La Mariquiña era de una aldea del ayuntamiento de Villar de Santos, en la Limia. Hay allí, por encima de la parroquia de Parada de Outeiro, un monte lleno de maravillas: el monte Das Cantariñas. Entre otras formas raras de granito erosionado, hay un penedo ovoide, excavado por dentro de modo que se puede uno sentar cómodamente en el hueco, como en un confesonario, y hasta tiene una ventanilla lateral: aquello se llama el Peinador de la Reina. Como es natural, de una reina mora; porque allí habitan los moros. En las mañanas serenas, entre el rayar el alba y la salida del sol, sacan las moras sus tesoros a asoellar; es decir, a que les dé la luz, Y los caminantes solitarios que se dirigen a Allariz, a Ginzo o a la veiga —o sea la llanura— pueden verlas; pero suelen desaparecer cuando se acercan. La Mariquiña era hija única de una viuda, y llevaba todos los días al monte Das Cantariñas una vaca de leche, un par de ovejas y una cabra. Un día vio sentada en una piedra a una vieja muy vieja que la llamó por su nombre.
La Mariquiña se sorprendió al ver que la llamaba así una desconocida; pero como era muy buena, por respeto a la vieja, se acercó. La vieja le pidió que le catase los piojos. La Mariquiña se los cató, y la vieja quedó muy contenta. Luego se le antojó una cunca de leche, y la Mariquiña se la dio. Entonces la vieja le pidió el pañuelo y se metió con él entre las rocas del monte, y a poco volvió a salir con el pañuelo lleno de una cosa, se lo entregó a la niña y le dijo:
—Toma, para ti; pero no lo mires hasta llegar a casa, y después, por mucho que te pregunten, no digas nada a nadie de quién te lo dio, ni digas que me viste; vuelve por aquí todos los días y te daré otro regalo igual.
La Mariquiña marchó a su casa con el ganado. La curiosidad propia de los niños le hacía tantear el pañuelo por fuera; pero no se atrevió a abrirlo. Por fuera parecían piedras. Cuando llegó a casa y lo abrió, eran monedas de oro.
Como se comprende, la madre de la rapaza se alegró muchísimo; pero entró en tal curiosidad, que la acosó a preguntas. Mariquiña fue fiel y no dijo nada.
Al otro día volvió al monte Das Cantariñas y encontró a la vieja, que la esperaba. Era una mañana fresca, y cuando estaba catando los piojos a la vieja, a la Mariquiña le dio tos. Entonces la vieja le dijo:
—Tose para otro lado, no me vayas a escupir en la cabeza, que entonces me vuelvo cristiana.
Mariquiña comprendió entonces que la vieja era una mora del monte, acaso la reina que se peinaba en el Peinador, o que se peinó cuando era joven y hermosa, y que temía ser bautizada por la saliva de una cristiana.
Después de haber bebido una taza de leche, la mora entregó a la rapaza otra vez el pañuelo lleno de piedras, que al llegar a casa se volvieron monedas de oro.
Así pasaron muchos días, hasta que la madre, cada vez más intrigada, la apretó tanto con sus preguntas, insistió de tal manera y le dijo tales cosas, que la pobre Mariquiña, por no ser desobediente, le contó todo.
Y a la mañana siguiente marchó, como siempre, con el ganado al monte Das Cantariñas; pero no volvió.
La vaca y las ovejas, y la cabra, como tenían por costumbre, volvieron; pero la niña no apareció.
La madre, loca de temor, preguntó a todos los muchachos que iban por allí con el ganado, preguntó a todos los vecinos, a todos los que pasaban por el camino: nadie le daba razón. Desolada, se fue al monte Das Cantariñas y buscó por todas partes, sin hallar ni rastro. Comenzó a llamar a grandes voces por su hija:
—¡Mariquiña! ¡Ay Mariquiña!
Nadie respondía. Por fin, se fue acercando a los penedos, donde su hija solía encontrar a la vieja mora. Toda angustiada, llamó:
—¡Mariquiña! ¡Ay Mariquiña!
De los penedos salió una voz que le respondió:
¡A Mariquiña, por lengoreteira,
está na miña barriga,
fritida con alio e manteiga!