Entre labradores y viandantes, el nombre de Ferreol era temido sobre todas las cosas. Muchas noches de tormenta, cuando el agua bate con furia las hojas de los robles y las alimañas se agazapan en sus cuevas, el bandido Ferreol y los hombres de su partida velaban prestos a arrojarse sobre cualquier infeliz para arrebatarle la bolsa y quizá dejarlo tendido sin vida en un matorral. Por toda la comarca se narraban las nuevas de las fechorías que llevaban el terror a todos los que tenían que pasar por los montes y bosques que eran lugares preferidos de Ferreol y su partida.
Un día, cuando ya el sol se había ocultado y el crepúsculo había llenado de sombras los senderos de la montaña, un pobre fraile caminaba de prisa. Iba rezando sus horas y, abstraído en ello, no advirtió la aparición de dos hombres en medio del camino. Éstos pararon al buen religioso, diciéndole: « ¡Eh, hermano, suelte la bolsa!». El fraile, sorprendido, les contestó que no llevaba sino lo puesto. Y entonces, los bandidos, que tales eran, lo condujeron con los ojos vendados a la cueva donde la partida estaba reunida. Ferreol, sentado junto al fuego, entreteníase en afilar con gran cuidado su daga.
Los forajidos lleváronse gran sorpresa con la llegada de sus dos compañeros y el fraile. Ferreol, con el intento de burlarse del fraile, le dijo:
—Hace mucho tiempo que deseaba confesarme, y ahora me veo en una buena ocasión. Me vais a confesar, reverendo padre; pero tened en cuenta que espero vuestra absolución. Si no es así, ya os podéis encomendar a todos los santos, pues no saldréis vivo de esta cueva.
El fraile, tranquilamente, le dijo que estaba dispuesto a confesarle.
—Pero soy Ferreol, el bandido —dijo el jefe—. ¿No habéis oído hablar de mí? —No importa —repuso el fraile—; ven aquí conmigo y te absolveré.
Se retiraron a un rincón de la cueva, y el fraile le dijo a Ferreol:
—No te impongo más penitencia que ésta: cuando vayas a hacer alguna de tus fechorías, repite esto y piensa bien en ello: no quieras para los demás lo que no quieras para ti. Y con ello bastará.
Ferreol soltó una estruendosa carcajada y exclamó:
—Si eso es la penitencia, no es demasiado dura. Salid a toda prisa de aquí, antes de que nos arrepintamos y os hagamos pasar un mal rato.
Salió el fraile. Ferreol siguió afilando su daga. Los compañeros, bebiendo, jugando o roncando. Y no pasó más por entonces.
Sin embargo, las palabras del fraile no habían caído en pedregal. Unos días después se disponía Ferreol a dar un golpe de mano en la carretera que conducía a la ciudad próxima, donde se celebraba una feria. Se desparramaron los bandidos, como de costumbre, colocándose uno de ellos en lo alto de un cerro, para avisar la llegada de gente, y los demás, ocultos entre las matas, o subidos en las ramas de los frondosos árboles que caían sobre el camino. Al fin, un silbido del centinela los avisó, y se encubrieron bien. Por el camino llegaba un hombre que conducía por el ronzal a un borriquillo en el que iba una mujer y un niño. « ¡Buena presa!», pensaron todos. Ya estaban preparados para saltar a la señal de Ferreol, cuando vieron con sorpresa que la señal no sonaba. Pasó el hombre con su compañía y desapareció tras una curva del sendero. Todo quedó en paz, y los bandidos se fueron lentamente incorporando; se acercaron a Ferreol y le preguntaron la causa de no haber ordenado el asalto. El jefe se mostraba pensativo y no contestó apenas a las reclamaciones de sus subordinados.
«No sé… No me pareció conveniente. Ahora volvamos a la cueva.»
Desde aquel día, siempre obraba así Ferreol. Preparaba el golpe; pero a última hora, no lo ejecutaba. Y ya los forajidos murmuraban, creyendo que su capitán había enloquecido o había sido atacado de algún súbito mal, pues ya apenas hablaba con ellos; pasaba largas horas melancólicamente paseando por el bosque o en la cueva, alejado de la algazara de los demás. Hasta que un día, habiéndose proyectado robar e incendiar una masía, Ferreol negóse a ir. «Pensad si a vosotros os gustaría que os hiciesen eso. Lo que no queramos para nosotros no hemos de quererlo para los demás.»
Los bandidos quedaron estupefactos. A poco, un coro de brutales carcajadas estalló: « ¡Ah Ferreol, eres san Ferreol! ¡Te nos has vuelto fraile y santo!». Y pasando de las burlas a las amenazas, y de éstas a los hechos, le golpearon, y al fin le dieron muerte. Llevaron el cadáver con ellos y enterráronlo en la bodega de la masía, en donde fueron a robar.
De esta manera, Ferreol, que había meditado sobre las palabras de aquel fraile, cumplió la penitencia de que tan impíamente se burlara.
Pasó el tiempo, y los dueños de la casa en que los bandidos habían robado y habían dejado el cuerpo de su antiguo capitán muerto por ellos, para que no los delatase, notaron con sorpresa que el vino que sacaban de una bota de la bodega había mejorado de una manera notable en calidad, y tomado un sabor gratísimo, y que, además, la bota se mostraba como un manantial inagotable. Sin saber a qué atribuirlo, bajaron un día a la bodega, removieron la bota de aquel vino, y, en medio de gran sorpresa, encontraron el cuerpo de Ferreol, que estaba fresco, con las heridas sangrantes, como si acabase de morir.
Comprendieron que un gran milagro había tenido lugar, y desde entonces san Ferreol recibe culto y devoción, y en la leyenda que acabamos de narrar se recuerda la historia de sus malas acciones, de su arrepentimiento y de su muerte.
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