EL SACERDOCIO HUMANO DE CRISTO – La obediencia vicaria de Cristo.

El tema de la carencia de pecado en Cristo ha generado pocas controversias en la iglesia por un motivo evidente: los escritores del Nuevo Testamento nos ofrecen un testimonio unánime. A continuación abordaremos la manera en que gestionan el tema. Primero, vemos el comentario de Lucas sobre la infancia y la niñez de Jesús. En Lucas 2:39-40, el evangelista cuenta cómo Jesús fue circuncidado al octavo día, como exigía la ley. Por consiguiente, era un miembro auténtico de la comunidad federal. Después, el niño creció de la forma habitual. Sin embargo, lo más significativo es que creció en sabiduría aparte de hacerlo físicamente, y que el favor de Dios estaba sobre él. Evidentemente, incluso de niño Jesús destacó como portador de la gracia de Dios de una forma notable. En Lucas 2:41-52, en la ocasión en que se quedó en el templo departiendo con los rabinos, se nos presenta como alguien interesado por encima de todo en estar en los negocios de su Padre (v. 49). Su capacidad teológica impresiona a los rabinos (vv. 46-47), y su concepción de su vocación no solo destaca mucho, sino que supera la capacidad de comprensión de sus padres (v. 50). Está claro que Lucas no considera este incidente como una ruptura de sus obligaciones filiales, porque comenta que cuando la familia regresó a Nazaret siguió sujeto (hypostassomenos) a sus padres (v. 51). El incidente del templo fue el acto de un niño consumido por el deseo de servir a su Padre, decidido a mejorar su comprensión de los tratos de Yahvé con Israel. Por lo tanto, no se puede considerar un acto de desobediencia a sus padres, sino más bien un acto muy humano, un acto de obediencia a su Padre adecuado para un niño: fue una obediencia inmadura. Esto se subraya no solo en el comentario que hace Lucas en el versículo 51, sino también en sus comentarios finales en el 52.

El desarrollo posterior de Jesús hacia la madurez fue un crecimiento perfecto. Aprendió y creció en la experiencia de la vida. No cabe duda de que tuvo que experimentar tristeza tanto como alegría, dado que sabemos que durante esa época falleció su padre José. Como Jesús era humano, no todo podía irle bien a él o a su familia. A la muerte de su padre debió ser su obligación proveer para las necesidades de la familia, una familia que, después de todo, no era rica (Lc. 2:6-7, 22-24). Durante el curso de estas luchas creció en sabiduría. Paralelo a esto se produjo un crecimiento social y espiritual. Forjó y cultivó amistades. Fue amado y respetado. Creció en favor con Dios, una fe creciente y madura a medida que aumentaban su edad y su fortaleza. Aprendió a confiar en Dios en los altibajos de la vida cotidiana, cuando las cosas salían mal. Aprendió la obediencia, progresando de un grado de fidelidad al siguiente. Por el mero hecho de ser humano, su confianza en Dios se enfrentó a retos nuevos. Y todo esto se inserta en el marco general de la obediencia a Dios.

En segundo lugar, tenemos constancia del desafío confiado que lanzó Jesús a sus enemigos: que le acusaran de algún pecado ( Jn. 8:46). El reto de no tener pecado que Jesús lanzó a los fariseos les descalificaba para emitir un juicio condenatorio sobre la mujer atrapada en adulterio (en el pasaje discutido, Jn. 7:53-8:11).8

Sin embargo, la afirmación que hace Jesús en 8:46 hizo que sus enemigos no pudieran contestarle. Además, el tema inmediato tenía relación con la verdad. El desafío de Jesús era que cualquiera le acusara de mentir, de faltar a la verdad. Tal y como señala Raymond Brown,9 es posible que el trasfondo sea el del siervo sufriente en quien no había engaño (Is. 53:9).

Subyacente en la pregunta de Jesús encontramos una idea más profunda y psicológica. Afirmar no tener pecado no exigía solamente la abstinencia de conductas externas, sino, también, lo que era mucho más importante, una conciencia limpia. En presencia de unos discípulos que le conocían bien y de unos adversarios endurecidos que esperaban la más mínima oportunidad para destruirlo, Jesús tenía la confianza en sí mismo de que había sido fiel a Dios durante toda su vida.

En tercer lugar, contamos con el testimonio coherente del Nuevo Testamento sobre la falta de pecado de Jesús. Ya hemos aludido a esto antes, cuando reflexionamos sobre los requisitos que cumplía Jesús como sumo sacerdote. Los escritores de Nuevo Testamento consideran este punto indiscutible. Sin duda, Jesús es plenamente humano: a menos que el Verbo se hubiera hecho carne no podría haber salvación. Pero ¿es que la humanidad plena y genuina exige pecaminosidad? La respuesta es que no. De la misma manera que Adán, cuando fue creado, era plenamente humano pero sin pecado, el segundo Adán, que ocupó el lugar del primero, no solamente empezó su vida sin pecado sino que mantuvo esa condición indefinidamente. Adán fue tentado en un hermoso huerto y sucumbió. El segundo Adán fue tentado en un desierto ardiente y, sin embargo, triunfó (Mt. 4:1-10; Lc. 4:1-12).

Una vez más, se considera que el objetivo último de nuestra salvación es la liberación definitiva del pecado y de sus consecuencias. La vida y la justicia sustituirán a la muerte y la condenación. ¿Seremos menos que plenamente humanos debido a esto? En realidad, lo cierto es lo contrario. Alcanzaremos la plenitud como hombres y mujeres recreados a imagen de Dios. La hipótesis que hallamos en el Nuevo Testamento de que la verdadera humanidad de Cristo conlleva la ausencia total de pecado está en armonía con la enseñanza antropológica y soteriológica básica de toda la Biblia. Además, la presentación que hace Pablo de Cristo como segundo Adán supone contraponerlo al primer Adán como cabeza de una nueva humanidad. Repara el perjuicio causado por el primero. Como tal, señaló un nuevo comienzo de igual manera que el primer Adán representó el principio de la raza. Por lo tanto, cuando el ángel anuncia a María el nacimiento inminente de un hijo, se lo expone en términos de una nueva creación (Lc. 1:34-35). El Espíritu Santo descendería sobre ella y el poder del Altísimo la cubriría. Esto recuerda poderosamente al relato de la Creación en Génesis, donde el Espíritu de Dios se cierne sobre la faz de las aguas. La concepción por medio del Espíritu Santo es, de la misma manera, un todo de creación soberano, divino, un principio radicalmente nuevo como lo es el comienzo de un nuevo mundo (cfr. 2 Co. 5:17).

En cuarto lugar, la obediencia de Jesús es más que una mera ausencia de pecado. Es esto, pero también mucho más. Es el cumplimiento de corazón de la voluntad de Dios, tal y como se expresa en su ley. ¿Será por esto que Lucas dice que incluso los acontecimientos de la infancia de Jesús fueron «conformes con la ley de Moisés» (Lc. 2:21-22)? Sin duda, en el momento en que la cruz se cernía sobre él, Jesús pudo decir con relación al Padre que había completado la obra que había venido a hacer ( Jn. 17:4). Su vida se había consagrado a esa misión. Fue su meta constante, frente a la cual todo lo demás era relativamente insignificante:

«Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (Jn. 4:34)

Incluso cuando se enfrentó a la realidad de una muerte que le daba miedo, Jesús se sometió al Padre:

(…) pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26.39)

El autor de Hebreos cita Salmos 40:68 en referencia a Cristo:

«Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, corno en el rollo del libro está escrito de mí» (He. 10:7)

Toda la vida de Jesús, y especialmente su muerte, destaca por su sometimiento obediente a la voluntad de Dios. Ciertamente, para Pablo, la muerte de Jesús en la cruz es por encima de todo un acto de obediencia: una obediencia que remedia la desobediencia adánica y que garantiza nuestra justificación y nuestra vida (Ro. 5:12-21). Dentro de este contexto resulta útil entender cómo encaja la obediencia de Jesús en su actividad sacerdotal. Adán fue creado bueno y libre del pecado. Vivió en comunión con Dios. Se le dio un mandamiento que le prohibía comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Aparte de esto, gozaba de una libertad completa en el hermoso huerto que debía cultivar. El hecho lamentable es que transgredió esa ley. Desobedeció y la paga por la desobediencia era la muerte. Consiguientemente, él y su esposa y toda la raza condensada en él fueron expulsados del huerto, alejados de la comunión con Dios, y quedaron sujetos a la muerte en todas sus formas. Cuando apareció en escena el segundo Adán, le fue necesario reparar ese perjuicio. Esto solamente podía hacerlo expiando el pecado de Adán y de su raza, expiación que no tendría efecto alguno a menos que compartiera la naturaleza humana y, además, llevara una vida de obediencia voluntaria y sin pecado, no solo por sí mismo sino también a favor de toda la raza a la que representaba. Por lo tanto, su función sacerdotal sería una obra global que abarcaría tanto su encarnación como su expiación, su nacimiento, su vida, su muerte y resurrección, su sufrimiento en la cruz y también toda su vida de fidelidad a Dios. Para ello solo sería suficiente un sacrificio perfecto sin mancha ni contaminación.

En quinto lugar, la obediencia humana de Cristo siempre es vicaria. Estamos acostumbrados a pensar en la muerte de cruz como un acto sustitutivo. Sin embargo, toda la vida de Jesús fue vicaria. Su vida fue una unidad, un todo. Por ejemplo, al principio de su ministerio público ocupó el lugar de Adán en el desierto para enfrentarse a la tentación de Satanás de la misma manera que lo había hecho el primer Adán en el huerto. Actuaba como Adán, no solamente como un individuo particular, sino como la cabeza de una unidad solidaria. También su resurrección se caracteriza por un papel público, representativo, en el cual se le vindica en unión de aquellos que le pertenecen. «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Co. 15:22). Esta es la gran visión que tuvo Ireneo (a pesar de sus connotaciones de universalismo): que toda la historia de Cristo fue una recapitulación de la de Adán. En realidad, Ireneo entendió que lo que había tenido lugar era más que una simple recapitulación, porque Cristo remedió las deficiencias de Adán, resolviendo los efectos que tuvo el pecado sobre la raza humana y levantando aun justificación triunfante después de haber hecho la expiación sobre el madero. Por consiguiente, Cristo experimentó todas las fases de la vida humana, desde el embrión a la infancia, la adolescencia, la madurez y la muerte. Toda su experiencia la vivió como un individuo particular por propio derecho y también en beneficio nuestro ocupando nuestro lugar. Toda su obediencia puede ser nuestra, dado que obedeció a Dios por nosotros y en nuestro lugar.

Dado que la obediencia de nuestro Señor se extiende durante el curso de toda su vida, cada parte y cada faceta de la misma la vivió por nosotros. Su sufrimiento redentor en la cruz no fue lo único que nos ahorró, sino también su tristeza agónica en Getsemaní, su confianza plena en Dios y su oración al Padre. Aludimos al lugar central que ocupa Cristo en el pacto de Dios, comentamos la importancia que tiene su fidelidad para nosotros. al considerar la relación entre la expiación y la justificación. En este momento basta con indicar el papel de su fe y de su piedad. Por supuesto, Cristo tuvo fe. Sin ella no hubiera sido humano y, mucho menos, un humano fiel. En su caso, no fue ese tipo de fe que ejercemos al arrepentimos de los pecados, dado que él no tenía pecados de los que arrepentirse. Aun así, era una fe verdadera; una confianza en Dios Padre que suponía el compromiso de todo su ser. Al mismo tiempo, cuando fue bautizado por Juan, el Bautista, con un bautismo de arrepentimiento para la remisión de los pecados, es evidente que lo hizo por nosotros y no por sí mismo. Ese acto cumplió toda la justicia, siendo precursor de la propia cruz. Es decir, que tanto su fe como su obediencia fueron vicarias. Por supuesto, hubo ocasiones en que levantó sus oraciones al Padre con el objetivo de bendición. La oración de Juan, la petición por Pedro en el momento de su negación, su intercesión constante a la diestra de Dios, tenía como objetivo que Dios enviase ayuda a quienes la necesitaban. Sin embargo, hay algo más. Si la vida entera de Cristo fue vicaria, cada aspecto de la piedad fue en beneficio nuestro y en nuestro lugar. Es su fe, su obediencia, su fidelidad y su oración las que nos benefician. En calidad de nuestro gran sumo sacerdote, ofrece una adoración y una alabanza aceptables para un Dios santo, los frutos de una vida de fidelidad perfecta, sin mancha y pura. En virtud de esa intercesión perfecta somos aceptables delante de Dios, habiendo sido inducidos por la gracia divina a confiarnos en sus manos. Por consiguiente, tenemos un acceso pleno y abierto a Dios precisamente porque el propio Cristo lo tiene. Si tenemos tamaña confianza al saber que el camino está abierto es plena y únicamente por la mediación de Cristo.

Dado que las categorías del sacerdocio parecen tan ajenas al pensamiento occidental moderno, buena parte de lo que hemos dicho resulta un tanto extraño. Básicamente, no hemos tenido en cuenta la importancia teológica de la encarnación. Desde los ataques que lanzó la Ilustración contra lo sobrenatural, la iglesia se ha visto obligada a abordar cuestiones relativas a la deidad de Cristo, y a la inspiración y la autoridad de la Escritura. Como consecuencia de esto se ha desarrollado una tendencia docética sutil, de tal manera que hemos olvidado las implicaciones de que el Verbo se hiciera carne. No cabe duda de que hemos creído que Dios se nos dio a conocer en forma humana, pasando por todas nuestras experiencias y haciéndolo, además, en términos humanos (de tal manera que el Hijo puede representarnos delante del Padre y, por tanto, llevarnos ante Dios en unión consigo mismo en el Espíritu Santo), pero no se le ha atribuido la importancia teológica que merece.

Quizá esto se deba al impacto del paradigma dualista de Kant, que volvía problemática la encarnación. Según Kant, lo único que goza del estatus de conocimiento es aquello que puede observarse empíricamente. Dado que el Dios infinito trasciende la experiencia sensorial, tampoco se le puede conocer. Por consiguiente, el campo adecuado para la teología es la experiencia religiosa humana:

Conócete pues a ti mismo, no pretendas a Dios abordar el estudio adecuado de la humanidad es el hombre.

(Alexander Pope, Ensayo sobre el hombre, II:1)

 

Dado que no podemos conocer las cosas en sí mismas sino solo lo que observamos, la afirmación de que Dios se hizo hombre no se puede considerar verdadero conocimiento. Tras esto subyace un dualismo radical entre lo material y observable, por un lado, y lo espiritual e intangible, por otro. Como los siglos XIX y XX han estado dominados, en gran medida, por el paradigma kantiano, no es de extrañar que el peso teológico se haya distanciado de la encarnación como respuesta al clima de opinión prevaleciente en la sociedad. No obstante, tal como ha dicho con frecuencia T. F. Torrance,10 hemos entrado en una era en la que el dualismo filosófico del tipo kantiano se ha visto fatalmente minado por los avances en la física, que desde Einstein ha establecido la naturaleza intercambiable mutua de la materia y la energía en el campo métrico del espacio-tiempo.

En consecuencia, lo observable se interpreta mediante lo no observable, y tanto la teoría como la evidencia empírica son mutuamente necesarias. Ahora que el dualismo entre lo fenomenológico y lo numinoso está obsoleto, está emergiendo un paradigma del mundo que ya no tiene que ser antagónico a las doctrinas bíblicas de la creación o la encarnación. Por consiguiente, dar a la encarnación la importancia que se merece no solo es teológicamente correcto, sino culturalmente adecuado.

No hay duda de que el olvido del sacerdocio de Cristo ha tenido graves consecuencias para la iglesia. Después de los debates que tuvieron lugar durante el período patrístico sobre la deidad de Cristo, el énfasis radicaba en confesar la deidad de Cristo en detrimento de su humanidad. El resultado fue que su mediación quedó en segundo plano, dejando un vacío para el pecador que confesaba y buscaba una ayuda compasiva y comprensiva. ¿Quién mejor para ocupar ese vacío que la gentil y amante madre de Cristo, la bendita virgen María? El desarrollo del culto a María satisfizo una necesidad real de la iglesia. Sin embargo, la necesidad surgió de la propia iglesia, por haber pasado por alto el sacerdocio humano de Cristo, ejercido en nuestro lugar y continuado a la diestra de Dios para satisfacer nuestra necesidad de gracia presente.

La idea vital para destacar es que Cristo es totalmente suficiente para satisfacer nuestra necesidad. Dado que ha experimentado la tentación y el sufrimiento, puede ayudarnos (He. 4:1416). Esto es aplicable a todas las facetas de nuestra vida, no solo a nuestras luchas espirituales sino también al sufrimiento y la opresión de un tipo tangible, material. Después de todo, los sufrimientos de Jesús fueron los propios de carne y sangre.

Fue probado hasta el límite, y su angustia y su clamor en Getsemaní son pruebo de ello. Su abandono en la cruz es algo en lo que no podemos penetrar. Su enseñanza se centró en las buenas noticias para los pobres. Él mismo conoció los problemas de los angustiados. Su propia familia era pobre, sus padres sólo podían costearse los animales más baratos para los sacrificios (Lc. 2:22-24). Carecía de posesiones personales, y padeció la más cruel de las muertes. Bendijo a sus discípulos que eran pobres (Lc. 6:20) y dio buenas noticias a los pobres (p. ej., Lc. 4:1621). Su intercesión constante a la diestra de Dios incluye, por consiguiente, una simpatía firme y eficaz por los oprimidos, que nace de su propia solidaridad con los pobres y se apoya en su preocupación por la justicia. Ciertamente, como su obra salvadora abarca todo el universo, la rectificación de nuestro mundo caído es un elemento clave de la redención.

Cristo también nos ayuda en otros sentidos. Como ha conocido la tentación, puede ayudarnos cuando somos tentados. Conoció la desolación del abandono y de la traición. Sus sufrimientos fueron tremendamente intensos. Conoció la pérdida de seres queridos y de otro tipo. Sobre todo, experimentó la muerte, y una muerte terrible en la cruz. Isaías lo describió como «varón de dolores, experimentado en quebranto» (Is. 53:3). Tal como lo expresa el autor de Hebreos: «Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (He. 2:18). Su oración por Pedro (Lc. 22:31-32) y la larga oración a su Padre ( Jn. 17) son ejemplos de ese cuidado constante por todos quienes confían en él. El libro de Apocalipsis es un ejemplo de su simpatía eficaz por las iglesias angustiadas de Asia Menor, quienes padecían la persecución del Imperio romano. Como vuelve a enfatizar el escritor de Hebreos, «vive siempre para interceder» por quienes depositan su confianza en él (He. 7:25). La intercesión constante de Cristo es poderosa y eficaz. Es prácticamente equivalente a la impartición de la bendición.

 

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  1. Si bien este pasaje, casi con total seguridad, no era parte del texto originario del cuarto Evangelio, probablemente refleja una tradición temprana relativa al conflicto entre Jesús y los fariseos.
  2. Raymond E. Brown, The Gospel According to John: I-XIII (Londres: Chapman, 1966), p. 358.
  3. Thomas F. Torrance, 7heology in Reconstruction (Londres: SCM Press, 1976), pp. 267-293; ídem, Transformation and Convergente in the Frame of Knowledge: Explorations in the Interrelations of Scientifr and Theological Enterprise (Belfast: Christian Journals, 1984), pp. 1-60,215-283.

 

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