EL SACERDOCIO HUMANO DE CRISTO – El sacerdocio único de Cristo.

Al reflexionar sobre el sacerdocio de Cristo recordamos la idea del sacerdocio de todos los creyentes, tan popular hoy en día. Sus orígenes se remontan a la Reforma y, especialmente, a Lutero. Más allá de esto encuentra su apoyo en la intención declarada de Yahvé de que Israel fuera «un reino de sacerdotes» (Ex. 19:6), en la declaración de Pedro a la iglesia de que es «real sacerdocio» (basileion hierateuma: 1 P. 2:9) y, en la doxología de Apocalipsis 1:6, que afirma que Cristo nos ha hecho «reyes y sacerdotes para Dios, su Padre» (kai epoiésen hémas basileian, hiereis tó theó kai patri autou). Esta idea fue una fuerza liberadora en tiempos de Lutero, cuando una jerarquía autócrata había eclipsado la libertad del cristiano individual. Subrayaba la idea vital de que Cristo había garantizado nuestro acceso a Dios, de modo que disponíamos del privilegio de ser intercesores en su presencia y de ofrecer una adoración espiritual aceptable para él. Actualmente, esta idea suelen usarla quienes defienden la «adoración abierta» y quienes rechazan la ordenación y el ministerio ordenado. Se arguye que cada creyente individual está a la misma altura y, por lo tanto, tiene acceso a Dios, libertad de acercarse a él en oración y el mismo privilegio de ministrar al cuerpo de Cristo. En consecuencia, que haya una orden de ministros elegidos y ordenados especialmente se entiende como una infracción de la igualdad fundamental entre los creyentes, cada uno de los cuales ha recibido el privilegio sacerdotal de manos de Cristo. Este proceso ya lo presagiaron, en el siglo XIX, los Hermanos de Plymouth.

Sin embargo, hay motivos para matizar esta enseñanza. En primer lugar, su preocupación por el individuo es ajena a la Biblia, que prioriza lo colectivo. Cuando la Biblia habla de un sacerdocio para el creyente, en realidad la referencia primaria es a la iglesia. Es un sacerdocio colectivo que Cristo da a su iglesia. El énfasis en el individuo nace del nominalismo medieval tardío, que sostenía que la realidad existía exclusivamente en lo particular, negando la existencia de los universales. Esto condujo al desarrollo del interés por la piedad individual y por el papel del cristiano individual, cada vez más a expensas de la solidaridad colectiva de la comunidad. En segundo lugar, el énfasis sobre el sacerdocio de todos los creyentes puede socavar, a menudo, el concepto bíblico del sacerdocio único de Cristo. El mensaje claro de Hebreos es que Cristo es nuestro gran sumo sacerdote, excluyendo todos los demás. No tiene rival. Es supremo. Si colocamos el sacerdocio de todos los creyentes en el centro de la escena, expulsamos a Cristo de su trono. Suyos son el sacrificio, la intercesión y la bendición, suya es la fe y la adoración aceptables a Dios. Nuestra intercesión y piedad se aceptan no por sí mismas, sino solamente en virtud de Cristo. Él nos representa; nosotros no representamos a nadie. Por otro lado, una visión jerárquica de la iglesia puede poner también en tela de juicio el sacerdocio exclusivo de Cristo. Si el ministro ordenado se define en términos sacerdotales, el peligro radica en los intermediarios sacerdotales humanos entre Dios y su pueblo. La Iglesia Católica Romana ha avanzado históricamente en esta dirección.

Por consiguiente, toda doctrina del sacerdocio debería empezar y acabar en Cristo. Así es como lo hace la doxología en Apocalipsis 1:5-6. Primero, Juan señala a la obra de Cristo como sumo sacerdote: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre (…)” Esto es una referencia a que él es tanto el sacerdote que ofrece el sacrificio como la víctima del mismo, cuya sangre se derrama.

Él mismo, en su propia persona, cumplió el ritual completo del Día de la Expiación. Solamente sobre ese fundamento se nos describe como «reino de sacerdotes». A nosotros, simplemente se nos capacita para compartir en el sacerdocio de Cristo, de la misma manera que, siendo un reino, compartimos su gobierno sobre los reyes de la Tierra (versículo 5). Además, nuestro papel sacerdotal es colectivo, como reino o, como lo expresa Pedro, «real sacerdocio». A la iglesia se le concede participar en lo que hace Cristo gracias a su unión con él. Apocalipsis fue dirigido concretamente a las siete iglesias de Asia Menor, no a individuos. Por lo tanto, debemos aprender a pensar en el sacerdocio de la iglesia, antes que en el de todos los creyentes.

Cuando lo hagamos, hemos de tener cuidado de recordar que es un sacerdocio que existe sólo en Cristo, en el que a la iglesia se le ha dado participar. Al individuo se le considera solamente dentro del contexto de Cristo. El o la creyente no deben contemplarse solo como individuos. No existe la más mínima justificación bíblica para pensar en términos de un colectivo de creyentes individuales. Esto es nominalismo. En lugar de eso, debemos pasar de Cristo a lo colectivo (la iglesia), y es ahí, solamente ahí, donde encaja el individuo. Entendiendo esto, el oficio en la iglesia puede entenderse como una manera de participar de la obra sacerdotal de Cristo que se concede a la iglesia, y no como una intrusión en la igualdad de todos los creyentes individuales.

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