
DOMINIOUE SCHNAPPER.
Socióloga.

La socióloga, Dominique Schnapper, nacida en 1934, es directora de estudios de la École des hautes études en sciences sociales (EHESS). Fue miembro del Consejo Constinucional de marzo de 2001 a marzo de 2010. Es autora de numerosas obras sobre la sociología de la ciudadanía, entre ellas: Communauté de citoyens (Gallimard, 1991), Relation á l’autre (Gallimard, 1998),
Entre los años 1980 y 1990, tuvieron lugar debates apasionados en torno a la noción del multiculturalismo. En ellos, los que insistían en la prioridad de la «integración» de las poblaciones de cualquier origen se oponían a los que in-tentaban redefinir las relaciones entre pertenencias culturales múltiples y la organización política en nombre del «multiculturalismo».

La política francesa parecía más próxima al modelo de «integración», de Alemania y, sobre todo, de Gran Bretaña, modelos éstos de «multiculturalismo».
Pero, en realidad, las políticas que se impulsaron eran menos diferentes de lo que los debates parecían indicar y podríamos pensar retrospectivamente que, en cierta medida, se trataba de falsos debates. De hecho, ni los «integracionistas» ni los «comunitaristas» se han cuestionado la igualdad cívica y la ciudadanía individual.
Para concretar: ¿en qué medida deben estas expresiones estar organizadas por los poderes públicos y sostenidos con fondos públicos? Los pensadores favorables al «multiculturalismo» afirman que la gestión «clásica» de la diversidad ciudadana ha llegado a ser inoperante.
Ésta no reconoce, según ellos, la necesidad de los seres humanos de ver reconocida su dignidad no solamente como ciudadanos abstractos, sino también como individuos concretos, portadores de una historia y una cultura singulares. Sería necesario instaurar una política del «reconocimiento».
Un riesgo de fragmentación social
El reconocimiento público de derechos particulares comporta, no obstante, riesgos que quedan resumidos en el término «comunitarismo». El primero es el de ser contradictorio con la libertad de los individuos. Al afirmar la existencia de derechos particulares se corre el riesgo de encerrar a los individuos en sus particularismos al asignarlos, en contra de su libertad, a un grupo. El segundo es el de consagrar y cristalizar los particularismos a costa de lo que une a los ciudadanos.

Concediendo a los grupos derechos particulares, el reconocimiento público puede conducir a la fragmentación social al yuxtaponer «comunidades», cerradas las unas a las otras. ¿Cómo asegurar, entonces, la igualdad de los diversos grupos si se les conceden formas diferenciadas de ciudadanía? La diferencia reconocida de derechos ¿no conducirá necesariamente a derechos diferentes?
Los pensadores de un comunitarismo moderado tienen en cuenta estos riesgos. Ellos plantean condiciones a la adopción de una política multicultural. La primera es que a los individuos no se les debería obligar a formar parte de un grupo concreto, sino que todo individuo debería ser libre de entrar o salir de éste.
La segunda es que sólo se deben reconocer culturas que no comporten rasgos incompatibles con los derechos humanos. No se debería admitir, en nombre del relativismo cultural, que se invoque la tradición cultural para justificar la desigualdad estatutaria de hombres y mujeres, o la ablación en las niñas. Por último, es importante que los diversos grupos sean iguales.
No se puede sino suscribir estas condiciones. Sin embargo, el problema está en organizar concretamente el reconocimiento institucional de estos derechos culturales. ¿Cuál puede ser su contenido? La misma neutralidad religiosa del Estado organiza ya la libertad religiosa. Mejor aún, esta libertad constituye una protección para las religiones minoritarias. Las prácticas intelectuales, asociativas o festivas, son libres para todos. Queda la cuestión lingüística.
Si cada uno habla la lengua que quiere en su casa o con sus amigos, ¿hasta qué punto un espacio público común puede estar organizado sin que los ciudadanos se comuniquen en una lengua también común? El reconocimiento de derechos culturales ¿podría conducir, por ejemplo, a que todos los textos oficiales, cuya inflación en las últimas décadas todos coinciden en constatar, fueran traducidos a las 27 lenguas que, en Francia, podrían reivindicar ser reconocidas al amparo de la Carta Europea de protección de las «lenguas regionales y minoritarias»?
El individuo como fin supremo
Estas preguntas muestran que todo reconocimiento jurídico de los particularismos comporta el riesgo de acarrear reivindicaciones sin fin. ¿En nombre de qué ha de reconocerse el chino o el árabe, una de las variedades del bretón y no las otras? ¿Por qué dar derechos a ciertos grupos, históricos o culturales y no a otros? La lógica del particularismo tiene como fin último el individuo.

Si se respetan las condiciones precisamente fijadas para que los teóricos de un multiculturalismo moderado establezcan los derechos culturales, llegaremos a una política cercana a un «republicanismo tolerante». Las prácticas de la ciudadanía pueden irse reelaborando de manera «democrática», de forma que no acaben cristalizadas por imposición del derecho a las diferencias culturales, las cuales, por otra parte, también están sometidas a un continuo cambio. ¿No sería suficiente con esta reinterpretación «democrática», es decir, más suave y tolerante? ¿De los principios de la ciudadanía para que todos tuvieran la impresión de ver reconocida su dignidad?
El principal papel del Estado no puede ser menos que el de organizar la unidad del espacio político común, lo cual permite integrar a través de la abstracción y la igualdad formal de la ciudadanía a todos los individuos, cualquiera que sean sus orígenes sociales, religiosos, regionales o nacionales. Su principal función es proporcionar los medios a cada uno para que pueda participar en la vida común.
Estas son las razones profundas por las cuales todos los Gobiernos de Europa han adoptado finalmente políticas pretendidamente de integración, de «republicanismo tolerante». Ni en Francia, Alemania o Gran Bretaña, se les ha concedido derechos colectivos a grupos particulares.
Los franceses han adoptado políticas de compensación justificadas con argumentos sociales (políticas ciudadanas, políticas de las zonas de educación prioritaria ZEP). Alemania ha mantenido, por su parte, una política de integración de la población de origen extranjero, incluyendo aquí un nuevo derecho a la nacionalidad adoptado en el año 2000. Desde 2001, Gran Bretaña, seguida por los Países Bajos, ha cuestionado profundamente su política de reconocimiento social (pero no jurídico) de las comunidades de emigrantes.
Aunque subsistan especificidades en las modalidades de integración, todos los países europeos mantienen una política mediante la cual se esfuerzan en respetar las identidades de cada uno, aun limitando su expresión colectiva en el espacio público. Esta es la política que se impone: ¿acaso podría mantenerse una política de exclusión o de marginación? ¿Estaría conforme con los valores democráticos?
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