LEYENDAS DE ASTURIAS- EL PUENTE DEL BESO

El puente del Beso

Durante la Edad Media, los mares españoles estaban infestados de piratas. En el Mediterráneo, los bajeles turcos y argelinos capturaban cuantas naves encontraban en sus aguas, apoderándose del botín, asesinaban a los tripulantes y hundían la nave después del saqueo. A veces llegaron a asaltar algunos pueblos costeros, robando doncellas, con las que luego traficaban en los mercados de Argel y Constantinopla.

En el Cantábrico, el famoso pirata africano Cambaral, que capitaneaba un ligero bajel, sembraba el terror en correrías por aquellas aguas. Los pocos navíos que se aventuraban a surcar este mar eran se-guras presas del corsario. Los pescadores estaban atemorizados, sin atreverse a embarcar, con sus naves fondeadas en los puertos y dársenas, mientras el hambre se cebaba en sus pobres familias; pero el te-mor de encontrar al pirata les impedía salir a la pesca. Tomó parte en ello el gobierno, enviando unos barcos de guerra para capturar al bandido; le persiguieron con ahínco, con la orden de cumplir la ley, que condenaba al pirata hallado in fraganti a ser colgado del palo mayor de su propio navío.

Mas no lograron dar alcance a la ligera goleta, que navegaba veloz a toda vela, rompiendo con su proa las impetuosas olas, que barrían la cubierta, y dejaba tras de sí una larga estela de espuma. Desalentados los perseguidores, tenían que volver al puerto, y el temido Cambaral quedaba dueño de aquellas aguas. En la hermosa y pintoresca villa de Luarca alzábase, a la orilla del mar, construido sobre la roca viva, un suntuoso palacio seño-rial, de espesos muros, a los que llegaban las olas en las fuertes galernas del Cantábrico.

Todavía se conservan sus ruinas, testimonio de su pasada grandeza. Habitaba en él un noble caballero, que, indignado ante tal estado de cosas, se propuso capturar por su cuenta y riesgo al endiablado pirata. Preparó para ello algunos navíos de su propiedad y, embarcando a sus hombres de armas, marchó al frente de ellos en busca del corsario. Varias millas habían recorrido, cuando el noble señor divisó en lontananza un bergantín con todo el aparejo desplegado y llevando izada la bandera negra de los piratas. Dio orden el señor de ir hacia él; pero el velero, cuyo capitán, sobre el puente, con su catalejo, oteaba el horizonte, ya había descubierto la flota enemiga, y se dirigía veloz hacia ella, pensando que Fueran nuevas presas. Con gran arrogancia había dado orden al timonel de acercarse a las naves, mientras él reunía a sus hombres en la proa y les daba instrucciones para el ataque, revisando bien los cuchillos y otras armas blancas. Pronto el buque pirata llegó al abordaje junto al barco enemigo, y unos y otros saltaron a la nave contraria, trabándose encarnizados combates cuerpo a cuerpo; en medio de la más terrible confusión, continuamente caían por la borda los cuerpos ensangrentados de los combatientes. Se buscó a Cambaral y fue encontrado sobre cubierta, en un charco de sangre, con heridas en la cabeza y en todo el cuerpo; que le habían privado del sentido. Herido el capitán, fácilmente fueron sometidos sus hombres.

El señor, desde el puesto de mando, dio órdenes: que el herido fuera trasladado a su nave; los cadáveres, arrojados al mar, y los corsarios quedaran presos en la bodega. Y bien cerradas las escotillas del barco pirata, fue remolcado hasta Luarca.

Allí, el caballeroso hidalgo decidió curar al bandido antes de entregarle a la justicia, y mandó llevarle a su casa y acostarle en un blando lecho, encargando que se le atendiera y se le curara. Llamó para ello a su bellísima hija, que ayudó con sus delicadas manos a restañar la sangre de las heridas del pirata.

Cuando el capitán recobró el conocimiento, se encontró en una suntuosa estancia, y junto a su lecho vio a una joven de fascinadora belleza, de tez de nácar, que le miraba con sus grandes y soñadores ojos negros. El pirata, al verla, pensó en una hurí del paraíso, y trató de preguntar si era una aparición; pero ella, llevándose un dedo a los labios, le obligó a guardar silencio. El bandido, entonces, sintió todo el dolor atroz de sus heridas y creyó llegada su última hora; pero la muerte le parecía aun dulce al lado de aquella deidad. Varios días pasó el herido entre la vida y la muerte, continuamente atendido por la bella asturiana, que le había llegado hasta el fondo de su alma, y con un sentimiento para él desconocido creyó amarla más que a su vida, y díjose que era preferible morir a separarse de ella. También la doncella se había enamorado del gallardo y valeroso pirata, que había hecho presa de su corazón, y los dos se comunicaban su amor en sus encendidas miradas. Llegó la ocasión en que mutuamente se descubrieron sus sentimientos, y ya desbordada la pasión contenida, se sumergieron en un mar de dichas y embriagadores ensueños. Decidieron huir a donde nadie se opusiera a su dicha, y una noche se dieron cita a la orilla del mar.

Esperó la muchacha a que su padre durmiera, y con refinada cautela salió de la casa, deslizándose como una sombra por la puerta entreabierta. Llegó al embarcadero, que estaba a unos metros de su palacio, y allí ya la esperaba el altivo pirata junto a la nave que iba a conducirlos a lejanos mares. Las olas lamían las rocas de la orilla, mientras un rayo de luna, rompiendo la bruma, caía sobre las dormidas aguas y dejaba sobre ellas su rastro de plata bruñida. El pirata, transido de amor, recibió en sus brazos a la doncella y, al notar su palpitar amoroso, sintió el fuego en sus venas, y sus almas se unieron en un apasionado beso. En aquel momento, el padre, que había sido avisado de la fuga de su hija, sorprendió a los enamorados en el supremo instante y, ciego de ira, levantó en su fuerte brazo la afilada espada y segó de un solo tajo las cabezas de los dos amantes, que rodaron al mar, mientras sus cuerpos quedaron para siempre fuertemente abrazados. Todavía se conserva vivo el recuerdo de este hecho.

El barrio de pescadores situado en torno de la dársena luarquesa sigue llamándose el barrio de Cambaral, en memoria del famoso pirata. Y sobre el mismo sitio en que cayeron los cuerpos de los dos enamorados se construyó más tarde un puente, del que todos los habitantes conocen la historia, y que conserva el nombre del puente del Beso.

 

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