Era por el tiempo en que Jesucristo, san Juan, san Pedro y san Jaime andaban por el mundo. Iban por los caminos cercados de altas mieses, pues era el tiempo en que los trigos están maduros y son segados. Cristo y sus santos llegaron a una masía, golpearon la puerta y preguntaron si había trabajo para cuatro segadores. La masovera les contestó que sí; que, a Dios gracias, la cosecha se presentaba buena y que necesitaban más segadores. Y dando a cada uno una hoz, los llevó a los trigales. Las espigas, altas y maduras, dejaban caer sus cabezas. A lo lejos se veían cuadrillas, que avanzaban segando y atando. La masovera dejó allí a los cuatro y se volvió a la casa. Al mediodía fue de nuevo, para llevarles la comida, y vio que aún no habían segado ni una espiga. Y cuando regresó a la masía, le dijo a su marido: «Esos cuatro segadores que tomé por la mañana, aún no han empezado a trabajar».
Y el masovero, que era un buen hombre, contestó: «No te importe; han venido andando y, sin duda, están cansados del largo camino».
Al atardecer, quiso él mismo ir a ver lo que hacían sus segadores, y cuando llegó adonde estaban Cristo y los tres santos, se quedó maravillado: todo el trigo estaba segado, y las gavillas hechas y agrupadas. Era que Jesucristo había dado un solo golpe de hoz, y todo se había hecho tal como había visto el masovero.
A la mañana siguiente, los santos segadores se despidieron de los dueños de la casa. Éstos les pagaron la soldada, y en muestra de agradecimiento les regalaron un cordero.
Siguieron el camino; llegada la hora del mediodía, encontraron un arroyo con una floresta que convidaba a descansar de la caminata y a guarecerse de los ardientes rayos del sol. Jesús dijo a san Pedro: «Pedro, enciende el fuego y asa el cordero, para que lo comamos».
San Pedro desolló al cordero, lo partió en trozos y empezó a asarlo. Sentía un gran apetito y no pudo dominar la tentación de coger un pedazo; eligió el hígado, que le gustaba mucho. Después llevó la comida a los otros. Comenzaron a comer, y Jesús advirtió la falta del hígado. Preguntó: « ¿Es que este cordero no tenía hígado?». Y san Pedro, disimulando y bajando la cabeza, contestó: «No me he dado cuenta de si lo tenía o no; no lo he encontrado, al menos…». Jesús, aun sabiendo lo sucedido, no dijo nada, y concluyó: «Pues si es así, vamos a comer». Y comieron.
Después de haber comido, Jesús cogió el dinero que les habían dado en la masía, y propuso: «Vamos a repartirnos el dinero». E hizo cinco partes. San Pedro, extrañado, preguntó que para quién era la quinta parte, pues ellos eran solamente cuatro. Y el Señor contestó: «La quinta es para el que se comió el hígado del cordero». Y san Pedro, codicioso, exclamó: «Entonces será para mí». Jesús rió, bondadoso, y repuso, sencillamente: « ¡Pedro, Pedro: el octavo, no mentirás!».
Y después se tendió para dormir un rato la siesta, siendo imitado por los compañeros.
Despertaron cuando el día iba ya pasando, y notaron la falta de san Pedro. Éste, mientras Jesús y los demás dormían, se había levantado y había ido a una masía cercana. Allí había prometido al dueño segar una gran cantidad de trigo. Recordaba lo sucedido el día anterior, y quería hacer igual. Llegó al trigal, cogió la hoz y dio un golpe en la mies; pero sólo cayó una espiga. De nuevo cogió la hoz y quiso hacer lo mismo; pero sólo cayeron las espigas del manojo que había cogido. En estos esfuerzos inútiles iba pasando el tiempo; vio que atardecía, y comprendió que no iba a cumplir lo prometido. Temió el castigo del dueño, o al menos sus burlas, al ver lo escaso de su trabajo y lo mal segadas que estaban las mieses. Entonces salió corriendo adonde estaba Jesús, y le dijo, balbuceando: « ¡Señor, Señor! Estoy en un gran aprieto…». Jesús se levantó, le pidió que le llevara al campo de trigo y, una vez allí, tocó el trigo con su mano y todo quedó segado y agavillado. Y san Pedro se sintió confuso y avergonzado.
A la mañana siguiente llegaron a otra masía. Allí pidieron trabajo, y les dijeron que segasen cebada. Fueron al campo en que habían de segar, y comenzaron la faena. Nuestro Señor era el que adelantaba más, segando y agavillando sin esfuerzo. San Juan y san Jaime ponían todo su esfuerzo en hacerlo bien y trabajaban con energía. Pero san Pedro, que quería conseguir tanto como Jesucristo, no hizo sino estropear lo que segaba. Cuando el amo venía, san Pedro rogó al Señor que le ayudara. Y el Señor, sonriendo dulcemente, tocó la parte de san Pedro, y todo quedó al punto segado.
El dueño, cuando llegó, se admiró mucho del gran trabajo realizado y recompensó con mano generosa a los santos segadores.
Después siguieron recorriendo el país. Una vez se encontraron con que el camino que llevaban estaba cortado por un ancho río, sin que hubiera ni puente ni barca para pasarlo. Nuestro Señor cogió su manto, lo extendió y, subiendo encima, ordenó a sus compañeros que hicieran lo mismo. Y pasaron a la otra orilla sin peligro.
Por la tarde tuvieron que pasar otro río. Y san Pedro, queriendo hacer lo mismo que Nuestro Señor, cogió la capa, la extendió encima del agua y se puso encima de ella, impulsándose hacia dentro de la corriente. Pero pronto la capa, anegada, empezó a hundirse, y san Pedro, viendo que iba a perecer ahogado, empezó a implorar ayuda a Jesucristo: « ¡Señor, Señor! ¡Perdonadme, salvadme, que voy a perecer!».
Nuestro Señor, compadecido, extendió la mano, y las aguas detuvieron su curso. San Pedro pudo salir del agua completamente seco, como si no hubiera estado dentro del río.
Después Nuestro Señor le dijo: « ¡Pedro, Pedro! En tres ocasiones has confiado sólo en tus fuerzas, y esas tres veces han sido peligrosas para ti y has tenido que pedir el auxilio divino. Piensa que por encima de las fuerzas humanas está la voluntad de Aquel que todo lo dispone y ordena». Y continuaron el camino.
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