En el año 859, y siendo conde de Barcelona Vifredo el Velloso, había en la montaña de Montserrat un anacoreta llamado Garín, que era hombre de gran virtud y piedad.
Todas las mañanas, en cuanto amanecía, subía a los más altos picos de la montaña, para alabar a Dios en toda su grandeza, y todas las mañanas, cuando volvía a su cueva, la campana de la lejana iglesia de San Acisclo tocaba sola, para saludarle.
El demonio, muy contrariado, se propuso perderlo, y para ello empleó todas sus armas.
Una mañana, Garín subió a San Jerónimo, el pico más alto de Montserrat, con el afán de ver más de cerca el cielo, de sentirse más cerca de Dios. Pero aquel día, por vez primera, el demonio le tentó, y en lugar de mirar al cielo, miró desde aquella altura hacia el llano.
Contempló largo rato las sierras de Valencia y Aragón. Tendió la vista, embelesado, hacia Mallorca y los ubérrimos campos de Cataluña. Al verse más alto que todo y por encima de todo, sintió el orgullo de su propia grandeza. Todo lo dominaba, todo p9día contemplarlo. Sentíase dueño de todo.
Cuando bajó aquella mañana, después de haber orado con menos devoción que de costumbre, la campana de san Acislo tuvo, en lugar de su habitual alegre repiqueteo, un sonido triste, como de lamento. El demonio había podido descubrir que el anacoreta no era invulnerable a los defectos, a las debilidades humanas.
Al pie de la montaña de Montserrat ábrese un pozo, que aún se llama del Diablo. De ese pozo salió Lucifer una tarde para tratar con el mensajero que había enviado contra el anacoreta. Se encontraron junto a un macizo de rocas, y juntos trazaron un plan.
Lucifer ordenó al diablo subordinado que se fuera a Barcelona, penetrara en el palacio de los condes, el renombrado palacio de Valldaura, y se apoderara del espíritu de Riquilda, la hija del conde, que era una joven bellísima y virtuosa.
Hecho esto, debía sugerir a los condes que únicamente llevando a Riquilda a Montserrat, junto a fray Garín, el anacoreta, y haciendo éste oración con ella durante nueve días, se vería la joven libre del espíritu del mal. Reservóse también Lucifer un importante papel para sí mismo. Disfrazado de ermitaño, se dirigió a la montaña. Escogió una cueva entre las muchas que hay entre las rocas, y desde allí espió el momento oportuno para salir al paso de Garín.
Al caer la tarde del día siguiente, lo vio subir hacia San Jerónimo. Fingiendo que rezaba, le salió al paso. Fray Garín, sorprendido al verlo, le preguntó cuándo había venido a Montserrat. El falso fraile, mintiendo, le dijo que llevaba treinta años haciendo penitencia en aquella abrupta montaña.
Llevóle luego a su cueva, donde no faltaba más que la cruz. Al notarlo Garín, dijo el viejo anacoreta que las imágenes y cruces costaban mucho dinero, y él no lo tenía. Por otra parte la grandeza de Dios era tanta, que a él le parecían poca cosa las imágenes para adorarle. Dios no podía encerrarse en cuatro paredes. Su altar eran aquellas tremendas sierras. Su templo, el universo.
Así, en ese tono, continuó hablando el viejo anacoreta, conquistando por completo el corazón puro y bondadoso de fray Garín, que le escuchaba embelesado. Desde aquel día, todas las tardes subía el joven a consultar al viejo acerca de sus dudas, sus vacilaciones, sobre todo cuanto sentía y pensaba.
Entretanto, en el palacio de Valldaura estaba Riquilda vistiéndose una mañana para dirigirse a la iglesia y hacer sus oraciones. Tenía la ventana abierta y por ella entraban y salían libremente los pájaros. Entre ellos entró un mirlo, que se acercó a la joven y silbó junto a su oído alegres trinos, inspirándole extraños pensamientos y sensaciones que hasta entonces jamás había sentido.
Miróse al espejo Riquilda y encontróse más bella que de costumbre. Instintivamente se adornó con collares y joyas que nunca usaba. Para ponerse el collar de perlas, se quitó la cruz bendecida que llevaba desde que naciera. En el mismo momento cayó rodando al suelo. Palideció y empezó a lanzar horribles gritos.
La condesa, asustada, acudió a la habitación de su hija. Al verla convulsa, retorciéndose por el suelo, como si estuviera sufriendo horribles dolores, llamó a un médico judío de gran talento y fama.
El médico, después de inspeccionar a la enferma, declaró que aquel mal no podían curarlo las medicinas. La condesita tenía el diablo en el cuerpo.
Todo en el palacio era dolor y consternación. Por orden del conde Vifredo, que adoraba a Riquilda, cogieron a la joven y la llevaron a la catedral bizantina. Allí la ataron a una columna, ante el altar de la cripta.
El viejo sacerdote la exorcizó, leyendo los sagrados evangelios; pero cuanto más rezaba el viejo sacerdote, más se enfurecía Riquilda, que lanzaba espumarajos por la boca y olía a fuego y azufre.
Todos los presentes estaban horrorizados al contemplar a la bellísima joven, a quien el pueblo tanto quería, por su bondad y su pureza, gritando y agitándose en sus ligaduras de tal forma, que hasta la columna parecía vacilar.
El viejo sacerdote rodeó el cuello de Riquilda con una estola morada y conminó al diablo a que abandonara el cuerpo de la joven. Entonces, ante el terror y la sorpresa de todos, oyóse una voz ronca y profunda que decía que únicamente saldría del cuerpo de la joven condesa si se lo ordenaba fray Garín, el anacoreta de Montserrat, rezando a los pies de Riquilda durante nueve días y nueve noches.
Al oír aquellas palabras, el conde Vifredo ordenó que se organizara inmediatamente la expedición a Montserrat, para conducir a su hija a presencia del ermitaño.
En un atardecer en que estaba el penitente en muda contemplación, fue distraído de sus meditaciones por la llegada de una caravana de caballeros que conducían a una hermosísima joven que iba atada sobre un caballo.
Eran el conde y Riquilda, con su séquito, que cumplían la orden del diablo. Así se lo dijo el conde a fray Garín, añadiendo que sólo él podía curar a su hija.
En vano protestó fray Garín, alegando que, aunque anacoreta, era muy joven todavía y la gente podía murmurar si vivía en compañía de una joven tan bella como era Riquilda.
A todas cuantas objeciones hizo el ermitaño opuso constantemente el conde la gran confianza que su vida de santo le inspiraba, y la fe que tenía en que únicamente sus oraciones y la vida de eremita que él hacía, y que compartiría durante nueve días Riquilda, podían curarla.
No tuvo más remedio que ceder, por fin, fray Garín a los deseos del conde, su señor. Todos los caballeros se marcharon, dejando a Riquilda en la cueva, que por primera vez desde que la poseyera el demonio se mostraba sumisa.
Desde aquel momento, ya fray Garín no podía concentrarse, como solía hacerlo, en su oración ni en sus meditaciones. La presencia de Riquilda le turbaba y le distraía del pensamiento de Dios.
No pudiendo, por fin, resistir por más tiempo aquel tormento, se fue a ver al viejo ermitaño en su cueva. Le confió lo que le había pasado y cómo el conde le había obligado a tomar en su compañía a Riquilda, que era una joven bellísima, y cuán difícil se le hacía resistir a la seducción que de ella se desprendía.
Solicitaba del viejo un consejo, una ayuda. Había pensado abandonar a la joven en la cueva y marcharse él lejos de ella. De no hacerlo así, no podía responder de la salvación de su alma.
El viejo anacoreta, que no era otro que el demonio disfrazado, le dijo que no debería hacer tal cosa. Dios quería probar su fortaleza poniendo en su camino aquel peligro tan grande. Lo que él debía hacer era resistir valientemente. No era de santos abandonar la pelea y las tentaciones.
Volvió Garín a su cueva, triste y meditabundo. No se creía capaz de resistir, y aquella noche la prueba fue más dura que nunca. Riquilda, asustada por su tardanza, le recibió tan cariñosamente, con tales transportes de alegría y emoción al verle de nuevo junto a ella, que a pesar de haber empezado ambos a hacer sus oraciones como de costumbre, el anacoreta no sabía lo que decía y le era imposible fijar su pensamiento en la idea de Dios…
Cuando amaneció, la cruz que presidía la cueva yacía en el suelo y Riquilda lloraba, desesperada, en un rincón.
En medio de una terrible tempestad, fray Garín subió corriendo, las ropas y el cabello en desorden, hacia la cueva del viejo ermitaño, a quien había tomado como guía y consejero, para confesar su horrible pecado.
Éste le ordenó que se marchara de Montserrat, que no arrastrara su deshonra por aquella montaña, por temor a que el cielo descargara sobre ellos sus iras.
Fray Garín declaró que se tiraría al Llobregat, el río que pasa junto a la montaña; pero el viejo le detuvo en su idea, diciendo que no le pusiera a él en el compromiso de tener que responder ante el conde Vifredo de su hija, cuando unos días después subiera a buscarla. Lo mejor que podía hacer, para evitar el escándalo, era degollarla. Era la única persona que podía descubrirle. Muerta, no hablaría.
Le dio un cuchillo y le indicó un lugar donde él le esperaría, para enterrarla entre los dos.
Tomó fray Garín el cuchillo y el viejo un azadón. Fuese el primero hacia su cueva, y el otro hacia una pequeña llanura, donde cavaría la sepultura.
Al poco rato apareció fray Garín llevando en brazos a Riquilda, degollada. Entre los dos la enterraron, y en el mismo momento en que caía sobre la desgraciada doncella la última palada de tierra, el viejo ermitaño convirtióse de nuevo en el diablo, estallando en una sonora carcajada, que retumbó lúgubremente por toda la montaña.
Fray Garín comprendió entonces que había sido víctima de un engaño horroroso. Pero esto no menguaba en nada la magnitud de su doble pecado. El penitente cayó, llorando desesperadamente, sobre la tumba de Riquilda, y oyó la campana de san Acisclo, que, sola, tocaba a muertos por la hija del conde.
Garín partió la misma noche camino de Roma, para pedir perdón a Dios.
El mismo camino que hizo para llegar hasta la ciudad santa lo deshizo después, andando a gatas, cumpliendo la penitencia que le había impuesto el Santo Padre.
Puesto que había pecado como una bestia, como bestia debía vivir hasta que Dios ordenara otra cosa, comiendo hierbas y raíces, que arrancaría del suelo con los dientes.
Atravesó el Llobregat y volvió hasta su cueva, donde halló todavía el crucifijo en el suelo.
Desde entonces, todos los días Garín iba a llorar sobre la tumba de Riquilda.
También lloraban en el palacio de Valldaura, en Barcelona, los condes, por la extraña desaparición de su hija, que no acertaban a comprender. Nada habían sabido ni de Riquilda ni de fray Garín, hasta que un día, yendo de caza Vifredo por los alrededores de Monistrol, se acercó con sus monteros hasta el lugar donde se había despedido de su hija meses antes. Allí lloró el conde abundantemente.
De pronto, muy cerca del lugar donde él estaba, sonó el cuerno de caza. Acudió el conde presuroso, y vio a sus monteros que estaban acorralando a un extraño animal desconocido. Viendo que no era fiero, le echaron una soga al cuello y lo arrastraron hasta Barcelona. Allí le dejaron abandonado en las caballerizas del palacio, porque otro acontecimiento más importante distrajo la atención del conde.
La condesa dio a luz un niño. El bautizo se celebró con gran pompa, y al cantar un trovador las gestas del conde, entre las cuales figuraba la muerte del dragón en san Lorenzo, recordaron los caballeros al monstruo que habían capturado en Montserrat.
Pidió el conde que lo trajeran, para observarlo. Así se hizo. Todos lo contemplaban con admiración. Algunos le encontraban cierta semejanza con un hombre; otros decían que su manera de andar recordaba a un oso. El monstruo aceptaba las caricias humildemente y besaba los pies de los invitados.
Entretanto, despertó el neófito, y, abriendo sus ojos, contempló largamente al monstruo, y ante la sorpresa general, habló el recién nacido, para decir:
—Levántate, fray Garín, que Dios ya te ha perdonado.
Levantóse entonces fray Garín, dejando consternados a todos los presentes. El conde le pidió cuentas del paradero de su hija Riquilda. Fray Garín le contestó que había muerto. Pidió castigo para su horrendo crimen. El conde, magnánimo, perdonó a quien Dios había ya perdonado.
Los condes quisieron decir una misa en el lugar donde descansaban los restos de Riquilda.
Años más tarde se erigió allí un monasterio de monjas benedictinas, en memoria de la hija del conde.
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