Por: Dr. Jesús López. Especialista en egipcio hierático y colaborador del Museo Egizio de Turín
y por: el Dr. Joaquín Sanmartín. Especialista en filología semítica noroccidental y Profesor Titular de Lengua y Literatura de la Universidad de Barcelona.
¿Cómo se utilizaba? ¿Para qué?
En Egipto, como en otros pueblos, la magia es parte esencial del fenómeno religioso y, al mismo tiempo, lo desborda cuando propone una explicación del origen y de la mecánica de la creación del mundo. No se debe prestar más atención de la que merecen al atuendo, a las manipulaciones y a las fórmulas incomprensibles de los magos; más allá de las apariencias pintorescas se puede reconocer uno de los primeros ensayos de pensamiento científico.
El egipcio se sentía amenazado por innumerables peligros ocultos en el aire, en la noche o en el interior de los objetos. Interpretaba estos peligros y, en general, todos los fenómenos naturales como manifestaciones del conflicto que opone entre sí a las fuerzas vivas que emanan de las divinidades, de los genios, de los vivos y de los muertos. Los dioses poseían una fuerza llamada heka, el poder mágico, en el cual se puede reconocer, utilizando definiciones modernas, «la energía activa del universo» (S. Sauneron) o un «campo de fuerza que rodea a cada divinidad y que produce sobre la humanidad un efecto de intensidad específica» (E. Homung). El papel de esta energía es tan esencial que algunos textos egipcios llegan a afirmar que el dios creador había concebido su propio cuerpo gracias al poder mágico: la magia sería, por consiguiente, anterior a la creación.
Los cuerpos de los dioses están impregnados de magia. Cuando los reyes del Imperio Antiguo subían al cielo debían tomarlo por asalto y para ser aceptados y reconocidos como dioses debían practicar el canibalismo, devorando a unas cuantas divinidades:
El rey Unas come su heka y devora su espíritu. De ellos, los grandes son para su desayuno, los medianos para su comida y los pequeños para su cena (Pirámides, § 403-404).
Los dioses, por consiguiente, corren en el cielo peligros de los que necesitan protegerse. Un documento más reciente representa a diversas divinidades y a un grupo de babuinos que rodean al dios del sol con una serie de redes destinadas a tener alejado a su enemigo, el dragón Apopis. Una imagen tan sugestiva autoriza a definir la heka utilizando definiciones físicas: la red que protege el sol es «un campo de fuerza» cargado con la energía invisible de la magia, mientras que el festín canibal del rey difunto implica que la magia es una «substancia» y que, como tal, puede ser devorada 102.
Después de haber servido a la obra de la creación, la magia pertenece a todos los dioses quienes la utilizan para defender el mundo organizado de los asaltos del Caos. Y el dios creador decidió revelar los secretos de la magia a los hombres para que supieran defenderse de los peligros que les amenazaban sobre la tierra:
(Dios) hizo para ellos la magia (heka) como armas para rechazar el curso de los acontecimientos, sobre los cuales se vigila de noche y de día (Merikare, E. 136-137).
Una vez conocidas las fórmulas que permitían a quien las pronunciaba modificar «el curso de los acontecimientos», los hombres pudieron utilizarlas para favorecer sus proyectos más egoístas, para contrariar los del vecino e incluso para enfrentarse cuando lo juzgaban necesario con quien les había dado tan gran poder. Si se abandona la Física en beneficio de la Ética, se verifica que el uso que hicieron los hombres del «campo de fuerza» fue a menudo un abuso.
Los magos ejecutaban los numerosos gestos rituales que eran necesarios para dar todo su poder al hechizo, pero la parte esencial de la operación consistía en la lectura de las fórmulas mágicas y secretas. Pronto se difundió la opinión de que la solución de todos los problemas se encontraba en la posesión de una parcela de heka y que buenos resultados se podían obtener automáticamente a condición de utilizar un texto mágico de buena calidad. Los escribas que copiaban y vendían en gran cantidad las colecciones de fórmulas no se olvidaban de alabar la antigüedad de los textos que ofrecían. Un papiro, copiado innumerables veces, había sido escrito por Geb, el antiquísimo dios de la tierra; otro era la obra de Thot, el dios de la sabiduría; se decía que un tercero había sido encontrado en una vasija junto a una momia, y a su lado se hallaba un escrito del ilustre visir de Amenofis III que lo habría redactado para su uso personal.
Los libros de magia ocupaban un buen puesto en las bibliotecas de los palacios y de los templos así como en las casas de muchos particulares. Las «Casas de la Vida», es decir los talleres de copistas instalados en los principales santuarios, reproducían abundantemente las antiguas fórmulas poniéndolas al alcance de quien podía pagar el precio de la copia, lo que no les impedía precisar en una nota que se trataba de un auténtico secreto de la Casa de la Vida, no debe ser revelado a nadie. Para convertirse en mago bastaba saber leer porque, esencialmente, la acción de la magia se desencadenaba en el momento en que se pronunciaban las palabras necesarias con el tono justo. Los magos eran, por consiguiente, personas que sabían leer, frecuentemente un sacerdote y especialmente el «sacerdote lector» que entonaba ordinariamente los himnos en el templo y que ejecutaba los ritos necesarios en los entierros.
Los egipcios les llamaban hekay, «el que posee la heka», o sau, «el protector», pero los sacerdotes lectores eran los más reputados entre ellos y los héroes de numerosos concursos de brujería que entusiasmaban a los espectadores. Los cuentos del papiro Westcar relatan cómo uno de ellos era capaz de modelar un cocodrilo de barro que se animaba cuando lo ponía en un lago para que devorara a un adúltero. En el cuento siguiente, otro sacerdote lector separaba las aguas de un estanque para que una jovencita pudiera recuperar una joya que había caído en el fondo.
El cocodrilo de barro del cuento es uno de los múltiples enseres que se podían utilizar para dar más fuerza a un hechizo. A menudo las operaciones se limitaban a la lectura en voz alta de la fórmula adecuada, pero otras veces el oficiante tomaba la precaución de observar ciertos preliminares. Podía, por ejemplo, ungirse el cuerpo, quemar un poco de incienso agitando el incensario detrás de sus orejas, colocarse un trocito de sal (natrón) en la boca, endosar vestidos nuevos y sandalias blancas y, naturalmente, purificarse con abluciones en las aguas del Nilo y pintarse con tinta verde el signo de la Verdad (Maat) sobre la lengua. Estas operaciones variaban según los casos sin que fuera necesario observarlas todas; el mago actuaba como cualquier sacerdote uab («puro») que practicaba un escrupuloso aseo ceremonial antes de celebrar los ritos en el templo.
Cumplidos estos preámbulos, el mago consultaba su papiro y pronunciaba la fórmula adecuada. Convenía repetir la lectura cuatro veces y añadir al final «Hoy», para que surtiera su efecto inmediatamente, y era preferible recitarla con tono solemne o cantarla. Las fórmulas eran siempre eficaces y permitían obtener automáticamente el poder de las divinidades para utilizarlo contra los genios enemigos, recurriendo a ciertos procedimientos que se pueden clasificar bajo ciertos tipos 103. Se procedía frecuentemente por «analogía», comparando el caso de un hombre con un caso divino y recordando la victoria del dios sobre su enemigo. El mago, o su cliente, eran asimilados a un dios y de este modo el genio del mal renunciaría a sus propósitos porque se daría cuenta de que se estaba enfrentando con alguien más poderoso que él. Se trata en definitiva de una acción de intimidación. Otro procedimiento puede ser calificado de «acción de solidaridad forzada»: el mago intentaba obligar a la divinidad a adoptar su causa utilizando para ello procedimientos cada vez más violentos, hasta hacerle admitir que el problema del cliente era su propio problema. Otras veces se comparaba cada una de las partes del cuerpo humano con la parte correspondiente del cuerpo de un dios; el remedio era infalible para curar una enfermedad. Se podía incluso identificar a un enfermo con una divinidad que había sufrido la misma enfermedad. Cuando Horus era niño, un escorpión le había picado y sólo debió la salud a la intervención de otros dioses. Los que habían sido picados por un animal venenoso se encontraban en la misma situación, «a la analogía de la situación debe corresponder una analogía de la solución» (Sauneron).
Así pues, el mago implicaba en sus tentativas a los dioses, unas veces con respeto, otras con impaciencia, hasta llegar al caso extremo de las amenazas. El mago pretendía que el destino de su cliente era inseparable del destino del universo y, si los dioses no intervenían favorablemente, se producirían calamidades tales que pondrían en peligro la existencia del mundo y la de los dioses mismos:
El cielo no existirá, la tierra no existirá…. la miseria vendrá del cielo del sur, surgirán combates en el cielo del norte. Habrá lamentos en la residencia de los dioses, el sol no brillará y la inundación que llega a su tiempo no subirá 104.
Hasta aquí sólo se ha tratado de catástrofes meteorológicas; más asombrosas son las amenazas dirigidas directamente contra los dioses con la promesa de actos sacrílegos que afligirán sus personas, sus animales sagrados y sus santuarios. Por ejemplo, la plegaria «inflamada» e irreverente de un enamorado poco afortunado que pensaba incendiar Busiris, la ciudad santa de Osiris, si no obtenía satisfacción:
¡Alabado seas, Re-Horakhti, padre de los dioses!
¡Alabadas seáis, las Siete Hathors adornadas con cintas escarlatas!
¡Alabadas seáis, divinidades señoras del cielo y de la tierra!
Haced que fulana, hija de fulana, me busque,
como una vaca busca su forraje….
Si no hacéis que me busque, aplicaré el fuego a Busiris y la reduciré a cenizas.
(ostracon IFAO 1057)
Se intentaba aterrorizar a los dioses afirmando que una ciudad ardería, o que en el cielo del sur soplaría el khamsin, el viento ardiente del desierto, y que en el cielo del norte se agruparían las nubes y estallarían tormentas. Los dioses corrían tales peligros que no dudaban un instante en poner remedio a los problemas de los mortales, a condición de que tuvieran por abogado a un brujo competente. Así se convirtió la magia en el instrumento de apetitos brutales.
Una técnica comente consistía en dar movimiento a imágenes de barro o de madera convirtiéndolas en substitutos del mago o de la persona que las empleaba. Se solía depositar en las tumbas los uchebtis, «los respondedores», que se animaban y substituían al difunto cada vez que éste tenía que realizar un trabajo en el otro mundo. Numerosas figurillas de hombres o de animales encontradas en las casas de los vivos han debido servir para protegerse contra las mordeduras de los cocodrilos y el veneno de los escorpiones. Además, existían amuletos adaptados a cada situación. Muy populares fueron las pequeñas estelas que representaban a Horus pisoteando a unos cocodrilos y agarrando en sus manos manojos de serpientes, de escorpiones y de animales feroces del desierto. O los amuletos de los dioses protectores de las mujeres que daban a luz: Bes, el genio bienhechor con cuerpo deforme que gesticulaba amenazador para alejar los peligros, o Tueris, el hipopótamo hembra cuyo vientre era abultado y que asistía a los nacimientos llevando su nudo mágico.
Otras veces, el mago utilizaba estatuillas que no reproducían el aspecto de un dios protector sino el del enemigo que se necesitaba combatir. Se trata de una técnica que conocen y practican, hoy en día y en Europa, los brujos. Pero las intenciones de los egipcios no eran siempre tan reprensibles.
Semejantes maleficios tenían lugar frecuentemente en los templos de modo oficial y con motivos perfectamente confesables, ya que se trataba de utilizar la fuerza de la magia para defender la obra del demiurgo solar, cada uno de los elementos de la creación y, en modo particular, al faraón. La magia utilizaba los mismos métodos para combatir a los enemigos de Re y a los del soberano. A fin de extender una red mágica alrededor de Egipto, se escribían los nombres de las tribus enemigas de Siria y de Nubia en las paredes de unos pucheros que luego se rompían; y se enterraban los pedazos para que la destrucción de sus nombres tuviera como consecuencia la ruina de aquellos países. Otras veces se escribían los nombres de los enemigos en la superficie de unas estatuillas que representaban a extranjeros cautivos con las manos atadas en la espalda. Estas imágenes se enterraban en la arena; cuando las estatuillas eran de cera, se les atravesaba el cuerpo con una varilla delgada, recibían cuchilladas, se les escupía o se las aplastaba con los pies antes de arrojarlas al fuego, al orín o al agua. Otras prácticas mágicas garantizaban la seguridad del faraón. Por ejemplo, se representaba a los enemigos atados a ambos lados del trono, o pintados en las losas del palacio para que el rey pudiera pisotearlos cada día.
Quien ha viajado a Egipto ha podido admirar las gigantescas imágenes del soberano representado en relieve a ambos lados de la puerta monumental de los templos. El rey atrapa por los cabellos un haz de enemigos vencidos y alza el brazo armado sobre sus cabezas para que la victoria se perpetúe eternamente. Las paredes de los templos y los zócalos de las estatuas representan muy a menudo al rey que conduce hacia el trono de su padre Amén a los habitantes de las ciudades vencidas. Estas imágenes eran naturalmente un acto de propaganda dedicado a los súbditos de monarca, pero al mismo tiempo estaban destinadas a reproducir mágicamente los acontecimientos pasados, o deseados, al menos hasta que los templos y las estatuas no cayeran en ruinas. La escena de «la caza con redes» se proponía alcanzar los mismos resultados; los dioses ayudaban al rey a capturar los pájaros y los peces de los pantanos y, con ellos, a sus enemigos de Siria y de Nubia.
El faraón disponía de medios infalibles con que protegerse de sus adversarios pero estas armas podían volverse en contra suya. La magia parece haber jugado un papel muy importante en las numerosas conspiraciones que se tramaban en el harem del palacio. Los asesinos de Ramsés III habían modelado estatuillas de cera con escritos mágicos que introdujeron en el palacio para que paralizaran la guardia, de modo que ellos pudieran establecer contacto con sus cómplices del harem.
La acción de la magia se ejercía en todos los pormenores de la vida ordinaria, de la religión o de las costumbres funerarias, Ya se han mencionado las rigurosas medidas de protección con que se rodeaban las estatuas divinas, encerrándolas en capillas tan herméticas como la caja fuerte de un banco, y las abluciones y fumigaciones que debían ejecutar quienes se acercaban al santuario para no poner en peligro al dios que residía en su ídolo de madera y que estaba expuesto, por consiguiente, a las brujerías. Los mismos peligros amenazaban a la estatua del difunto en la capilla de la tumba o a sus imágenes grabadas en las paredes, porque el mundo de los muertos estaba poblado de hombres y animales dañinos que podían atacar al difunto y destruirlo. Los sacerdotes que escribieron los textos en las paredes de las pirámides tomaron la precaución de substituir los signos jeroglíficos que representaban a hombres o a animales vivos con otros signos dotados de valor fonético y, como no siempre se podía practicar esta substitución sin que el texto resultara incomprensible, se decidieron por mutilar las imágenes de los seres dotados de vida de tal modo que se les privara de movimiento. Los signos de escritura que representaban animales feroces estaban cortados en dos pedazos, otras veces se les había degollado y sólo se había grabado la cabeza; los pájaros no tenían patas; se representaba a los hombres parcialmente, unas veces el tronco y la cabeza, otras la cabeza y los brazos, o sólo la cabeza.

Papiro Leiden.
Los vivos constituían un grave peligro para los muertos ya que podían destruir los cadáveres privando así a las almas de su soporte material. Para asegurarse la inmortalidad, los egipcios colocaban en las tumbas estatuas que eran sus retratos; hacían grabar o pintar sus imágenes en las paredes de sus últimas moradas y su nombre en los textos funerarios. La destrucción de las imágenes, tan frecuentemente practicada en el Antiguo Egipto, no es una prueba de vandalismo, sino el resultado del odio que un vivo sentía por un muerto. Anteriormente hemos ya hablado del martilleo del nombre de ciertos soberanos caídos en desgracia, por ejemplo Akhenatón, y hemos relatado cómo este soberano hereje ordenó destruir las imágenes y los nombres de los dioses tradicionales. El nombre de los dioses y el de los hombres era para los egipcios un elemento esencial de la personalidad; destruirlo era asestar un golpe decisivo a la supervivencia de su propietario.
Así se explica que se atribuyera tanta importancia a los nombres que se daban a los recién nacidos: el nombre escogido podía determinar el destino del niño. Ciertos nombres demuestran que los egipcios temían especialmente el mal de ojo (el aojo), como lo temen aún hoy día muchos habitantes de los países mediterráneos. Para protegerlo, se podía dar a un recién nacido el nombre de «Rechaza el aojo» y tomar la precaución, que duraba toda la vida, de ponerle en el cuello algún amuleto. El texto de uno de ellos advierte que si alguien se atreve a atacar a quien lo lleva será exterminado por los dioses como lo fue el dragón Apopis.
Todo demuestra que en Egipto religión y magia eran inseparables y complementarias y que un egipcio no habría comprendido la distinción moderna entre un «sacerdote» y un «brujo», al menos en los términos en que nosotros solemos hacerla. Las funciones del sacerdote lector eran ambiguas y a menudo específicamente mágicas. Las ceremonias, lecturas y medidas profilácticas con que el sacerdote oficiante rodeaba la estatua divina durante el oficio diario en el santuario no nos parecen tampoco sustancialmente diferentes de los métodos que utilizaba un mago para proteger a los vivos de las enfermedades, o de 1critos fúnebres destinados a alejar del cadáver los peligros que le amenazaban en el otro mundo.
Se ha dicho con razón que el mago egipcio actuaba, según los casos, como lo haría un físico, un químico, un astrónomo o un médico. Se debe sin embargo reconocer que es difícil tomar en serio como remedios las recetas de los textos mágicos e incluso muchas de las que se leen en los libros de medicina (en Egipto la distinción entre magia y medicina es frecuentemente aleatoria). Citando un caso extremo, se necesita mucha fe para creer que la sangre de una garrapata atrapada en el lomo de un perro es un excelente elixir de amor que surtirá efecto inmediato en la mujer amada. Pero en otras recetas se ha observado que aunque algunos ingredientes son ineficaces y grotescos, otros son susceptibles de procurar remedio. Poco a poco los magos egipcios, como sus colegas africanos, aprendían a utilizar las plantas y las sustancias minerales y eran capaces de inventar farmacopeas que causaron la admiración del mundo antiguo.
Los orígenes de la astronomía son inseparables de la práctica de la astrología. De uso corriente eran los calendarios de días fastos y nefastos; en los días fastos se situaba el aniversario de algún suceso mitológico afortunado, los nefastos se referían al caso contrario. Muy popular fue también el Libro de los Sueños, en el cual, con un poco de buena voluntad, se puede ver un precursor de los modernos tratados de psicología y de psiquiatría. Quien sueña que está muerto vivirá muchos años y quien ve, en sueños, su imagen en un espejo será desgraciado: este sueño significa que se casará otra vez.
APUNTES A PIE DE PÁGINA
- E. Hornung, Der Eine und die Vielen, pp. 202-204.
- S. Sauneron, Le monde du magicien égyptien, pp. 36-42.
- Papiro Leiden I 348, verso II, 5 (fórmula 34). Traducción completa en J.F. Borghouts, The Magical Texts of Papyrus Leiden I 348, p. 31.
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