El tesoro del castro de Altamira
Desde tiempos remotos se ha querido explicar el origen de las pepitas de oro que arrastran los ríos Sil y Cua con la creencia de algún tesoro escondido en el subsuelo, que va siendo erosionado por las aguas. El hecho de que fueran halladas cantidades respetables de oro junto al castro de Altamira, hizo que la leyenda acerca de este tesoro se localizara en ese punto de Asturias. Sobran motivos para esto, porque se sabe con toda certeza que en una ocasión fueron halladas en este mismo lugar varias monedas de oro y luego unas barras de este metal dentro de un pellejo de ternero junto con noventa monedas. Hace pocos años se ha encontrado un juego de bolos, también de oro, con una inscripción dedicada al rey y al señor de Altamira.
No tiene, pues, nada de extraño que sobre hechos tan exactos se haya formado esta leyenda del tesoro del castro de Altamira, sedimentada por la tradición oral de muchos siglos. Se cuenta en ella que un personaje popular en aquellos alrededores, a quien llamaban el tío Calamín, decidió buscar el tesoro llevando a cabo una obra concienzuda de excavación. Contrató una cuadrilla de hombres, que, armados de duras picas, se dirigieron al castro y comenzaron la labor de perforación de la roca, en busca de las galerías subterráneas que el hombre creía existían en su interior.
Durante todo un día estuvieron empleados los hombres en este trabajo, y al llegar la noche se retiraron a descansar, después de dejar en la roca una concavidad bastante honda. Bien de mañana fueron al otro día a continuar la tarea, y cuál no se-ría el asombro de todos al ver que el orificio socavado el día anterior estaba sólidamente cegado. Creyendo que algún envidioso habría llevado a cabo durante la noche la pesada obra, procedieron a deshacerla y a seguir picando en la roca. Así terminó la jornada del segundo día. Pero he aquí que cuando regresaron a la mañana siguiente, volvieron a encontrar perfectamente cegada la labor del día anterior. Atemorizados entonces, pensando que pudiera tratarse de una obra sobrenatural llevada a cabo por los misteriosos guardadores del teso-ro, dejaron la roca como estaba y volvieron a sus casas decididos a abandonar aquel proyecto.
Al día siguiente era la feria de Espina, y mucha gente, de camino para dicho pueblo, pudo curiosear a su paso por el castro lo ocurrido en la superficie de la roca. Sólo un vecino pasó por ella sin prestarle la menor atención. Era éste un médico cirujano, bueno de condición, que, a pesar de su pobreza, no se había inquietado nunca por aquel tesoro, y mucho menos por conseguir dinero mediante otros métodos que los que le proporcionase su modesta profesión. Marchaba alegre a las ferias; por aquel año había conseguido unos pocos ahorros y quería emplearlos en comprar una yunta de bueyes.
Pasaba distraído junto al castro, cuando vio salir de la roca dos sombras, que tomaron figura humana y se transformaron en dos muchachos rubios, de expresiva mirada, que se acercaron a él decididos para preguntarle a dónde dirigía sus pasos. El cirujano los puso al corriente de sus proyectos, y los dos jóvenes se ofrecieron cortésmente a acompañarle. En animada charla y escoltando al cirujano, llegaron a Espina, que estaba lleno de ganado, por ser el día de la feria. Los jóvenes manifestaron entonces cierto interés por las vacas, y empezaron a ver todas las que por allí había. Se decidieron al fin por el grupo más lucido, y compraron cinco, pagándolas en monedas de oro. Tres de las vacas se las regalaron al buen cirujano y quedáronse ellos con las otras dos. El buen hombre no se atrevió en principio a aceptar tan espléndido regalo; pero ante la insistencia de sus amables acompañantes, no tuvo más remedio que acceder.
Más contento que unas pascuas y mirando y remirando a los tres hermosos ejemplares que llevaban delante de sí, iniciaron el camino de regreso cuando aún el sol apretaba de firme. Al pasar junto al castro, los mozos se detuvieron en actitud de despedida, haciendo saber a su amigo que aquel terreno que se extendía por detrás de la roca era su mundo, el cual no difería mucho del de los hombres. Le explicaron también que hasta allí no podía llegar ninguno de ellos, porque todos tenían el pecado de la codicia. Sólo en el cirujano habían encontrado un hombre desinteresado para los bienes materiales; de ahí que hubieran premiado su bondad con aquel regalo. No paró en esto la generosidad de los mancebos: a continuación le entregaron una pequeña caña de siete nudos, explicándole que le serviría de llave para entrar en el castro sólo con que tocara con ella la roca.
Acto seguido se despidieron, y el cirujano, doblemente alborozado, llegó a su casa y refirió a su familia los maravillosos acontecimientos que le habían ocurrido. Comió alegremente, descansó de la caminata y, acto seguido, cuando ya anochecía, se encaminó hacia el castro, sin poder dominar su curiosidad y sin decidirse a esperar un día más para traspasar aquel mundo maravilloso. Llegó allí con su caña, tocó con ella la roca y en el acto ésta giró pesadamente. El buen hombre se encontró en un mundo nuevo, pero tan completo como el suyo.
A sus ojos se extendían bosques y praderas, en los que pastaban toda clase de animales, y en el horizonte se dibujaban perfectamente los campanarios de las iglesias, que se elevaban sobre varios caseríos y pueblecitos. Se hallaba contemplando atónito todo esto cuando se presentaron ante él los dos mozos que le habían acompañado hasta la feria, diciéndole que había llegado oportunamente, porque la reina precisaba de los cuidados de un médico. Le condujeron, acto seguido, hasta un maravilloso palacio, en cuyas lujosas habitaciones le introdujeron, haciéndole llegar a presencia de la soberana. La atendió con todo interés y, cuando ya se disponía a marcharse, los dos jóvenes rubios le hicieron entrega de un pañuelo lleno de ceniza, recomendándole que no lo desplegase en tanto no hubiera llegado a su casa. Le advirtieron asimismo que no refiriera a nadie nada de cuanto había visto, ni se diera por enterado, excepto con su familia, de los misterios que encerraba aquel castro. Así lo prometió el cirujano y dispuesto a volver al otro día para seguir atendiendo a la reina en su enfermedad, se dirigió a su casa con paso rápido, No bien transpuso la puerta, sacó del bolsillo el pañuelo, lo desplegó en presencia de su mujer y, en lugar de la ceniza, se encontraron con una buena cantidad de monedas de oro.
Durmió feliz aquella noche el bondadoso médico, y a la tarde siguiente volvió al castro, para visitar a la reina. Como pago a sus servicios, le fue entregado de nuevo otro pañuelo lleno de ceniza, la cual, una vez llegado a su casa, se transformó también en monedas de oro. Así transcurrieron los días durante la larga enfermedad de la reina, enriqueciéndose el médico de tal manera, que su cambio de vida y de carácter llegaron a provocar la curiosidad general. Un día, al fin, fueron interrogados con tal insistencia, que el afortunado matrimonio, ardiendo en deseos de confesar aquel secreto a alguien, refirió con todo género de detalles la larga aventura desde el día de la feria. Uno de los vecinos, entonces, tras escuchar el fantástico relato, y atraído por él, se prestó a acompañarle aquella noche hasta el castro para verle entrar. Marcharon los dos a la hora en que el cirujano acostumbraba hacer su visita a la reina; pero al tocar con su caña la roca, ésta, por primera vez, no se conmovió.
Comprendiendo entonces el hombre que había hecho mal en atraer hasta allí a una persona extraña, regresó con él hasta el pueblo, y volvió solo a probar suerte. Esta vez la roca giró, y pudo introducirse en su interior; pero no halló en esta ocasión los rostros complacientes de sus amigos, sino sólo gestos graves de desaprobación. Los dos jóvenes rubios, en vez de conducirle cortésmente, como siempre, hasta las habitaciones de la reina, le llevaron a su presencia como prisionero, para que ella pronunciara la pena de muerte, que, dentro de su código, constituía el castigo destinado a los violadores de secretos. La reina, no obstante, agradecida por los servicios del médico, que le habían devuelto la salud, quiso perdonarle la vida y conmutarle la pena por otra, dándole a escoger entre quedar ciego, sordomudo o totalmente calvo.
El atemorizado cirujano eligió esto último y, no bien lo hubo aceptado, fue despedido de allí sin la menor cortesía. Cuando la roca se cerró tras él, una ráfaga de aire sopló sobre su cabeza con una fuerza extraordinaria y le dejó sin un solo cabello.
Esto le sirvió al buen hombre de lección, y dicen que en adelante él y su mujer fueron más conocidos por su discreción que por su cuantiosa fortuna.