Por: Mirelle Delmas-Marty
El derecho internacional se desarrolla pero tiene dificultades para imponerse. Entre la soberanía de los Estados y el respeto de los derechos humanos, queda por construir un orden jurídico mundial.
¿Cómo atreverse a hablar de «derecho común de la “humanidad» a escala de un planeta abandonado a los enfrentamientos, a la violencia y a la intolerancia? ¿Podemos siquiera concebir el perfil de una comunidad de valores más allá de la diversidad de las culturas y de la oposición de los intereses?
Es cierto que el derecho internacional experimenta un desarrollo sin precedentes y que las jurisdicciones internacionales se multiplican, pero la realidad cotidiana evidencia más el gran desorden jurídico del mundo que la emergencia de un orden jurídico mundial, legítimo y eficaz.
Citemos el ejemplo significativo de dos acontecimientos acaecidos el 1 de junio de 2010. En el mismo momento en que se iniciaba en Kampala (Uganda) la conferencia de revisión llamada a consolidar el estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI), el asalto de Israel a la «Flotilla de la Libertad» parecía desmentir de forma brutal (y sangrienta) el discurso de Ban KiMoon, secretario general de las Naciones Unidas, que celebraba el paso de la era de la impunidad a la de la responsabilidad.
DOS MODELOS INCOMPATIBLES
Sin duda, no estamos ni en la era de la impunidad ni en la de la responsabilidad, sino en un periodo de transición en el que se enfrentan dos concepciones distintas de la legitimidad, como dos modelos incompatibles del orden mundial.
Por una parte, el modelo de soberanía tradicional, que da preferencia a la política sobre el derecho, según el cual cada Estado es soberano para defender su seguridad, si es necesario por la fuerza.
Por otra, un modelo universalista, que postula el reconocimiento de valores universales cuya transgresión constituye un crimen que concierne al conjunto de la humanidad, que privilegia la justicia sobre la política y somete el uso de la fuerza al derecho.
Lo más trágico es que los dos acontecimientos señalados anteriormente ilustran asimismo la incapacidad de cada modelo para garantizar una paz duradera: por un lado, la fuerza alimenta la fuerza y revela su fragilidad, porque la paz de los vencedores siempre es provisional; por otro, la justicia sin la fuerza sigue siendo ineficaz, como demuestran las dificultades del TPI para lograr la ejecución de sus órdenes de detención, en particular la emitida contra el presidente Al Bashir, triunfalmente reelegido en Sudán.
En este periodo de transición, ninguno de los dos modelos puede funcionar aisladamente: la eficacia de la justicia penal internacional depende en gran parte de la cooperación de los Estados, mientras que una paz duradera en Oriente Medio supone el respeto del derecho internacional, y, en los casos litigiosos, una internacionalización de las investigaciones.
Sin embargo, aunque sea insuficiente por sí solo, el derecho sigue siendo necesario para consolidar las elecciones de valores que permitan formalizarlos (función legislativa) y aplicarlos (función judicial y ejecutiva). Según si el objetivo es ponerse de acuerdo, de manera positiva, sobre los valores que cabe promover o, de manera negativa, sobre las principales prohibiciones, estos valores comunes derivarán bien del derecho penal internacional o bien del derecho internacional de los derechos humanos.
Humanizar la violencia prohibiendo los crímenes de guerra, y después los crímenes «contra la humanidad» es, de hecho, manifestación de una comunidad humana de valores que emerge progresivamente al amparo de la comunidad interestatal. La justicia penal internacional comenzó a funcionar con la creación de los tribunales ad-hoc para la antigua Yugoslavia y Ruanda, y más tarde, en 2002, con la entrada en vigor del estatuto del Tribunal Penal Internacional, que precisamente la conferencia de Kampala tenía por objetivo revisar, en particular proponiendo una definición del crimen de agresión.
Pero la construcción de este derecho penal de lo inhumano, que cuestiona la pertenencia de la víctima a la misma humanidad (despersonalización, e incluso deshumanización de la víctima), no es lineal. El endurecimiento de la lucha contra el terrorismo ha conducido, desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, al retroceso de los valores universales en beneficio de una defensa de los intereses nacionales.
Concebido como un derecho de excepción, el dispositivo penal antiterrorista se considera legítimo a raíz de los atentados, hasta el punto de interrumpir el proceso de internacionalización restableciendo la tradición de las derogaciones nacionales legitimadas por razones de Estado.
Con el eslogan político de «la guerra contra el terrorismo», Estados Unidos ha introducido, o reintroducido, un paradigma jurídico que podría, por el contrario, llevar a banalizar la tortura, o en otras palabras, a legitimar la deshumanización, con el pretexto de proteger la seguridad del Estado y la supervivencia de su población.
UN PROCESO INTERACTIVO
De ahí la importancia de la otra vertiente, la del derecho de los derechos humanos, que crea prohibiciones a la actuación de los Estados. Al abrir una brecha en el muro de la razón de Estado, los derechos humanos ofrecen un instrumento para «razonar la razón de Estado» y fundar una comunidad mundial a la vez interestatal e interindividual. Fue en la Declaración «Universal» de los Derechos Humanos donde se expresó por primera vez de forma positiva, por medio de valores comunes.
A pesar de la participación de representantes de diversas partes del mundo, el texto inicial, concebido a partir de una compilación de declaraciones existentes, permanecía marcado por la influencia occidental.
Pero los derechos humanos irían emancipándose progresivamente, hasta el punto de ser utilizados, por ejemplo, para apoyar la descolonización o juzgar la esclavitud como crimen contra la humanidad. Y más adelante, se independizarían asimismo de la tutela estatal.
Paradójicamente, fue en Occidente, en el marco regional europeo, posteriormente en el latinoamericano y, por último, muy recientemente, en el africano, donde los derechos humanos pasaron a ser oponibles a los Estados. Para que el derecho contribuya a la búsqueda del bien común, cabe sin lugar a dudas considerar los crímenes de carácter universal y los derechos fundamentales como procesos universalizables y transformadores, en vez de conceptos ya universales.
Estos procesos reciben más fácilmente la aceptación general si se inscriben en una dinámica evolutiva y en una perspectiva plural y abierta. Sin renunciar a la diversidad de las culturas, ni a los logros de las humanizaciones, el derecho se procuraría los medios para organizar la mundialización de forma interactiva y evolutiva.