En la época en que el rey Salomón se consagró a la construcción del templo de Jerusalén, empleando en él todas sus riquezas y tesoros, sus naves surcaron los mares en busca de más riquezas. Salomón tenía gran amistad con Hiram, rey de los tirios, y le suplicó que le dejase cortar en el monte Líbano maderas preciosas para el embellecimiento de la casa de Dios. El rey Hiram se lo concedió, y Salomón envió a sus montes legiones de obreros especializados en la corta, para aprovisionarse de las maderas, que habían de ser transportadas a Jerusalén y destinadas a la edificación del templo. Mandó, al frente de esta misión, a su tesorero Adon Hiram, hijo de Abda y hombre de toda su confianza, muy experto en los asuntos económicos.
Pero, soñando Salomón con más tesoros para invertir en la edificación del suntuoso templo, pensó en España cuya fama de poseer fabulosas riquezas era ya proverbial, especialmente la ciudad de Sagunto, cuyo puerto se veía frecuentado por las naves de todos los países, que llegaban dispuestas a cargar ricas mercancías. Habitaban en esta ciudad numerosas familias hebreas, que mantenían asiduas relaciones con sus hermanos de Palestina y pagaban tributos al rey de Israel. Y Salomón envió sus naves con Adon Hiram a Sagunto para recaudar fondos que debía invertir en el templo.
Cada tres años arribaban a las costas levantinas las naves del rey Salomón, y con ellas Adon, para cobrar los tributos que los judíos establecidos allí habían de pagar a Salomón como vasallos suyos. Los judíos atendían a Adon como digno representante del sabio y poderoso rey, y le hacían presidir sus reuniones secretas y sus ritos. Después, los más ancianos se encargaban de la recaudación, pidiendo a las familias que aportasen cuantas riquezas pudieran. Pero habiendo parecido mezquina a Adon la cantidad recibida, exigió que se aumentase, o de lo contrario no podría admitir aquella exigua renta. Los judíos hicieron aún un esfuerzo y aumentaron el tributo; mas la cantidad tampoco satisfizo a Adon, y pidió que le entregasen por adelantado el tributo venidero. Se resistían los judíos, alegando que ya habían entregado todas sus reservas de oro y piedras preciosas. Sin embargo, el tesorero de Salomón tomó la decisión de no partir si no se aumentaba aquella cantidad; de lo contrario, caerían en el enojo de Salomón, que los separaría de su grey, y él, por su parte, se encargaría de denunciarles a las autoridades de Sagunto como una secta secreta peligrosa, que se enriquecía en la sombra.
Alarmados, los judíos se sometieron a las exigencias de Adon y le prometieron llevar al día siguiente hasta la más pequeña joya que adornara a sus hijas, para que las transportase a Jerusalén.
Adon se retiró, complacido de la oferta y marchó a su alojamiento. Después de haber cenado, se acostó, quedando tan profundamente dormido, que no volvió a despertarse jamás. Con su cena, había injerido un veneno que una mano judía había mezclado en sus manjares.
Al otro día, al extenderse la noticia de su insospechada muerte, todos los judíos de Sagunto derramaban abundantes lágrimas, demostrando su profundo dolor. Le hicieron suntuosas honras fúnebres, depositaron su cadáver en la puerta del antiguo castillo, y pusieron sobre la losa sepulcral esta inscripción:
ÉSTE ES EL SEPULCRO DE ADON HIRAM,
CRIADO DE SALOMÓN, QUE LLEGÓ HASTA AQUÍ
PARA COBRARLE LOS TRIBUTOS