Cuando Dios hubo terminado de crear a todos los animales, antes de ordenarles que se dispersasen por el mundo, los contempló con su mirada clara de bondad y hermosura. A todos les había dado vida; a cada uno, la forma y las cualidades más convenientes. Todo era perfección. Pero el Sumo Hacedor quiso mostrar aún su inagotable benevolencia. Y les dijo:
—Ya tenéis todos vuestra figura. A cada uno lo he hecho como he querido para la mejor vida de cada cual. Mas ahora quiero concederos a todos una gracia. Que quien quiera algo más, que me lo pida, y se lo daré.
Gran algazara estalló entre los animales. Todos fueron pidiendo algo, y a todos les fue concedido. Fueron pasando los grandes animales, las fieras soberbias y las audaces aves de rapiña, los lentos y apacibles animales domésticos y las alegres aves parleras. Todas las criaturas del Señor fueron pasando, hasta que llegó la abeja. A la abeja le había sido ya dado el privilegio de fabricar la dulcísima miel. Y Dios le preguntó:
— ¿Qué quieres ahora? Ya tienes la miel, tesoro codiciado por los hombres. Si lo deseas, te daré una casita de oro para que guardes esa miel.
— ¡No, Señor! —contestó la abeja—. Los hombres codiciarán la miel, y si está guardada en casa de oro, aún será mayor su codicia. Dadme un arma con que herir al hombre si viene a coger la miel.
—La miel será suficiente para ti y sobrará para el hombre —dijo el Señor—.
Y además tendrás lo que pides. Y en su cuerpo brotó el aguijón. Y Dios, para castigar el mal corazón de la abeja, dicen que dispuso que una vez que la abeja clavase el aguijón, muriese.
Y así ocurre cuando la abeja usa su arma contra el hombre, su rey y señor.
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