
LAS TUMBAS REALES
No había que dar por terminados los descubrimientos en esta zona circundante a la torre, aún aguardaban nuevos secretos bajo aquellas calcinadas tierras, y serían, con toda seguridad, si no los más atractivos, sí los de mayor interés. En primer lugar fueron halladas las tumbas que, en opinión de Woolley, abrigaban los restos óseos de los monarcas sumerios. Se habían hallado éstas en un montículo de más de 15 m de altura, orientado hacia la parte sur de los templos que mencionamos anteriormente. Lo cierto es que, forzosamente, de no considerarse reales, sí al menos pertenecientes a una clase muy por encima de la media. Pues allí abundaban copas y tazas de oro, vajillas de bronce, mosaicos nacarados, recipientes de caprichosas formas, además de otros metales preciosos como la plata, o piedras de fantasía, como el lapislázuli.

Pero tanta riqueza no podía, necesariamente, encontrarse sola; junto a aquellos tesoros se confundían cenizas y restos óseos pertenecientes a hombres y mujeres que, un día muy lejano, gozaron de todo aquello; daba la impresión de que se negaban a la soledad de la muerte y se rodeaban de aquellos objetos que amaron en vida, y quién sabe si los dioses les volverían a otorgar la merced de utilizarlos de nuevo. Las excavaciones cobraron un ritmo aceleradísimo.
Lo cierto es que aquellos importantes hallazgos eran acicate para una incansable búsqueda, porque, en verdad, aún restaba por conocer el más importante de los descubrimientos. Los pozos realizados mostraban, a medida que se descendía dentro de ellos, mayor cantidad de restos cerámicos similares a los descubiertos en las capas más superficiales. Ante esto sólo cabría una explicación aceptable: la civilización sumeria no había experimentado cambios notables durante mucho tiempo, al menos por lo que respecta a los testimonios suntuarios o domésticos.
TRAS LAS HUELLAS DEL DILUVIO
Días más tarde, las herramientas de los obreros toparon con lo que parecía una capa de tierra virgen; habían dejado de aparecer los restos de materiales trabajados por la mano humana. Woolley fue informado rápidamente; en seguida se presentó en la profunda cárcava artificial para cerciorarse de la veracidad de la noticia. Un poco compungido tuvo que asentir: se había llegado a una capa compacta de tierra por tanto, no había motivo para continuar ya la búsqueda. Pero las interrogantes aumentaban, ¿cómo explicar aquel corte de sedimentos sin una gradación que denotase la evolución de aquella cultura? Woolley no podía resignarse y abandonar definitivamente sus trabajos arqueológicos en la zona. Volvió a examinar concienzudamente la capa de tierra y cayó en la cuenta de que era arcilla, pero una arcilla especial, semejante a la que depositan los ríos; aquella capa estaba formada por acarreos, por aluviones. ¿Qué explicación dar a este suceso?

El arqueólogo sólo encontraría posible lo siguiente: el único río capaz de haber pasado por allí tenía que ser el Éufrates, ya que su delta invadía por aquel entonces el golfo Pérsico, como lo hace en la actualidad, avanzando a razón de unos 20 m anuales. La ciudad de Ur habría sido, pues, construida sobre el delta del Éufrates. Mediante cálculos y medidas muy precisas, Woolley derivó de este hallazgo consecuencias sustancialmente muy diferentes a las que en un principio creyó definitorias. No podía tratarse de aluviones dejados por el río, pues en el lugar donde se encontraban la altitud era considerablemente mayor al nivel del Éufrates. Ante la incertidumbre, sólo consideró aceptable una alternativa: seguir excavando. La enigmática sedimentación arcillosa iba abriéndose a los cansados y poco decididos picos de los obreros.
La sorpresa no tardó en producirse. A los 3 m de haber sido hallada, la mencionada capa desapareció, dejando paso a otra nueva que carecía totalmente de arcilla y en la que volvían a aparecer restos de vida inteligente. Cascos de cerámica y restos humanos aparecían envueltos entre la húmeda tierra ocre. Los presentes no podían dar crédito a lo que veían. Allí donde esperaban, contra nueva tierra virgen, volvieron a tropezar con señales de vida humana. Sin embargo, los fragmentos de cerámica no eran idénticos a los que meses antes, por encima de la sedimentación de arcilla, habían encontrado; los de ahora eran toscos, fabricados a mano, mientras que en aquéllos se notaba la señal del especialista, del alfarero ayudado por el torno. Otra novedad más a notar: la nueva capa carecía totalmente de restos metálicos, descubriéndose solamente toscas piedras talladas.

LA EXPLICACIÓN
¿Cómo explicar la existencia de aquella masa de arcilla de un espesor de 3 m separando aquellas civilizaciones? Aquella capa era una novedad inaudita, sin expresión real en otra exploración arqueológica. No pasó mucho tiempo hasta que en la mente de Woolley apareció una intuición genial que venía a aclarar aquella difícil situación. Únicamente, si aceptábamos como realidad el antiguo mito bíblico del Diluvio, podía admitirse aquel hecho.
Una sensacional noticia que reproducían los periódicos ingleses y estadounidenses: «Las señales del Diluvio Universal habían sido descubiertas». En efecto, sólo ésta podía ser la causa que explicaría la existencia de aquella barrera de aluviones. Sólo quedaba algo por establecer: la extensión de la capa alúvial, o sea la extensión del terreno afectado por la catástrofe. El único método posible para esto era la realización de prospecciones en terrenos más alejados, pertenecientes a la zona sur de Mesopotamia. Próximo a Kisch, en el lugar donde los ríos Tigris y Éufrates se confunden, otro grupo de arqueólogos efectuaba también sondeos.

Y al igual que en la zona de Ur, se encontraron con una capa de arcilla, pero ahora con la novedad de que su espesor medía aproximadamente 50 cm; ayudado por estos datos, Woolley pudo considerar que el terreno afectado por la gigantesca inundación abarcaba una extensión de unos 350 km de largo, por algo más de 150 de ancho, ubicada en la zona del golfo Pérsico. Lo cual demuestra que el Diluvio no fue universal, puesto que tuvo lugar en una pequeña superficie de tierra, pero ha de tenerse en cuenta que por aquel entonces nada se sabía de otros continentes; para los habitantes de aquel país éste era todo el mundo.
EL DILUVIO EN LA LITERATURA MESOPOTÁMICA
Las primeras tablillas conocidas fueron las de Uruk-IV, hacia el siglo XXX a.C. Esta escritura fue usada por los sumerios, acadios, hititas, asirios, babilonios y otros pueblos más. Después de muchos años de trabajo para descubrir el significado de esos signos, Botta auspiciado por el Museo Británico, pudo publicar en 1861 su obra definitiva: Las inscripciones cuneiformes del Oeste Asiático. Se había encontrado la clave, y los miles de textos en cuneiforme podían revelar ya al mundo lo que pensaron hombres que nos rebasaban en más de 4.000 años. Los 20.000 textos encontrados en la biblioteca de Nínive iban a abastecer de una inmensa información los deseos de saber de los hombres contemporáneos. Entre los textos pertenecientes a aquella gigantesca, la mejor quizá, biblioteca de la antigüedad, se descubriría una de las más hermosas leyendas épicas que nos ha legado el pasado: la historia de Gilgamesh.

Esta versión, escrita en el siglo vil a.C., había sido grabada en lengua acadia, que era a la sazón el idioma empleado en la época del rey Assurbanipal entre la clase alta y para funciones diplomáticas. Más tarde se encontró una segunda versión en babilonio, lo que hizo pensar que la de Nínive era una copia de esta última, al ser más antigua la babilónica, pues se la clasifica como perteneciente a los tiempos de Hammurabi. Ulteriores descubrimientos fueron poniendo de manifiesto que la leyenda poética de Gilgamesh pertenecía al patrimonio cultural de todos aquellos grandes Estados orientales. Prueba de ello es que al otro lado del mar Rojo se hayan encontrado testimonios de la misma.
Merced a un pequeño testimonio en una de las tablillas, se ha podido deducir que la primera versión se debe al pueblo sumerio, a aquella civilización cuya metrópoli fue encontrada en el emplazamiento del Tellal-Mukaiyar. En la leyenda del héroe Gilgamesh vamos a encontrar una referencia directa acerca del Diluvio. Antes que nada, parece necesario decir quién fue este personaje. Gilgamesh, «engendrado de los dioses», era dos tercios de un dios y un tercio de hombre; sin embargo, las gentes de Uruk se quejaron de la aparición de tal ser sobre la tierra, y entonces los dioses crearon al monstruo Enkidu para que acabara con Gilgamesh.
La pelea entre ambos no tuvo vencedor y ello determinó que los enemigos se convirtieran en inseparables camaradas. Tiempo después, la diosa Ishtar, condolida con el héroe, mató a su amigo; ello determinó que Gilgamesh se rebelara contra la muerte y viajara al reino de Ur-Napischtim, para que éste le diera la clave de la vida eterna. Ur-Napischtim, en lugar de contarle lo que el valeroso aventurero requería, le habló del Diluvio. Cuando los dioses quisieron aleccionar a la humanidad con ese castigo, el dios Ea, del que era sacerdote Ur-Napischtim, dijo a éste: «¡Hombre de Shurupak, hijo de Aberatuto, deja tu casa, construye una barca, abandona la riqueza, busca la vida! (…) ¡Llena la barca de toda especie de semilla de vida!»
EL RELATO DE URNAPISCHTIM
Ur-Napischtim construyó la barca tal y como el dios le había ordenado y una vez construida, cargó animales diversos, y a sus criados. Luego, cuando todos estuvieron refugiados en ella, comenzó una inmensa tempestad, que envolvió en agua la faz de la tierra. Al término del séptimo día de continuo llover, el viento se paró y la luz solar volvió a iluminar el mundo; toda la tierra se había convertido en un inmenso cenagal. No puede negarse la enorme similitud entre el relato sumerio y la historia bíblica, de tal manera que hace pensar en una identificación entre el patriarca Noé y el antepasado de Gilgamesh. No tiene por qué extrañarnos, puesto que, al fin y al cabo, el puesto elegido por. Dios tenía su cuna en la tierra regada por los ríos Tigris y Éufrates, o sea, que la cultura hebrea es a la postre un vástago crecido a instancias de la franja mesopotámica.
El Arca de la Alianza as Tablas de la Ley que Yahvé entregara a Moisés, con los preceptos que había de seguir su elegido pueblo de Israel, se guardaban en una especie de armario conocido como Arca de la Alianza, que constituyó el símbolo religioso por excelencia, cuando no la personificación del propio Yahvé.

Era de madera de acacia, con revestimiento de oro, y en su parte superior, también de oro, dos figuras de querubines custodiaban la cubierta. Bajo ellos, una guirnalda de oro ribeteaba el contorno superior de la caja. Tales querubines, frente a la reconstrucción tradicional que los presenta como ángeles de, aspecto humanoide, hoy sabemos que debían de ser esfinges aladas, frecuentes en la iconografía de la época en el Próximo Oriente. Se dice que también contenía en su interior un recipiente con maná y el bastón de Aarón, el hermano de Moisés.
Antes del asentamiento, se guardaba en el tabernáculo, tienda que constituía un templo nómada, y acompañaba al pueblo en sus batallas. De ahí procede la fiesta de los Tabernáculos, con motivo del inicio del año agrícola en otoño, en que el Arca se llevaba en procesión, simbolizando la renovación de la alianza. Posteriormente, desde Salomón, estuvo en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén, y desapareció con la destrucción de éste y la deportación a Babilonia. El profeta Jeremías, según la Biblia, la había ocultado, pero luego no se recuperó en espera de la llegada del Mesías.
A lo largo de la descripción de Ur-Napischtim se dan cita tal cantidad de hechos, tal riqueza de señales, en cuanto al gigantesco suceso, que nos viene a demostrar su existencia real. Algo que impresiona es la sutilidad de los términos utilizados, las minuciosas descripciones, y ello hace pensar que el relato está escrito por un testigo directo. Pero quizás esto último sea extorsionar la verdad histórica, aunque de cualquier forma, en la mente de aquellos hombres se hallaba patente aquel relato de tan funestas consecuencias.
Su existencia parece innegable, aun más cuando, reparando en las palabras de Ur-Napischtim, sabemos que todo comenzó con la aparición de un fuerte tifón, procedente del sur, lo que se corrobora por la situación geográfica, puesto que el golfo Pérsico se encuentra al sur, en la desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates. Por si esto no fuera suficiente, el relato nos describe detalladamente toda clase de manifestaciones meteorológicas muy características y fenómenos atmosféricos de gran turbulencia, como la incesante tempestad atronadora, las lenguas marítimas arrastradas por los vientos, el sórdido resquebrajamiento de las entrañas terrestres, que favorecieran la absorción del agua marítima.
Pero el poema de Gilgamesh nos ofrece otro dato de especial importancia, el lugar donde la barca encalló, que, de hacer caso a Ur-Napischtim, habría sido la montaña Nisir. Antiguos textos babilónicos sitúan con precisión dicha montaña: entre el Tigris y el bajo curso del Zab. Sin embargo, las precisas declaraciones del antepasado de Gilgamesh no han encontrado eco en los hombres del siglo XX. En cambio, son abundantes las expediciones hacia el monte Ararat, en donde según el testimonio bíblico quedó varada el arca de Noé. El mencionado monte está situado al este de Turquía.
SABER MÁS
Diversos objetos procedentes de ajuares funerarios. A la izquierda de la foto, águila leontocéfala de oro, cobre, lapislázuli y betún, localizada en Mari, Siris la, aunque procedente de Ur Museo Nacional, Damasco). A la derecha, joyas de la reina Puabi, del tesoro de Ur (Museo de Irak, Bagdad).


La antigua Ebla y sus textos
Uno de los hitos de los recientes estudios orientalistas lo ha constituido la identificación del yacimiento sirio de Tell Mardikh con la antigua Ebla, mencionada por diversas tablillas cuneiformes de Mesopotamia. Las excavaciones italianas iniciadas a mediados de los años sesenta han desenterrado los restos de una importante ciudad comercial que, habitada hacia el 3500 a.C., conoció un gran momento entre el 2900 y el 2400 a.C., y fue destruida hacia el 2250 a.C. por Naram-Sin de Acad.
Ocupada posteriormente, dejó de ser importante a mediados del II milenio, aunque siguió habitada hasta su incorporación al Imperio romano. Tal vez el hallazgo más significativo sea el de la sala de los archivos del palacio real, que proporcionó más de 15.000 tablillas con escritura cuneiforme que mostraban, para finales del III milenio, un dialecto local semítico relacionado con el fenicio y el hebreo posteriores. Varias tablillas llevan textos religiosos y en algunas se menciona al dios Ja o Ya (el Señor), que ha sido puesto en relación con el posterior Yahvé de los hebreos, lo que indicaría la presencia de una divinidad con ese nombre muchos siglos antes de que apareciera en la Biblia. Pero reparemos que se trata sólo del nombre; como era común en la época, el mundo religioso de Ebla era politeísta y nada hay que nos haga pensar en otro paralelismo con el Dios de Israel que vaya más allá del teónimo.



