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Por: Ricard Ruiz de Querol

La pandemia de covid-19 ha conllevado un notorio incremento del recurso a lo digital. El teletrabajo se ha multiplicado en pocas semanas hasta alcanzar índices del orden del 70% de los empleados en algunos sectores, cuando eran apenas del 10% antes de la crisis.
El comercio online de comestibles y productos básicos ha crecido en informado también de aumentos de tráfico del orden del 40% en Whatsapp e Instagram. La plataforma de video conferencia Zoom atrajo a más de 100 millones de nuevos usuarios en una semana.
En tanto que el índice S&P 500 está en pérdidas anuales, la cotización de las grandes empresas de Internet se ha recuperado de los descensos que tuvieron lugar en marzo, acumulando ganancias que en el caso de Amazon y Netflix se acercan al 40%.
Al entrar de lleno en esta llamada nueva normalidad tecnológica, todo depende de cómo se configure el proceso de su construcción y puesta en práctica. Pongamos un ejemplo. La saturación del sistema sanitario durante la pandemia ha hecho evidente la necesidad de un acuerdo social que resulte en una reforma de calado de la sanidad pública para aumentar su capacidad de respuesta ante futuras emergencias y también para reducir las listas de espera.

Serán precisos cambios de organización y de procesos, mejoras en la dotación de los centros y en las condiciones de trabajo de muchos profesionales y también una intensidad digital mayor que la actual.
Pero, como se ha comprobado en múltiples experiencias, las decisiones tecnológicas para una transformación digital han de estar inspiradas por una redefinición previa de valores, estrategias y culturas organizativas. En el ámbito de la sanidad, ello conllevará un proceso técnico y político que puede demorarse durante meses.
Aplicaciones de rastreo
En este contexto, la polémica aún abierta sobre las aplicaciones de seguimiento de contactos es una muestra de cómo el solucionismo tecnológico común en el sector digital intenta capitalizar la ansiedad ante futuros rebrotes de contagio.
En tanto no se disponga de una vacuna contra el virus y se desplieguen programas masivos de vacunación, la evidencia de que solo una minoría de la población ha desarrollado inmunidad contra el virus exige mantener un estado de alerta que según algunos expertos podría prolongarse durante años.
Cuando se detecta un nuevo caso de covid19, es clave identificar, localizar, diagnosticar y en su caso aislar cuanto antes a posibles contagiados. Las aplicaciones pueden hacer más eficiente este proceso. Pero no solo no son imprescindibles, sino que numerosos expertos cuestionan su fiabilidad a la vez que expresan dudas de que ofrezcan suficientes garantías de privacidad y confidencialidad. Mal que pese a los tecnófilos, la decisión sobre un eventual uso masivo de estas aplicaciones es, por fuerza, política.
Sin control democrático
Un razonamiento similar aplicaría a las propuestas de normalizarla intensidad digital que ha aflorado durante la emergencia: en el teletrabajo, la tele-asistencia primaria, la educación a distancia, la amazonificación de las compras, la instagramación de la cultura, la neolixicación del ocio. También es cuestionable el planteamiento de profesionales afines al sector, como los integrados en el Cross Innovation Strategy Group, de afrontar la etapa de alerta extendida con aplicaciones de seguimiento de la movilidad para detectar zonas de congestión o monitorizando en remoto las constantes vitales de las personas para una detección precoz de contagios.

Aunque parezca que haga ya de ello una eternidad, antes de la emergencia de la covid-19 tomaba fuerza un movimiento de techlash motivado en parte por la evidencia de los daños colaterales de la extensión de lo digital, pero sobre todo por la falta de mecanismos efectivos de gobernanza del sector que hubieran hecho posible una mejor previsión y gestión de esos daños.
Esta omisión ha permitido además a los gigantes digitales acumular un poder excesivo sin apenas control democrático. Ahora, cuando empiezan a aflorar las secuelas físicas y psicológicas de vivencias del confinamiento centradas en lo digital, es oportuno renovar el techlash y contrarrestar la presión del sector tech para erradicarlo de la nueva normalidad.
Esta presión ya se ha iniciado. Eric Schmidt, exCEO de Google, ha lamentado en público que empresas como Amazon no hayan recibido el reconocimiento público que merece su comportamiento durante la crisis, reclamando a la vez la necesidad de prestar servicios y asesoramiento a las Administraciones, que, a su juicio, carecen de los sistemas informáticos y conocimientos necesarios.
Poco después, el Gobernador del Estado de Nueva York anunciaba que Schmidt Futures ayudará a integrar herramientas avanzadas en las prácticas y sistemas del Estado, así como que el propio Eric Schmidt presidirá una comisión recién nombrada al efecto.
Es inevitable que la tecnología se mezcle con la política. Pero la cuestión que hay que dirimir es si prevalecerá una digitaiocracia que imponga las condiciones alas que la sociedad se deba adaptar o si, por el contrario, el activismo y la democracia consiguen que la prioridad del sector de la tecnología no busque solo el interés de sus ejecutivos y sus accionistas. Depende de nuestra conciencia y de cómo nos organicemos.
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