La cabaña de la condenada
Hace mucho tiempo, al norte del actual pueblecillo de La Cortina, se alzaba un castillo encaramado sobre un elevado peñasco. Levantado por los romanos y reforzado por los godos, había sido reconocido por unos y otros con el sobrenombre de El Invencible.
En los tiempos en que el pequeño reino de Asturias se esforzaba por detener las oleadas sarracenas, tenía el castillo por dueño a un joven señor, popular por su valor, favorecido por la fortuna y agraciado con una apuesta apariencia. Don Ramiro, que así se llamaba el caballero, no se sentía satisfecho, a pesar de tantos dones recibidos del cielo. Había algo que necesitaba y que no había encontrado todavía: una mujer que uniese a la hermosura del cuerpo la hermosura del alma. Durante mucho tiempo la buscó ansiosamente entre los castillos de sus compañeros, sin encontrar entre las damas favorecidas por la fortuna o por la naturaleza ninguna que poseyera una modestia sincera y una auténtica bondad. Cuando ya había desistido de su propósito y se había resignado a vivir sin compañera en su solitario castillo, la casualidad le llevó frente a la más deliciosa muchacha que se habría podido imaginar.
Fue cierto día en que, fatigado de la caza, se acercó a una fuente para apagar la sed. A ella había acudido también, con su cántaro, una humilde aldeana, que unía a su belleza sorprendente un aire candoroso e ingenuo. La sencillez encantadora con que le ofreció su cántaro le cautivó y le bastó para comprender que había encontrado a la mujer soñada. Poco tiempo después, causando gran asombro entre la nobleza, el castellano de El Invencible se casaba, rodeado de la mayor pompa, con la más humilde aldeana de sus dominios. Durante los primeros meses de su matrimonio, la dicha de don Ramiro fue perfecta.
Un día, su señor, el rey, le llamó con urgencia para combatir a los infieles, y fue preciso partir. Los dos esposos aceptaron con resignación tan amarga separación, y don Ramiro marchó a cumplir su deber, llevándose intactas sus ilusiones de enamorado junto a la esperanza de hallar a su regreso un heredero digno de su blasón. La guerra fue larga y dura. Rosa, la solitaria esposa, esperaba impaciente el regreso de su marido; pero al castillo llegaba sólo la fama de las hazañas realizadas por el señor. En cierta ocasión, don Ramiro salvó la vida a un aventurero, a costa de quedar gravemente herido.
El caballero salvado, cuyo nombre era don Gonzalo, logró ganarse el afecto de su salvador, y éste, viendo que sus heridas tardaban en curar, decidió enviarle a La Cortina con una carta para su esposa.
Don Gonzalo emprendió el camino, dispuesto a cumplir el encargo de su nuevo amigo. Llegó al castillo y fue recibido atentamente por Rosa, que recibió de sus manos la carta de don Ramiro. En ella le renovaba sus protestas de amor y le prometía un pronto regreso; pero nada decía de sus heridas ni de la deuda que con él había contraído su amigo.
Nada dijo tampoco don Gonzalo, que desde que vio a Rosa no se ocupó de otra cosa más que de cortejarla incesantemente. La pasión que prendió en su alma arrojó de su pecho a la amistad, a la gratitud y al deber. Como Rosa rechazaba sus obsequios, fingió quedar avergonzado, y simuló un arrepentimiento tan profundo, que ella no tardó en perdonarle, primero, y en concederle después su amistad.
El hábil galanteador, que era tan buen trovador como guerrero, abandonó los intentos de rendirla; pero logró ganarse su atención con interesantes relatos de batallas y torneos y con dulces canciones entonadas con el acompañamiento de un laúd. Y Rosa, que comenzó oyéndole con simpatía, acabó escuchándole con pasión. Entonces, don Gonzalo, creyendo que había llegado el momento de asegurar su triunfo, apeló a un recurso que hasta entonces no se había atrevido a emplear; le contó que había dejado a don Ramiro tan gravemente herido, que no ofrecía esperanzas de curación, y añadió que le había encargado el darle su último adiós, en caso de que a los dos meses de haber llegado él al castillo no se hubiesen recibido noticias de su suerte. La noticia sumió a Rosa en la mayor desesperación, y, contra lo esperado por su enamorado, se ofendió por habérsela ocultado tanto tiempo. El castillo se cubrió de luto, y la castellana se retiró a sus aposentos para entregarse libremente a su dolor.
Don Gonzalo no se dio por vencido; contaba con el tiempo, el más poderoso de los auxiliares, y esperó… Efectivamente. Sólo fueron necesarios unos meses para que Rosa, que ya le había entregado su corazón, le concediese su mano. Llegó el día de las bodas. En el castillo reinaba una animación extraordinaria. Cuando los convidados celebraban los últimos brindis, un caballero, cabalgando un fuerte corcel de batalla, llegaba ante la entrada de El Invencible.
Sus cabellos estaban prematuramente encanecidos; pero sus ojos brillaban con el fuego de la juventud. Era don Ramiro, que volvía de la guerra cubierto de gloria, completamente ajeno a lo que sucedía en el interior de su mansión. Al percibir su llegada, un escudero salió a recibirle y le dio la bienvenida, diciéndole que en día tan feliz había recibido órdenes de sus señores de ofrecer hospedaje a todo viandante que lo solicitase. Sorprendido don Ramiro por estas palabras, preguntó qué acontecimiento se celebraba, y supo por el escudero que su esposa adorada se casaba aquel día con el que él había creído su leal amigo. De un salto se bajó de su caballo, llevándose la mano a la empuñadura de la espada, y penetró en el castillo. A la puerta del gran salón donde se celebraba el festín, se encontró con Rosa, que salía apoyada dulcemente en el brazo de don Gonzalo. Por unos momentos, don Ramiro quedó fascinado, olvidando la tragedia que sobre él pesaba. Pero la voz de don Gonzalo, preguntando airadamente quién era el descortés caballero que permanecía cubierto en presencia de la castellana, le volvió bruscamente a la realidad. Entonces, descubriéndose, desenvainó la espada. Rosa, al reconocerle, se desmayó, y por un momento los circunstantes se quedaron inmóviles por el estupor.
Los dos caballeros se acometieron con furia y antes de que los asistentes hubieran vuelto de su asombro, la espada de don Ramiro había atravesado el corazón de su traidor amigo. Cuando Rosa volvió en sí, se arrojó a los pies de su esposo, y arrepentida por la ligereza con que había creído las palabras de don Gonzalo, le pidió que le diera la muerte. Don Ramiro la perdonó, en nombre del hijo que habían tenido; pero ella no quiso permanecer en el hogar que había deshonrado. Decidió volver a la humildad de donde había salido, y se retiró a vivir a una cabaña, no muy lejos del castillo, a fin de poder ver a su hijo a menudo. Vanos fueron los esfuerzos de don Ramiro para disuadirla de su propósito.
La cabaña se erigió en el sitio designado por Rosa, y en ella vivió por espacio de muchos años, llevando una vida ejemplar. Cuando, al llegar a la adolescencia, su hijo murió, desapareció de su rústica casuca. La tradición da por cierto que fue a refugiarse en un monasterio. Todavía se pueden ver las ruinas en un bosquecillo que se halla cerca de La Cortina. Los campesinos, a pesar de que ofrece frescura en el verano y excelente leña en el invierno, se aventuran pocas veces a penetrar en su interior. Es que el recuerdo de «la condenada» les produce respeto y hasta temor.