En el año 1209, reinando en España Alfonso VIII, tenían los reyes su residencia en la imperial Toledo, fijada allí desde la conquista de esta ciudad por Alfonso VI.
Las continuas guerras sostenidas en aquella época contra los moros, en las que tan eficazmente habían ayudado los nobles, les dio a éstos gran preponderancia, convirtiéndolos en verdaderos reyes de sus dominios. Pero aprovechaban esta independencia para vivir en continuas guerras unos con otros, asolando las comarcas y atropellando los derechos reales.
Uno de los más poderosos nobles era el infanzón don Pedro Albar, cuyo fuerte castillo, de negras murallas y altas torres, se levantaba en la provincia de La Coruña, en la comarca de Grijoa, dominando toda la vertiente del Tambre, cuyas tierras se extendían por aquel accidentado y montañoso país hasta Puente Albar.
Uno de sus pecheros era Blas Pérez, honrado y trabajador colono, que tenía una hija llamada Marcela, de exuberante juventud y espléndida hermosura, en cuyos atractivos andaban prendidos todos los mozos de la comarca.
Recorría un día sus dominios aquel señor de horca y cuchillo, cuando encontró en el campo aquella fragante flor llamada Marcela, que atrajo sus codiciosas miradas, y, deseando poseerla, se acercó a ella y murmuró a su oído engañosas palabras, mientras con sus fuertes brazos rodeaba el esbelto talle de la aldeana. Ruborosa, pudo soltarse de él y huyó con ligereza, escondiéndose entre la vegetación del monte; pasado un rato, corrió a su cabaña y, alarmada, contó a su padre el fatal encuentro con el señor, que podía traerle tan graves consecuencias.
El padre, que conocía el malvado corazón de don Pedro, tembló al oírla y dispuso que Marcela partiera inmediatamente de allí, poniéndose a salvo de los desordenados apetitos del señor feudal. Recogieron en unos sacos las ropas y algunos utensilios necesarios, y cuando se disponían a salir, vieron que llegaban a la cabaña unos jinetes, que eran don Pedro y sus hombres de armas. Blas intentó encerrarse en su casa e impedirles el paso, para defender a su hija; pero de nada sirvieron sus esfuerzos, porque fue derribada la puerta, y después de maltratarlo hasta dejarlo sin sentido, se apoderaron de la muchacha; colocándola en el arzón del caballo de don Pedro, partió con ella veloz, perdiéndose en la lejanía los desgarradores gritos de la doncella.
Transcurrieron dos meses sin que los vecinos lograsen averiguar el paradero de Blas y su hija. Una tarde de invierno, se deslizaba con gran cautela una sombra humana por el bosque que rodeaba el castillo, como huyendo de los centinelas. De repente, en lo alto de la muralla apareció una silueta, que gritó: «¡Blas, tu hija descansa ya en el cielo!».
El hombre, al oírlo, sintió que se le iba la vida, y cayó desfallecido.
No pudo luego precisar el número de horas que permaneció privado de conocimiento; sólo supo que cuando volvió en sí había amanecido, y que, lleno de coraje y sediento de venganza, se levantó y echó a andar a través del bosque, deteniéndose sólo unos minutos en las cabañas para alimentarse gracias a la caridad de los pastores, o para pasar las noches al raso. Atravesó valles y llanuras, escaló cumbres y caminó sin descanso. Al cabo de muchas jornadas, llegó a Toledo y presentóse ante los centinelas del regio Alcázar solicitando audiencia del rey para pedir justicia. Los soldados, al verle cubierto con aquellos harapos y los pies llagados y sangrando, no querían dejarle pasar ni hacerle caso. Pero ante su insistencia, tuvieron que acudir al monarca, que no sólo le recibió, sino que le alojó en palacio, y después de escucharle todo su relato, le prometió hacer justicia en la persona de aquel noble cruel.
Pasados unos días, por el camino de Compostela marchaban numerosos guerreros a las órdenes de su jefe, que vestía impecable hábito blanco de Santiago, con la cruz roja al pecho. Cuando la tarde languidecía y la ciudad parecía bañada en oro, entraba por la puerta de Faxeira el brillante escuadrón, en dirección al palacio episcopal. Ya antes se había adelantado un guerrero a anunciar al prelado la llegada. El arzobispo don Pedro Suárez de Deza bajó con todos sus pajes, familiares y hombres de armas a esperar cortésmente a su señor. Éste, que era su majestad Alfonso VIII, le descubrió el objeto de su expedición, que era castigar los desmanes de don Pedro Albar y hacer justicia a su vasallo Blas.
Al amanecer del siguiente día partieron de la explanada del palacio arzobispal, vestidos de ricas armaduras y jinetes en soberbios caballos, el rey de Castilla y el arzobispo de Compostela, seguidos de gran número de guerreros, hacia el burgo de Grijoa, para sitiar el castillo de Albar. Se adelantaron los heraldos hasta las murallas para pedir que se franqueasen las puertas al soberano de España, que iba a imponer su justicia. Tres veces repitió el heraldo su mensaje, y las tres fueron seguidas de un silencio absoluto. Volvieron los mensajeros a dar cuenta a su rey, y éste, ante la actitud del noble, dio orden de atacar el castillo. Sus defensores se resistían tenazmente y arrojaban desde las almenas sobre los soldados pez derretida, aceite hirviendo y enormes piedras que causaban numerosas bajas. Pero pronto eran sustituidas por las fuerzas de reserva. Por fin, los asaltantes lograron derribar la puerta, y por ella entraron en tromba y, después de una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo, se apoderaron del castillo.
Se buscó en seguida a don Pedro, mas ni vivo ni muerto se le encontraba. Después de recorrer todas las dependencias del castillo, un soldado descubrió una poterna, por la que entraron, y, atravesando un subterráneo, llegaron a un bosque vecino, donde hallaron al fugitivo, que desde un alto peñasco se defendía. Con gran agilidad se deslizó por aquellos riscos, escondiéndose en una guarida, y de nuevo los soldados recorrían el bosque, buscándole como a una fiera. Por fin le dieron caza, y rápidamente se reunió el consejo, formado por el rey, el arzobispo y los oficiales, que le condenó a la horca. Y el nuevo día le halló colgado de un roble por una soga de cuero. En castigo a su rebeldía, el rey mandó romper su escudo y demoler su castillo, que fue destruido y cegados los fosos e incendiado, no quedando para las generaciones venideras otro recuerdo que la justicia del rey Alfonso VIII y el nombre de Puente Albar, sobre el Tambre.