Una ilustre dama, acompañada de otras fieles devotas, emprendieron una peregrinación al santuario de Montserrat, para postrarse ante la venerada imagen de la Virgen, en cumplimiento de un voto, unas, y otras en demanda de divinas mercedes. Llegaron a un hermoso paraje de verdes praderas, que invitaban a descansar. Había allí un manantial de aguas puras y cristalinas donde aplacar su sed. Hicieron, por ello, un alto en la marcha, y se quedaron a comer junto a aquella fuente, disfrutando del bello paisaje y del delicioso ambiente de paz y bienestar que se respiraba.
No habían terminado aún de comer, para satisfacer el hambre que se les abriera en la larga jornada del camino, cuando vieron a lo lejos una patrulla de jinetes que venía al galope hacia ellas. Algunas se alarmaron, pensando que pudieran ser bandoleros, como, en efecto, lo eran: tratábase de la famosa partida del bandido Raimundo, que tenía su guarida en aquellos escarpados riscos y asolaba a toda la comarca con sus robos y las fechorías que cometía con todos los caminantes que transitaban por aquellos caminos, sin que se hubiera logrado cogerlos, a pesar de las numerosas batidas que contra ellos se dieron.
Los bandidos cayeron sobre las asustadas peregrinas, se apoderaron de todo su dinero y alhajas, sin dejarles nada de cuanto llevaban de algún valor. La ilustre dama que organizara la peregrinación, después de ser ella también robada, llegó con sus acompañantes, todas tristes y abatidas, al santuario, y allí, a grandes gritos, ante la Virgen, se lamentaban del robo y del ultraje de que habían sido víctimas y, postradas de hinojos ante la excelsa Señora, pedían justicia por aquella vileza.
Los frailes, que oyeron los ayes y lamentos, salieron a enterarse de lo que ocurría, y al saber el motivo de sus tristes quejas, el prior del monasterio, encendido de coraje, montó en el caballo más veloz que tenía y partió al galope en busca de los bandoleros, una vez se hubo orientado por la dama del sitio donde podría encontrar a la partida. Se dirigió apresuradamente a la fuente, y allí halló a los ladrones, maltrechos y derrotados, unos ciegos y otros que no se sostenían en pie. Vio el prior cómo uno de los malhechores cogía una pata de gallina que había dentro de una empanada y con gran ansia se la llevaba a la boca, para devorarla; pero se quedó atragantado con ella, porque el hueso se le atravesó en la garganta y no podía sacarlo ni tragarlo, pues lo tenía clavado; y así quedó mudo, sin poder articular palabra, lanzando sólo angustiosos gemidos, y ciego, además, en justo castigo a sus maldades.
El prior galopó de vuelta hasta sus frailes, dándoles orden de que llevaran unas acémilas para cargar sobre ellas a los ladrones, trasladarlos al santuario y dejarlos ante el altar, para que Dios los juzgase según su voluntad, castigándolos, si lo merecían, a morir allí, o salvándolos por su gran misericordia.
Mientras tanto, todos los frailes del santuario y los peregrinos hicieron rogativas al Altísimo y a Santa María por la conversión de aquellos malos hombres.
Pronto fueron llevados ante el altar del santuario y dejados bajo la providencia divina. Los ladrones sintieron que se les abrían los ojos y se les curaban todas sus dolencias de cuerpo y de alma, y, arrepentidos de veras de sus crímenes, contritos pidieron perdón al Señor, jurando solemnemente no volver jamás a robar a los cristianos y apartarse de aquella vida de maldad para consagrarse exclusivamente a servir a Dios, haciendo penitencia en expiación de sus culpas.
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