En el siglo XII, Alfonso, emperador de Castilla, sostenía reñidas batallas contra el rey moro de Granada.
El conde de Barcelona acudió en su ayuda, fletando naves catalanas y genovesas.
Era almirante de las primeras Galcerán Guerao de Pinós. En su afán de victorias, se adentró demasiado en el territorio ocupado por los moros y cayó prisionero.
Sus padres, los señores de Bagá, estaban desesperados.
El conde de Barcelona se puso en tratos con el rey de Granada para ver qué rescate pedía por el almirante Galcerán.
El rey de Granada, enfurecido a la sazón por la pérdida de Almería, pidió un rescate exorbitante: cien mil doblas, cien caballos blancos, cien vacas bragadas, cien paños de oro de Taurin y, lo que era peor que todo lo demás, cien doncellas.
Los señores de Bagá se horrorizaron ante la última condición y declararon que, a pesar del mucho dolor que les causaba tener a su hijo cautivo de los moros, no podían consentir, para que les fuera devuelto su hijo, que tantos padres sufrieran el dolor de ver perdidas para siempre a sus hijas.
No obstante, fueron muchos los deudos de los poderosos señores que opinaron que el pueblo debía sacrificarse, ya que el almirante representaba una gran ayuda para la cristiandad. El que tuviera cuatro hijas, debía entregar dos; el que tuviera dos, daría una, y el que sólo tuviera una, sería sorteado con otro que también tuviera una sola.
Recogieron, por fin, todo cuanto el poderoso rey moro de Granada exigía y partieron, para embarcar, hacia la playa de Salou.
Entretanto, Galcerán Guerao de Pinós estaba encerrado en una mazmorra inmunda, allá en Granada, sufriendo todos los horrores de la esclavitud. Con él se hallaba también el señor de Sull.
Varias veces habían intentado evadirse, sin conseguirlo. Otras tantas quisieron sobornar a sus guardianes, y tampoco tuvieron éxito.
Galcerán, que era el más joven de los dos, soñaba constantemente con su casa de Bagá, sus salones, sus jardines y su capilla. El recuerdo de ésta trajo a su mente el pensamiento de encomendarse a san Esteban, el patrón de su casa.
Rezó con gran fervor, encomendando al santo su salvación. Terminados sus rezos, los cautivos vieron cómo se abría en silencio la puerta de su mazmorra y aparecía un hombre que se acercó a Galcerán y le tomó por la mano, llevándoselo hacia afuera.
El almirante, siempre cortés, paróse en la puerta, indicando con la mirada al señor de Sull, que se quedaba muy apenado. Entonces el santo habló, para decirle que se encomendara él también a su santo patrón.
Hízolo así el de Sull, rezando con no menos fervor a san Dionisio, el cual no dejó de acudir, libertando también al caballero. Ambos se pusieron en camino, a medianoche, y con gran sorpresa suya se encontraron con que al clarear el día habían llegado a Tarragona.
Continuando por el camino de Bagá, vieron de pronto, en la playa de Salou, una gran aglomeración de gente. Eran las doncellas que iban a embarcar para entregarse, como rescate, al rey de Granada.
Todos celebraron con gran júbilo la liberación del almirante, y cuando, más tarde, Valencia fue libertada, el almirante mandó levantar la iglesia de San Esteban, de aquella capital, en acción de gracias.