En el pueblo de Mogente, enclavado en la hermosa vega valenciana, de espléndida vegetación, se ven los restos de un antiguo castillo del tiempo de los árabes, y trozos de muralla en cuyo recinto debió de encerrarse la población en aquella época. Por el centro del pueblo corre el río Bosquet, seco en la época del estiaje. Este río, a la entrada del pueblo, corre encajonado entre dos altas montañas que presentan curiosos relieves grabados en la roca, posiblemente producidos por la erosión de las aguas. Cada uno de estos relieves tiene su nombre y leyenda, y es entre ellos famosa una gran escala de gigantescos peldaños que, labrados en la roca viva, se remontan hasta la cima de la montaña, y que los aldeanos conocen con el nombre de la escala de la Doncella.
En la época del emirato árabe, en los turbulentos tiempos del segundo Abdalazis, era señor de Mogente un árabe ilustre. Guerrero valeroso, hábil gobernante, gran aficionado a la literatura, poeta y amante de la naturaleza, pasaba largas temporadas en el campo, descansando de los asuntos de su gobierno. Se llamaba Mohamed Ben Abderramán Ben Tahir.
Ben Tahir vivía con su hija, una maravillosa doncella, más hermosa que las estrellas y sólo comparable a las huríes del paraíso. Tenía reconcentrados en ella todos sus afectos y constituía para él su más legítimo orgullo.
El noble árabe se preocupó de cultivar, desde niña, la inteligencia de su hija, encargando de su educación al más sabio de su tiempo, al cual, cautivo en África por los almohades, hubo de rescatar mediante una cuantiosa suma.
La exquisita doncella se llamaba Flor de los Jardines; había heredado de su padre la afición a la naturaleza, y para complacerla, mandó construir Mohamed una avanzada torre que, unida al palacio por un pasadizo, se levantaba como soberbia atalaya, al borde del arroyo.
Allí pasaba la doncella largas horas, queriendo descifrar aquellos enigmáticos relieves grabados en la roca o contemplando el majestuoso paisaje, mientras el sabio profesor le iba enseñando sus vastos conocimientos en las ciencias y letras; la inició también en las ciencias ocultas y la hizo penetrar en los secretos de la magia, llegando a ser una mujer de cultivado espíritu y de exquisita sensibilidad artística, que, en unión de sus maravillosas perfecciones físicas, la convertían en un ser privilegiado. El padre complacíase contemplando a su hija. Pero, a pesar de todos sus desvelos y cuidados, la hija no era feliz; su mirada reflejaba una profunda melancolía, sin que la alegrasen las valiosas joyas con que la obsequiaba su progenitor ni los lujosos atavíos con los que hacía resaltar su belleza. Siempre en actitud soñadora, parecía contemplar el paisaje.
Trató de distraerla Ben Tahir llevándola a las suntuosas cortes de Andalucía, donde deslumbraba con su hermosura a los árabes más ilustres, que la solicitaban por esposa; mas ella los rechazaba a todos y sólo deseaba volver a la torre y vivir en completa abstracción.
También el viejo maestro estaba taciturno y sombrío, y el buen árabe, que se desvivía por averiguar la causa de aquellas tristezas, se decidió a preguntárselo al sabio preceptor, que le dijo: «Tu hija ha llegado a una edad en que siente un vacío en su corazón, más difícil de llenar, cuanto mayor es su inteligencia. Ella no puede ser dichosa con la felicidad de las otras jóvenes. Sabe tanto como los hombres más sabios y tiene más poder que los príncipes; su ideal no existe en la tierra. En cuanto a mí, estoy triste porque mi vida se agota y quisiera terminar mis días en mi patria, y os pido, pues, licencia para irme a morir allí».
El árabe nada decidió hasta consultar con su hija.
Pero ésta le pidió que no le dejara marchar, porque su educación no estaba aún terminada: le faltaba que le revelara su maestro un gran secreto, con el que sería feliz.
Ben Tahir amenazó al árabe con la prisión o la muerte si no revelaba a su hija aquel misterio que tanto deseaba conocer. Y el maestro accedió, diciendo: «Tu hija ha descubierto la existencia de un palacio encantado, de maravillosas riquezas, a cuya entrada conduce la misteriosa escala; pero como ésta no fue hecha para mortales, no se puede subir por ella. Yo conozco otra entrada al palacio; pero tan peligrosa, que es fácil que se quede allí para siempre, sin poder salir y sufriendo un encantamiento que le durarla toda la eternidad».
Ben Tahir exigió al sabio que condujera a su hija y a él al interior del maravilloso palacio, haciéndole responsable de todos los riesgos que corrieran, y en caso de salvarse el mago sólo, sería cortada su cabeza por los fieles servidores del señor árabe.
Concertaron la visita al palacio para aquella misma noche, al primer canto del gallo, y antes de la hora señalada estaban ya los tres personajes al pie de la escala.
Al llegar el momento crítico, el sabio encendió una linterna y, sacando un viejo libro, leyó en alta voz unos conjuros. Al terminar la primera página, oyóse un estruendo en las entrañas de la tierra, y el viejo siguió impasible leyendo, mientras el árabe y su hija se miraban sobresaltados. Al terminar la segunda página del libro se repitió el mismo ruido, pero más fuerte y prolongado, y el padre y la doncella observaron una profunda grieta abierta en la montaña. Siguió la lectura, y al final de la tercera página se rompió la mole de piedra y lentamente fueron separándose las dos partes y quedó una entrada por la que se veía el interior del palacio, iluminado por bellos resplandores que se reflejaban en las columnas de esmeralda y muros de piedras preciosas. El anciano tocó un silbato, y a esta señal se lanzaron en el interior el padre y la hija, mientras el sabio continuó su mágica lectura. Al cabo de una hora volvió a tocar el silbato y salieron del palacio los dos visitantes, reuniéndose con el mago, mientras detrás de ellos, con el sordo rugido, como de un volcán, se cerraba la montaña.
Grandes maravillas debieron de contemplar allí los árabes, porque, radiantes de felicidad, volvieron a su alcázar, y en agradecimiento al maestro, le concedieron la libertad para volver a su tierra, con la única condición de que dejase a la doncella el libro que abría el palacio de las hadas.
Pasaron varios años de suprema dicha para Flor de los Jardines y su padre. Hasta un terrible día en que con gran agitación se buscaba por el palacio a la doncella. Ben Tahir lloraba desgarradoramente la desaparición de su hija amada. Sus esclavas sólo sabían que, acompañada por un siervo, había salido a medianoche, mandando a éste que la esperara al pie de la escala hasta que ella volviera. Más estuvo aguardando en vano varias horas, y su señora no volvió.
El padre, al oírlo, corrió como un loco a la montaña, y a grandes gritos empezó a llamar a su hija. En el centro de la tierra se oía el lastimero quejido de Flor de los Jardines, que había quedado prisionera en el interior del palacio encantado.
Desesperado, el padre mandó a los criados que fueran a demoler la montaña, y todos cavaban con ardor febril para libertar a la doncella mora, cuyos lamentos los enardecían para trabajar más aprisa; mas tropezaban siempre con roca maciza, sin encontrar el menor hueco en el interior de la montaña, hasta caer desalentados y rendidos por la fatiga. Sin embargo, continuaban los tristes quejidos de la cautiva.
El padre, pensando que sólo el sabio podría salvarla, marchó en su busca a África, y llegó hasta Mequínez donde encontró al viejo maestro, que yacía enfermo en su lecho de muerte. A toda prisa explicó el afligido padre su desventura; pero el moribundo nada podía hacer por ella y persuadió al padre de que su hija permanecería encantada hasta la consumación de los siglos, y el maestro expiró.
El padre, con el corazón desgarrado ante el fracaso de su viaje, murió de pena al día siguiente.
Flor de los jardines continuó sus angustiosos lamentos, atrayendo a los habitantes de aquellas aldeas, que a medianoche acudían a escucharla, conmovidos.
Cada cien años aparece lujosamente ataviada, descendiendo, majestuosa, por la escala, en espera de algún mortal que llegue a desencantarla. Son muchos los habitantes de aquel país que la han visto, sin que hasta ahora haya llegado el feliz mortal que, librándola de su encantamiento, pueda poseerla.