Doña Munia
Era doña Munia una dama noble y hermosa que nunca quiso casarse. Vivía retirada en su castillo del Casio, fortaleza erigida en lo alto de una peña. Allí acogía con franca hospitalidad a cuantos llegasen, bien en las noches de nieve, en que los lobos aúllan y aterrorizan a los caminantes, bien en las tardes ardorosas del verano. Y por todos era conocida la bondad de la castellana.
No obstante, doña Munia era de fuerte temperamento, de pasiones ocultas, dominadas por un deseo de mando, de que todos le rindiesen obediencia, por un anhelo de conseguir cuanto se propusiera. Era invierno. Caía una espesa nevada, que cubría los caminos y hacía peligroso el andar fuera de techado. Unos golpes dados en los portones del castillo anunciaron que alguien pedía cobijo. El mayordomo, tomó una antorcha y fue a abrir, acompañado de unos sirvientes.
Cuando corrieron los cerrojos y las grandes puertas ferradas se abrieron, vieron que frente a ellas yacía un hombre, soldado, a juzgar por sus ropas, que había caído de un caballo cansado y aspeado. Cogieron al desmayado guerrero y lo subieron a una habitación, en donde encendieron un buen fuego. El mayordomo fue a avisar a doña Munia, que ya estaba para retirarse, y la dama quiso atender ella misma al que había solicitado su amparo.
Llegó a la gran cámara, donde yacía en el amplio lecho el soldado. En un rincón del aposento ardía en la chimenea un grueso tronco de encina. Cerca de la cama había una antorcha clavada en un aro de hierro. A la luz del fuego y de la tea, doña Munia contempló la cara demacrada del soldado; junto a ella, el mayordomo esperaba órdenes. La dama vio que el jubón del soldado tenía manchas de sangre y ordenó a su servidor que le quitara las ropas. Y cuando así se hizo, vieron que tenía una vieja herida que se había vuelto a abrir. Doña Munia mandó que le trajeran agua, y ella misma lavó la herida del soldado; éste, al contacto del agua fría, abrió los ojos, azules, profundamente azules. Apenas si pudo musitar unas palabras de gratitud.
Doña Munia cubrió la herida con un emplasto de hierbas medicinales, le cerró los ojos y le dejó descansar. Algo había en el rostro macilento del herido que impresionó vivamente a la que hasta entonces se había mantenido doncella. No podía atribuido, en las reflexiones que se hizo aquella noche, a belleza física; era un dolorido dominio de aquel hombre a quien sus manos habían curado.
Pero creyendo que fuera tan sólo sugestión o pura lástima, quiso ahuyentar sus pensamientos y procuró dormir. Pesado fue su sueño y poblado de pesadillas. Veía al soldado dormido y sentía cómo respiraba; ella estaba muy cerca y, cuando se iba a aproximar para tocado con sus manos, un enorme pajarraco negro se lanzaba sobre ella, batiéndole la cara con sus alas. Despertó, dando un grito de terror; acudieron sus camareras. Ya era de día y vio que un murciélago se había metido en la habitación. Rió, nerviosa, mientras las criadas espantaban al avechucho. Después, doña Munia creyó que la pesadilla se había desvanecido. Salió a la gran balconada. Amanecía.
Pocas horas después, doña Munia penetraba en la habitación del herido. Éste había recobrado el conocimiento, y cuando vio a la dama la saludó muy cortés, dándole las gracias por todo lo que por él había hecho. Le contó cómo había llegado allá: «Regresaba yo de Santiago de Compostela, adonde había ido en peregrinación, prometida en un voto hecho en un momento de grave peligro para mi vida —en esa ocasión fue cuando recibí esta herida—. Quería hacer jornadas largas, pues he de regresar a mi patria, y no tomé precauciones, confiando demasiado en mis fuerzas. Cuando salí del pueblo vecino, el buen posadero me aconsejó que no caminara de noche; me aseguró que pronto iba a empezar a nevar, que con la nieve se borran los caminos, y que en estas noches los lobos bajan hambrientos y atacan a los viandantes. No quise hacerle caso, y, en efecto, apenas había anochecido, comenzó a nevar.
Al llegar a una encrucijada, junto a un calvario de piedra, no pude saber qué camino tomar. Tomé uno, encomendándome al Señor; pero pronto vi que era intrincado. Las patas del caballo se hundían en la nieve, cada vez más espesa. Tropezó el noble bruto en alguna piedra o raíz, y cayó, arrastrándome. La nieve mitigó el golpe, pero no lo bastante para que mi herida no se abriera, y comencé a sangrar.
A duras penas pude volver a montar, y medio desmayado seguí caminando hasta que divisé las luces de vuestro castillo. Llegué, llamé; pero al inclinarme para coger el aldabón, caí, y desde entonces apenas recuerdo nada. Sólo recuerdo el contacto de una mano suavísima, una sensación de frescura y una mirada de unos ojos de mujer. Después, en mi delirio, he vuelto a verlos». Doña Munia hizo señas al herido de que no hablara tanto. «Ahora habréis de descansar aquí. Estaréis atendido en todo lo que necesitéis.» Y así dijo la dama, fijando sus hermosos ojos en los del caballero. De nuevo tuvo la impresión de estar dominada por el deseo de entrega, con más fuerza que en la noche anterior. Y un poco turbada, se levantó, y, haciendo una graciosa inclinación de cabeza, salió del cuarto. Fue a la capilla y quiso rezar. Pero no podía apartar el recuerdo del herido. Tuvo que salir al patio, pues se sentía presa de gran agitación.
El bullicio que allí reinaba la distrajo un poco. Pero pronto no pudo más, y entrando por una poternilla en el castillo, subió a la habitación del herido. De nuevo lo saludó, preguntándole si algo necesitaba, y durante largo rato permaneció con él, y, cuando llegó la hora de comer, ordenó que sirvieran allí mismo el yantar y que vinieran los juglares a distraerlos con sus canciones. Vino uno de los más diestros, y a requerimientos de la señora cantó una dulce trova de amor. Mientras el juglar tañía el laúd y cantaba, la dama miraba fijamente al herido, y éste, un poco inquieto, no osaba contestar con sus ojos.
Así fueron pasando los días, y doña Munia estaba ya enamorada locamente. Hasta que una mañana, habiendo invitado al soldado —que ya se había levantado y podía andar— a visitar su huerta, le hizo comprender que lo amaba. Fueron palabras encubiertas, pero que el soldado entendió perfectamente. Mas, con un tono frío, dijo tan solo: «Mi gratitud será eterna para con vos; pero, sin duda mi estancia tan prolongada aquí os causa molestias. He de partir, pues ya estoy en condiciones de hacerlo. Y ahora, permitidme que me retire, pues quiero rezar».
La dama quedó sorprendida, y después se entregó a la desesperación. Jamás había amado a hombre alguno, y ahora un soldado vagabundo le retorcía las entrañas con un frío desdén. Aquella noche no pudo dormir. Hacia las doce, cogió una antorcha, la encendió en otra que había en uno de los corredores y bajó a la capilla. Quiso rezar, y apenas podía; levantó los ojos al Cristo que estaba en el altar, y vio en él las facciones del desdeñoso soldado. Entonces volvió a sus habitaciones, intentó descansar, y no pudo. Al fin salió a la balaustrada y pasó a una terraza almenada. La noche era de luna; grandes nubes volaban empujadas por un viento que sonaba en las piedras del castillo y en los árboles de los bosques vecinos. La dama estaba encolerizada, maldijo de sí misma, y exclamó: «¡Si el diablo me lo diera, bien se lo pagaría!». En ese momento las nubes pasaban por delante de la luna. Un murciélago voló por encima de la torre. Doña Munia sintió un estremecimiento de miedo y quiso volver; pero se encontró a un desconocido vestido de negro: «¿Quién sois?», preguntó balbuceando la dama. «He venido a vuestra llamada», contestó el desconocido. Doña Munia dijo: «No os he llamado. Decidme quién sois». El desconocido habló: «Es mi hora y mi reino. La luna se ha ocultado y yo he volado aquí. Tengo el poder de daros lo que queráis… si el pago es bueno».
Doña Munia quiso santiguarse; pero no tuvo fuerzas para levantar la mano. «Decidme quién sois… Decidme vuestro nombre…», repetía con terror. «Mi nombre no importa; de muchas maneras me llamáis. Creéis que soy horrible, y, sin embargo, no es cierto. Soy hermoso; luzco en las alboradas, cuando las aves cantan parleras: decís que la gloria del Señor; yo digo que cantan porque yo luzco. Y aquí estoy. Si quieres, puedo darte a ese hombre.» Doña Munia, entonces, llena de deseo, se calmó al instante. «Dime qué pides…» «Pido algo que tú puedes dar; algo que puedes darme, pase lo que pase.» «¿Riquezas?», dijo doña Munia. «Las riquezas desaparecen, no son nada.» «¿Tierras, honores…?» El desconocido rió. «Todo eso es mío, y quienes lo tienen son mis servidores.» Al fin, el hombre vestido de negro cogió de una mano a doña Munia, y dijo: «Sólo puedes darme una cosa: tu alma». Doña Munia, con los ojos espantados, miró al demonio, pues comprendió que era él. «¿Mi alma?
No, no puedo.» «Sí puedes. Piensa en que mañana, cuando brille mi lucero en el cielo de nácar y azul, tus brazos enlazarán el cuerpo joven y hermoso de tu amado. Que tus labios besarán los suyos y que él corresponderá con fuego a tu amor. Piensa en las tardes que pasaréis juntos, sin que nada os separe…» Doña Munia escuchaba, y poco a poco sentía que su deseo era lo supremo para ella. «¡Bien: mi alma es tuya!» Y el desconocido se inclinó y desapareció.
Volvió a lucir la luna; las nubes se alejaban. Un murciélago volvió a volar entre las torres; sisearon las lechuzas; sonaron unas campanadas lentas, profundas, en el reloj de la iglesia, y después se hizo el silencio. Doña Munia seguía apoyada en una almena; después cayó desvanecida.
Por la mañana siguiente, las camareras encontraron a doña Munia desmayada, junto a la almena. La llevaron al lecho; abrió los ojos y preguntó: «¿Es de día?». Le contestaron afirmativamente. Entonces doña Munia se levantó, a pesar de las protestas de sus camareras, que la querían retener, y se dirigió a la habitación del herido. Al no encontrarle en ella, doña Munia corrió por las galerías, preguntando a los servidores.
Éstos le dijeron que el herido había salido ya. Apenas amaneció, había pedido su caballo, había montado y se había dirigido hacia una peña que está sobre el río. La dama ordenó que le trajeran su caballo, el más rápido de sus caballerizas. Montó en él, ordenando que nadie la siguiera, y cabalgó por el camino que le dijeron había tomado el caballero. Pronto lo alcanzó, y, poniéndose delante, le reprochó que se hubiera marchado sin despedirse siquiera de quien le había curado y atendido. El soldado pidió excusas. Pero la dama, aproximándose a él, le pidió que descabalgara un momento.
Él lo hizo así, y doña Munia, bajando de su caballo, acercóse y le echó los brazos al cuello. «No podéis marchar; sois mío, sois mío.» El soldado apartó suave, pero firmemente, los brazos de doña Munia, y dijo: «No soy vuestro, señora; no puedo serlo. Porque si es verdad que sois hermosa cual ninguna otra mujer, mi alma está dedicada solamente a Dios. Esta madrugada he sentido una tentación terrible. Ayer fui frío con vos; es cierto. Pero esta madrugada se me llenó el alma de vuestro recuerdo. Os veía hermosa, con vuestros ojos llenos de luz, vuestro cabello flotando como un velo maravilloso, vuestro cuerpo lleno de vida, potente como una fruta en sazón. Me iba a levantar, y pensé que iba a cometer un gran pecado. Nunca había tenido tal deseo de poseer a una mujer. Sabed que soy caballero cruzado y he hecho voto de castidad ante el Santo Sepulcro. Pues bien: esta mañana estuve a punto de romper mi voto; que esto os consuele. Me levanté. El ventanal estaba abierto; entraba una brisa deliciosa; allá, en un dulce cielo en el que las estrellas iban apagándose, brillaba como nunca el lucero matutino. Recordé de pronto los himnos que entonamos en nuestras casas, y busqué mi relicario, que estaba junto a la cama. Lo cogí, y en cuanto lo tuve en mi mano, la paz volvió a mi espíritu. Volví a mirar por el ventanal. El lucero había desaparecido. Comprendí que había tenido una tentación peligrosa y determiné alejarme de aquí. Por eso he preferido que me tildéis de desagradecido a cometer una acción villana, un pecado».
Doña Munia sentíase llena de dolor y desesperación. De nuevo quiso abrazar al hombre amado; pero ahora algo le impedía. El cielo empezó a cubrirse de oscuros nubarrones, que avanzaban como humos de inmensas hogueras. El cielo estaba ya casi negro. Un rumor de truenos se oía a lo lejos. Doña Munia, medio enloquecida, recordó su visión de la noche anterior. «¡Me llama, me llama!», gritó. Oía, entre los truenos, una voz que decía: «¡Doña Munia! ¡Doña Munia!». Y montando en el caballo, le dio un latigazo con su fusta y salió disparada. El caballero, aterrado, quiso seguirla. Su corcel se espantaba; pero al fin lo dominó. El caballo de doña Munia galopaba por un sendero que bordeaba el abismo. Al fin, dando un bote, iba a despeñarse; pero el caballero llegó a tiempo de cogerla en sus brazos y de colgarle la reliquia, que era un trozo de la santa Cruz.
Cesó entonces la tormenta. Doña Munia estaba desmayada. Cuando volvió en sí, miró al caballero. Aquel deseo torcedor había cesado. Doña Munia se sentía llena de una indecible paz. Le dio las gracias al caballero y le besó muy humilde la mano, y después aún le pidió que le permitiera besar la santa reliquia. Partió el soldado a seguir su camino, y doña Munia volvió al castillo. Así había triunfado sobre el diablo. Su vida fue retirada y tranquila, y nunca más volvió a caer en tentación. Pero en las noches de tormenta, cuando los rayos cortan en hachazos de fuego el cielo y fulminan los altos robles, dicen que aún se oye entre los truenos una voz que clama: «¡Doña Munia! ¡Doña Munia!».