Tal vez la única certeza política que tenemos hoy en día es que la política en el futuro será muy diferente de la del pasado. Al hablar de digitalización, inteligencia artificial y democracia, los pesimistas no dudan en asegurar que podemos acabar llamando política a algo que no sería sino una realidad despolitizada (decisiones que han dejado de estar en manos de las personas, protagonismo de sistemas que no rinden cuentas a nadie, concentración masiva del poder en unas pocas corporaciones…), pero tampoco deberíamos excluir la posibilidad de que el nuevo paisaje tecnológico represente una oportunidad para llevar a cabo esa renovación política que nos resistimos a abordar. Puede ser la ocasión no solo de ajustar nuestros valores democráticos a las nuevas circunstancias, sino de redefinir unos valores diseñados con tal simpleza que parecían incompatibles con la complejidad social. Este nuevo escenario supone un auténtico desafío para nuestro modo de concebir la política, algo que también puede ser divisado en el otro sentido: solo una renovación de nuestros conceptos políticos nos permitirá entender lo que está en juego, distinguir el núcleo esencial de la democracia de sus configuraciones contingentes y aprovechar las nuevas circunstancias para renovar la convivencia democrática.
En Leviatán, Thomas Hobbes (1969, 9) definió el Estado como un automaton. Organizar políticamente la sociedad equivale a poner en marcha un conjunto de procesos, dispositivos y procedimientos que constituyen la tecnología administrativa de la burocracia. Seguramente Foucault le concedía demasiado poder a este dispositivo al describirlo como una maquinaria casi perfecta de observación y control, cuando lo cierto es que la voluntad de poder siempre ha ido acompañada de la constatación de la impotencia, tanto porque las cosas no se dejan gobernar fácilmente como porque esa misma tecnología proporciona a la gente muchas posibilidades de resistir. La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada, datadriven y estructurada en forma de red.
¿Qué le pasa a la política y a sus instituciones específicas cuando cambia de este modo el entorno tecnológico? ¿Qué transformaciones políticas asociamos a la robotización, la digitalización y la automatización? Todavía es difícil saberlo y tal vez esa ignorancia explique el hecho de que se hayan formulado dos tipos de diagnósticos que implican, aunque por motivos contrapuestos, una cierta despedida de la política: los profetas del entusiasmo anuncian el poder absoluto de la tecnología sobre la política, lo que consideran fundamentalmente algo positivo. El llamado «internet de las cosas» va a transformar también las prácticas políticas y hay quien profetiza que podría incluso cumplir la función de reparar o sustituir las estructuras políticas debilitadas o ausentes (Howard 2015, 161). La nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la vieja política. El otro final de la política es pesimista en la medida en que se asocia necesariamente el nuevo entorno tecnológico a la pérdida de capacidad de gobierno sobre los procesos sociales y a la desdemocratización de las decisiones políticas. La tecnofilia y la tecnofobia comparten la suposición de que la lógica de la tecnología puede sustituir a la de la política; solo se diferencian en considerarlo una buena o una mala noticia.
En poco tiempo hemos pasado del ciberentusiasmo a la tecnopreocupación; en vez de entender las nuevas tecnologías como fuentes de capacitación, cada vez las consideramos más como artefactos para el desempoderamiento. Hay una cierta revuelta popular contra la tecnología: pensemos en las protestas anti Uber, en la preocupación por los accidentes de los coches automatizados, en la desconfianza frente a los transgénicos o en las sospechas sindicales frente a la robotización del trabajo. La red, que fue saludada como impulsora de la democratización, se ve ahora como un espacio de intromisión, ya sea en el ámbito de la privacidad o en los procesos electorales. Cuanto más grandes son los big data, más pequeños parecen los ámbitos en los que mantenemos nuestra capacidad autónoma de decisión.
Cada vez tenemos a nuestra disposición más tecnologías que apenas entendemos y mucho menos controlamos. Estas tecnologías todavía son demasiado recientes como para saber con claridad qué impacto van a tener sobre la organización política, pero ya se pueden identificar algunas consecuencias y se está debatiendo en torno a ellas o son objeto de informes sobre las tendencias futuras y el modo más adecuado de gobernarlas. Son tecnologías que van a cambiar muchas cosas, desde nuestra percepción de la realidad hasta nuestros procedimientos para decidir, desde nuestra relación con el tiempo hasta nuestro sentido de la responsabilidad.
No sabemos todavía con exactitud qué repercusiones van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán imposible. Cuando superemos el vaivén de la euforia y la decepción tal vez estemos en condiciones de emitir un juicio ponderado acerca de una transformación que todavía está en marcha. En cualquier caso, es indudable que la actual revolución tecnológica hace que nuestras democracias dependan de formas de comunicación e información que ni controlamos ni comprendemos plenamente. Desde un punto de vista estructural, esas tecnologías están dañando elementos centrales de nuestro sistema político: el control parlamentario ha dejado de ser lo que era cuando no existía Twitter; la financiarización de la economía se sustrae de la forma de regulación política que ejercían los estados; no sabemos qué puede significar una ciudadanía crítica en un entorno poblado por basura informativa; la democracia es lenta y geográfica, mientras que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la deslocalización.
Los tres elementos que modificarán la política de este siglo son los sistemas cada vez más inteligentes, una tecnología más integrada y una sociedad más cuantificada. Si a lo largo del siglo XX la política giró en torno al debate sobre cómo equilibrar Estado y mercado (cuánto poder debía conferírsele al Estado y cuánta libertad debería dejarse en manos del mercado), hoy la gran cuestión es decidir si nuestras vidas deben estar controladas por poderosas máquinas digitales y en qué medida, cómo articular los beneficios de la robotización, automatización y digitalización con aquellos principios de autogobierno que constituyen el núcleo normativo de la organización democrática de las sociedades. El modo en que configuremos la gobernanza de estas tecnologías va a ser decisivo para el futuro de la democracia; puede implicar su destrucción o su fortalecimiento.
El uso de tecnologías que, además de ampliar nuestra capacidad, implican un cierto control sobre nosotros mismos no es algo completamente nuevo: los coches, por ejemplo, cada vez son más autónomos y nos impiden hacer ciertas cosas, afortunadamente; las burocracias son dispositivos que no permiten actuar al margen de ciertos protocolos digitalmente establecidos; siempre ha habido datos cuyo análisis nos permitía una cierta previsión, pero que disciplinaban a las sociedades. Los seres humanos hemos ido generando a lo largo de la historia dispositivos para organizar nuestra relación con el mundo que han planteado, a su vez, problemas inéditos, como efectos secundarios o descontrol. La tecnología digital no es solo más potente que otras tecnologías, sino también más disruptiva frente a la concepción que teníamos del mundo. Lo que, en relación con tecnologías menos sofisticadas, era una disfunción ocasional, ahora aparece como una posible pérdida masiva de control sobre nosotros mismos y una transferencia de nuestra capacidad de autogobierno hacia unos algoritmos opacos, unas máquinas irresponsables y una destrucción del trabajo que desmonta nuestro ya precario contrato social.
Que automaticemos ciertas decisiones, individuales o colectivas, debería ser considerado en principio como un alivio, pero esa posibilidad constituye una amenaza si implica una entrega absoluta de nuestra soberanía. Las máquinas inteligentes parecen capaces de reemplazar las decisiones humanas, los algoritmos invisibles establecen nuevas fuentes de poder e injusticia, las autoridades tecnocráticas gozan de excesivas prerrogativas. A este paso puede llegar a plantearse que Siri o Alexa nos digan —atendiendo a nuestros likes, a lo que consumimos, las redes sociales de las que formamos parte, nuestras preferencias habituales— qué debemos votar, como han imaginado algunos (Bartlett 2018, 37).
¿Siguen teniendo sentido la información razonada, la decisión propia, el autogobierno democrático en esos nuevos entornos tecnológicos? De entrada, no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos. Hay quien sostiene que los algoritmos y la inteligencia artificial pueden distribuir los recursos más eficientemente que el pueblo irracional o mal informado. Una nueva especie de populismo tecnológico podría extenderse bajo la promesa de una mayor eficiencia. Sería algo así como una versión digital de la clásica tecnocracia coaligada ahora con las grandes empresas tecnológicas con irresistibles ofertas de servicios, información y conectividad. El problema es que no tiene sentido hacer frente al poder de estas empresas con leyes antimonopolio para garantizar la competencia. La idea de que los monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores. Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios, sino con la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del espacio público.
Es difícil que el empoderamiento digital no tenga alguna contrapartida inquietante, que la posibilidad de escapar del control centralizado no implique un debilitamiento de la autoridad política en general. Pero la idea de unos actores perversos que luchan por quitarnos la soberanía es demasiado humanista para la era digital, una era en la que se realiza un intercambio inédito de accesibilidad y control, de capacitación individual y puesta en común. En cualquier caso, haríamos bien en no añorar una privacidad y una autodeterminación que no tuvimos en el mundo analógico.
La política ha sido precisamente el gran procedimiento para resolver esos conflictos que iban surgiendo con el cambio social y las innovaciones técnicas. A lo largo de la historia la politización de ciertos ámbitos y cuestiones ha permitido sustraerlas de la inevitabilidad, inscribirlas en la discusión pública y convertirlas en objeto de libre decisión. La costumbre, el cuerpo, la pertenencia son algunos de los asuntos cuya politización ha ampliado el horizonte de la emancipación humana. La gran politización que nos espera es la del mundo digital. Hoy podemos asegurar que en el siglo XXI lo digital es lo político.
Las revoluciones políticas más importantes no se están produciendo en los parlamentos, las fábricas y las calles, sino en los laboratorios y las empresas tecnológicas. Allí se está decidiendo si el futuro va a estar en nuestras manos y de qué modo, cuánta desigualdad podemos permitirnos, qué riesgos estamos dispuestos a asumir. Seguramente no le estamos dedicando a estos asuntos el tiempo y la energía social que requerirían. Hay que modificar la agenda política y hacer que nuestros debates giren en torno a las cuestiones más importantes, pero también el análisis social debe enriquecer sus metodologías. La filosofía política, más acostumbrada a buscar la compañía inspiradora de las ciencias sociales y las humanidades, debe introducirse en el debate de la ciencia, la tecnología y la matemática. Sería el modo de corregir, al mismo tiempo, esa tendencia de los tecnólogos a reflexionar tan poco acerca de las consecuencias sociales y políticas de sus artefactos.
La tecnología no solo modifica nuestra relación con las cosas, sino que altera el modo en que los humanos nos gobernamos a nosotros mismos. Y la suerte no está echada en cuanto a si lo hará de un modo positivo o negativo, como lo demuestran los actuales debates, en ocasiones tan polarizados en torno a posiciones demasiado ingenuas o catastrofistas. Hay quien asegura que la «democracia de los datos» será más representativa que cualquier otro modelo de democracia en la historia humana, que las urnas serán pronto unas reliquias del pasado, ya que nuestra opinión puede estar siendo requerida de modo automático miles de veces cada día, y que los expertos decidirán mejor que los partidos políticos ideologizados. Los pesimistas preguntarán, con razón, por qué llamar democracia a ese dispositivo. Este es el gran debate de los años venideros, que formalmente tiene un gran parecido con las grandes controversias del pasado: cómo asegurar la vigencia de los valores democráticos en unos nuevos entornos tecnológicos que de entrada parecen ponerlos en riesgo y a cuyas ventajas no sería muy inteligente renunciar.
Un ejemplo cotidiano de las ventajas y los inconvenientes de la automatización son los correctores ortográficos automatizados, que nos hacen un gran servicio y al mismo tiempo nos llevan a cometer ciertos errores. Un pesimista es alguien que considera que esos correctores son los culpables de que cada vez escribamos peor; un optimista es aquel que, en vez de quejarse, dedica ese tiempo a revisar lo escrito. Pues eso es precisamente la política: la institucionalización de un nivel de reflexividad para que nuestros dispositivos automatizados se diseñen conforme a lo que hemos decidido que es una vida común lograda. Alexa y Siri no pueden sustituirnos a la hora de tomar esa decisión, pero sí en todo lo demás.