el 107, y hasta el año 135, momento en que Jerusalén es convertida en una polis romana, todos los dirigentes nazarenos fueron de linaje davídico y tuvieron algún parentesco con Cristo.
Después de la refundación de Jerusalén en la nueva Aelia Capitolina, y del exilio de todos los judíos de Tierra Santa, el linaje original de Jesús, así como su auténtico mensaje, cayeron en el olvido, aprovechándose de ello los grupos fundados por Pablo alrededor del Mediterráneo —cuya sede central se fijó en Roma—, que fueron los que a partir de ese momento se dedicaron a borrar todo rastro de los hermanos de Jesús de la historia del cristianismo.
SABER MÁS
MANIOBRAS DE DESPISTE
Son llamados Evangelios Apócrifos los documentos que no fueron incluidos dentro de los libros que acabaron componiendo el Nuevo Testamento. Si bien algunos, como los textos gnósticos de Nag Hammadi, fueron excluidos por razones puramente teológicas —ya que ponían en entredicho la postura oficial de la Iglesia sobre algunas cuestiones—, otros se descartaron por pretender hacer todo lo contrario. Es decir, legitimar fraudulentamente las especulaciones que venían propagándose, sobre todo acerca de la figura de la Virgen, dentro del cristianismo romano.

Como el dogma de la perpetua virginidad de María no se sostenía, escribas católicos comenzaron a crear documentos presentando a san José como un anciano octogenario que, por una suerte de casualidades, tuvo que hacerse cargo de la joven virgen llamada María. Fruto de su anterior matrimonio, del que sin embargo no tenemos constancia hasta que aparecen libros como La historia de José el Carpintero, El Evangelio de la infancia o el Protoevangelio de Santiago, posteriores al siglo III, habrían nacido los hijos que se mencionan en los textos oficiales.
Esta maniobra de despiste, sin embargo, estaría admitiendo que Jesús realmente tuvo hermanos y hermanas —aunque los autores católicos intenten hacerlos pasar por medio hermanos—. No obstante, al no haber sido incluidos dentro del canon, y según las leyes de la misma Iglesia, los apócrifos carecen de peso doctrinal, por lo que no pueden considerarle como legítimos.
UN PRIMO DE JESÚS, EN ESPAÑA
Simeón de Jerusalén pasó 47 años dirigiendo a los fieles de Jerusalén. Algún tiempo después de la muerte de Santiago, recibió un oráculo divino en el que se le instaba a salir de la capital hebrea y dirigirse a Pella, una de las ciudades de la Decápolis, al otro lado del Jordán, con la mayor parte de los judíos nazarenos.
El vaticinio resultó del todo acertado, puesto que las tropas de Tito entrarían y destruirían Jerusalén en el año 70, asesinando a más de dos tercios de la población local y destruyendo la urbe casi por completo. El emperador Trajano, como la mayor parte de sus antecesores en el Gobierno de Roma, ordenó que se encontrara y asesinara a todos los descendientes de la Casa de David.
Después de una persecución sin tregua, las tropas imperiales lograron encontrar y crucificar al primo de Jesús hasta que exhaló su último aliento. Sus restos, según la tradición de la Iglesia, se repartieron entre Bolonia, Brindis, Bruselas y los Países Bajos.
Parte de su cráneo, según se cree, descansa en Torrelaguna, una noble villa al norte de la comunidad de Madrid, donde se alza una hermosa iglesia dedicada a María Magdalena. Juan de Gamarra, general del rey Felipe II y oriundo de la localidad, trajo hasta aquí las reliquias procedentes de Bolonia a instancias de la corona, las cuales se custodian hoy en el tesoro del templo junto a las de santa Margarita Virgen, santa Úrsula y san Julio Senador.