La peña del castigo
Cerca de Campomanes, en el camino que va a Tellado de Riospaso, se alza una roca gigantesca; su color negruzco contrasta con las blancas calizas que la rodean. Como adherida a ella, se puede ver una roca más pequeña que recuerda, por su forma, la enorme figura de un hombre en actitud de trepar. Según las gentes del país, es el cuerpo de Bernardo, convertido en piedra, que sirve y servirá de ejemplo a las generaciones presentes y futuras.
Todos saben quién era Bernardo; pero nadie puede decir cuánto tiempo ha pasado desde el día que abandonó la casa materna, acompañado de su hermano Antonio. La madre, una viuda muy pobre, no disponía de medios para alimentar a sus dos hijos, y decidió enviarlos a una aldea vecina, donde entrarían al servicio de un pastor.
Bernardo era fuerte y corpulento, sus ojos brillaban animados por una mirada maligna y su corazón estaba endurecido por el egoísmo. Antonio, en cambio, era pálido y delicado, y el contraste que hacía con el hermano se acentuaba aún más por su carácter dulce y bondadoso.
Los dos muchachos dejaron su humilde hogar en un día tormentoso. Delante iba Bernardo, con paso rápido y gesto malhumorado; detrás, Antonio, entristecido por la separación y fatigado por el esfuerzo, que a duras penas le permitía seguir a su hermano mayor. El cielo, que se iba oscureciendo cada vez más, se volvió amenazador, cuando todavía los dos muchachos estaban lejos de su destino. Antonio propuso tímidamente que se refugiasen en la ermita de Flor de Acebos, que estaba cerca de allí, y ofrecer una vela a la Virgen; pero Bernardo rechazó bruscamente esta idea y siguió su camino.
Cuando alcanzaron la orilla del río Güerna, cuyas aguas agitadas presagiaban la tormenta, la noche se les echó encima. Los dos muchachos se refugiaron en una cueva, y al poco tiempo la tormenta se desencadenó con furia. Antonio sacó de su pecho una imagen de la Virgen, que siempre llevaba consigo y, arrodillándose ante ella, rezó fervorosamente. Bernardo, burlándose de la devoción de su hermano, vació el zurrón y se dispuso a comer. En aquel momento, una mujer pobremente vestida penetró en la cueva, llevando un niño de la mano, y pidió dulcemente un poco de pan para su hijo. Bernardo siguió comiendo con gesto huraño; pero Antonio, conmovido, le entregó toda su ración.
Y por si esto fuera poco, se quitó su pobre abrigo para tapar amorosamente al niño. Poco después la tempestad comenzó a calmarse. El sol, próximo a su ocaso, brilló de nuevo, y algunas aves se posaron confiadamente en las ramas vecinas. Entonces se oyó un ruido extraño e imponente. El río Güerna se había desbordado. Antonio, la mujer y el niño se arrodillaron, pidiendo a Dios misericordia. Mientras tanto, Bernardo se quitó las ropas y se lanzó al agua. De nada sirvieron los gritos de auxilio de su hermano, suplicándoles que no los abandonase.
Nadó hasta alcanzar una gran roca y trepó por ella. Pero entonces sucedió algo sorprendente: Bernardo sintió que sus miembros se clavaban en la piedra. Horrorizado, intentó desasirse; pero cuanto mayores eran sus esfuerzos, más y más se iba adhiriendo su cuerpo a la roca. Sentía cómo la peña penetraba hasta su corazón y cómo su cuerpo se iba endureciendo hasta convertirse en peñasco. Sus gritos y sus maldiciones resonaron por todo el valle; pero no pronunció una sola palabra de arrepentimiento.
Mientras tanto, en la cueva ocurría un nuevo milagro. Cuando Antonio ya tenía el agua al cuello, contempló, maravillado, cómo los rostros macilentos de sus compañeros se transformaban de un modo sobrehumano: una brillante aureola rodeaba sus cabezas. Eran la Virgen y el Niño Jesús, tal y como Antonio recordaba haberlos visto representados en las imágenes veneradas en la ermita de Flor de Acebos. Los rugidos de las olas habían cesado instantáneamente y las aguas se retiraron a su cauce. Antonio regresó a casa de su madre y no volvió a separarse de ella. Y Bernardo, que había tenido de piedra el corazón para los humildes y el alma para el arrepentimiento, permaneció y permanecerá para siempre convertido en piedra.