En una aldea del Pirineo, por las cercanías de Rosas, un galán asediaba a una muchacha, la más bella del lugar.
La joven no sabía ya cómo alejar al joven, que no le hacía ninguna gracia, porque veía en él algo raro, distinto de los demás que conocía.
Llegó el día de san Juan, y la moza se fue con sus amigas, tal como era costumbre —y lo sigue siendo—, a la orilla del río a buscar la «buena ventura». Allí se entretuvo en coger florecillas de san Juan, romero y tomillo.
Cuando llegó a su casa, hizo con todo ello una cruz y la colgó en la puerta de su casa.
Por la noche vino, como todas las noches, a rondarla el indeseable galán. Fue a llamar a la puerta; pero al ver la cruz, se detuvo.
Llamó a la muchacha por la ventana y le dijo que bajara a quitar la cruz. La joven le contestó que no quería quitarla. Que la había puesto allí para festejar la noche de san Juan y para que Dios protegiera su casa.
El muchacho, que iba aquella noche decidido a entrar en la casa y precipitar a la joven al infierno con él, no pudo realizar su propósito.
La joven vio entonces claramente por qué no le podía gustar aquel muchacho. Era el demonio en figura de hombre.
Desde entonces, todas las muchachas del Alto Ampurdán, desde Rosas al Garona, ponen en su puerta, en la noche de san Juan, una cruz hecha de romero y tomillo.
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