Dos jóvenes estudiantes, Juan de Nea y Tomás de Zarzana, volvían de Barcelona, donde habían cursado sus estudios, a su pueblo natal. Al pasar por Badalona, se pararon a descansar en el hermoso lugar en que estuvo después instalada la cartuja de Montalegre y donde hoy se conservan todavía sus ruinas.
Se sentaron y contemplaron el paisaje, que en aquel sitio es una maravilla. El llamado Tomás de Zarzana dijo que cuando llegara a ser papa fundaría en aquel paraje una cartuja, ya que le parecía un panorama ideal para el rezo y la meditación. Juan de Nea se echó a reír y contestó que él se haría monje de aquella cartuja.
Se separaron los compañeros y pasaron los años. Un día, Juan de Nea, que estaba de monje en Porta Celi, de Valencia, recibió un aviso del Papa de Roma conminándole a que se presentara en el Vaticano. Aturdido el humilde monje por la importancia de aquel llamamiento, se apresuró a hacer sus preparativos y partió para la ciudad santa. Le recibió inmediatamente el Sumo Pontífice, y Juan de Nea tuvo la sorpresa de ver allí, en el palacio del Vaticano, convertido en soberano de la cristiandad, a su amigo Tomás de Zarzana, que era a la sazón Nicolás V.
El Papa recordó entonces a Juan de Nea la promesa que ambos hicieron cuando, una tarde, al volver de Barcelona, terminados sus estudios, se habían sentado en las afueras de Badalona. Había llegado el momento de cumplir la promesa.
Pocos días después, Juan de Nea partía hacia España, nombrado nuncio apostólico de Su Santidad en la Corona de Aragón, como embajador del Padre santo, y con plenos poderes para fundar una cartuja en Montalegre, en las cercanías de Badalona, y gastar en ella lo que fuere necesario, de las rentas apostólicas.
Reinaba en aquel momento doña María, por ausencia de su esposo don Alfonso V el Magnánimo, y le dio toda clase de facilidades para que pudiera cumplir su propósito.
Tal es, según se cuenta por aquella comarca, el origen de la célebre cartuja de Montalegre.
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