La red lleva años suscitando unas ilusiones de democratización que no se corresponden del todo con los resultados. Nos habían anunciado la accesibilidad de la información, la eliminación de los secretos y la disolución de las estructuras de poder, de tal modo que parecía inevitable avanzar en la democratización de la sociedad, renovando nuestra tediosa democracia o implantándola en sociedades que parecían protegidas frente a los efectos más benéficos de la red. Los resultados no parecen estar a la altura de lo anunciado y ya se formulan las primeras teorías de dicha desilusión que pretenden desmontar el mito de la democracia digital. Probablemente sea muy humana esa resistencia a ajustar las promesas con las posibilidades, de manera que oscilamos entre las expectativas y las desilusiones, antes de acertar con aquello que razonablemente podemos esperar.
También es muy humana la ilusión que alimenta toda innovación tecnológica. La utopía social forma parte de la irrupción de las tecnologías y la historia está llena de sueños exagerados suscitados por las posibilidades técnicas. Marx creyó que el ferrocarril disolvería el sistema de castas en la India; el telégrafo se presentó como el final definitivo de los prejuicios y las hostilidades entre las naciones; algunos celebraron el avión como un medio de transporte que suprimiría, además de las distancias, también las guerras; sueños similares acompañaron el nacimiento de la radio o la televisión. Ahora contemplamos estas suposiciones con ironía y desdén, pero no olvidemos que en su momento parecían una promesa verosímil.
Las tecnologías a las que debemos el actual despliegue de las redes sociales no han sido ajenas a tal fenómeno, en este caso, además, con buenas razones. Es lógico que una tecnología que empodera, vincula libremente y facilita el acceso al conocimiento despierte ilusiones de emancipación democrática. El relato anarcoliberal de los fundadores de internet ha contado con recitadores de todo el espectro ideológico, a derecha e izquierda. Los cibercons han sobrevalorado siempre el efecto democratizador de la libre circulación de información, tal como pareció acreditarse en la caída de los regímenes comunistas. Por otro lado, antiguos hippies acabaron en las universidades y los centros tecnológicos tratando de probar que internet podía proporcionar lo que prometieron los años sesenta: mayor participación democrática, emancipación individual, fortalecimiento de la vida asociativa…
Pasadas las expectativas exageradas, estamos en condiciones de desenredar esa ilusión y preguntarnos si realmente internet ha aumentado la esfera pública, hasta qué punto ha hecho posible nuevas formas de participación, ampliando el poder de la gente frente al de las élites. Sin dejar de reconocer las capacidades de la red, podemos examinar críticamente las promesas del ciberutopismo, esa ingenua creencia en la naturaleza inexorablemente emancipatoria de la comunicación on line que desconoce sus límites o incluso su lado oscuro. Me parece que estos equívocos se pueden sintetizar en torno a la concepción de la técnica, del poder y de la democracia que subyacen en el sueño de la democracia digital. Con frecuencia se entiende la técnica de una manera determinista y sin tomar suficientemente en cuenta su contexto social; el ciberespacio se concibe como un ámbito donde el poder se disuelve; exaltamos la función desestabilizadora de la red en relación con los sistemas represivos sin prestar suficiente atención a la dimensión constructiva de la democracia.
a)La técnica descontextualizada
Tanto entre los ciberlibertarios como en los tecnófobos hay mucho determinismo tecnológico. Para el caso concreto de las tecnologías de la información y la comunicación vale también la constatación de que el entusiasmo ante la tecnología ha simplificado la visión de sus efectos políticos, ha exagerado sus posibilidades y ha minimizado sus limitaciones. Buena parte de nuestra perplejidad ante los límites o las ambigüedades de los procesos sociales tecnológicamente posibilitados se debe a no haber entendido que cualquier innovación técnica se lleva a cabo en un contexto social y tiene unos efectos sociales que varían en función del entorno en el que se despliegan. El determinismo tecnológico tiende a pensar en los usuarios como sujetos pasivos de la tecnología transferida y no como personas que se apropian de ella a su manera.
La tecnología produce efectos, pero no de una manera tan directa como solemos pensar. Lo más exacto que podemos decir es que «la tecnología no es buena ni mala, ni tampoco es neutral» (Kranzberg 1986, 545). La tecnología modifica el paisaje en el cual tienen lugar las interacciones humanas; no es el único factor, pero no puede ignorarse ni tiene sentido dar por sentado que puede utilizarse para obtener cualquier resultado. La idea de que «es solo un instrumento» lleva a olvidar su poder estructurante sobre las situaciones en las que actuamos. Pero al mismo tiempo los artefactos tecnológicos están suficientemente indeterminados como para permitir múltiples diseños posibles (Klein / Kleinman 2002). No hay un único resultado posible, aunque tampoco las opciones que inaugura son infinitas. El hecho de que la tecnología esté socialmente construida no quiere decir que sus condiciones materiales sean irrelevantes.
No entender la articulación entre las tecnologías y los contextos sociales conduce a errores de concepto. Hay quien tiene una idea de internet como un espacio vacío de poder, capturable por el Estado o por los ciudadanos (Coleman / Blumler zo o). Pero la información no fluye en el vacío, sino en un espacio político que ya está ocupado, organizado y estructurado en términos de poder (Keohane / Nye 1998). La esfera pública constituida por las redes no es un espacio abierto, sin barreras ni estructuras. A veces los gatekeepers de las redes (persona, grupo o institución que controla la información y, por tanto, decide qué se publica o emite) son más poderosos que los de los medios de comunicación tradicionales, aunque su control no funcione del mismo modo. De haber tenido esto suficientemente en cuenta, no habríamos caído en la ingenuidad de pensar que una tecnología tan sofisticada como internet produce idénticos resultados en países diversos. Sabríamos que internet pone en marcha unas dinámicas que aumentan la incertidumbre en torno al curso que van a tomar las sociedades, tanto en las democracias consolidadas como en los regímenes autoritarios.
Las redes sociales son, por supuesto, un factor de democratización, pero también muchas cosas más. Renovar los obstáculos para permitir la libre circulación de ideas es una condición necesaria, pero no suficiente, para el diálogo político no haber entendido que la lógica de la tecnología de un contexto a otro, no hemos valorado adecuadamente el peso de internet en los regímenes autoritarios y sus efectos imprevistos: los observadores occidentales han dado supuesto que los dictadores no podrían poner internet a su servicio porque pensaban que la descentralización del poder promovida por la red era un fenómeno universal, una lógica sin excepciones, y no una lógica propia de nuestras
b) El poder en internet
El otro principio que ha venido dándose por supuesto aseguraba que las redes globales constituyen un movimiento contrario a la concentración de poder que desequilibra la autoridad de las élites y tiende a anular las asimetrías establecidas (Castells 2011 136).
Ahora bien, ¿hasta qué punto es tan abierta la arquitectura de internet? ¿Es verdad que se escucha más a los ciudadanos en el ciberespacio, que las redes descentralizan las audiencias, favorecen la flexibilidad de las organizaciones y posibilitan la desintermediación de la actividad política?. Puede que los mecanismos de exclusión hayan cambiado, pero eso no significa que hayan desaparecido. Los gatekeepeers, que filtran los canales de la información y condicionan nuestras decisiones, siguen formando parte de nuestro paisaje social y político. Hay quien sostiene incluso que la concentración de la audiencia es mayor en la red que en los medios tradicionales (Hindman 2009). No hay necesariamente más objetividad ni menos partidismo en el espacio abierto de internet que en el de los medios tradicionales. El hecho de que el poder esté descentralizado o sea difuso no significa que haya menos poder, que seamos más libres y la democracia sea de mejor calidad.
Internet no elimina las relaciones de poder, sino que las transforma. La gran apertura de internet es lo que, paradójicamente, ha contribuido a la creación de nuevas élites.
Es bien sabido que los blogs más influyentes en Estados Unidos son muy poco representativos de la pluralidad social (casi todos pertenecen a varones blancos de clase media y alta), En la red sigue habiendo asimetrías; es una ingenuidad pensar que internet favorece siempre y necesariamente al opta mido frente al opresor. Es cierto que las nuevas tecnologías permiten una suerte de monitorial citizenship (Schuds(m 1999), una vigilancia crítica por parte del público que tiene efectos democratizadores, pero también hay fenómenos de censura crowdsourcing, de vigilancia regresiva en la que pueden participar los agentes de la red. De hecho, cada vez, hay más censura realizada por los intermediarios que por los gobiernos, por lo que esta adquiere una forma comercial y no tanto política.
Tenemos que prestar más atención a la desigualdad digital. Está todavía por ver que internet sea siempre y necesariamente un elemento de igualdad y democratización. Algunos estudios recientes indican que internet amplifica las voces de aquellos que ya son aventajados o produce a su vez nuevas élites (Davis 1999). La idea de que internet está incrementando la participación es poco verosímil. Lo que está teniendo lugar es una democratización de las élites; internet aparece como un recurso complementario para los que ya están comprometidos en los asuntos públicos. Es muy posible que quienes ya están bien relacionados en el espacio físico lo estén en el espacio virtual. Lejos de rehacer la política, el desarrollo del ciberespacio parece más bien reforzar el statu quo (Margolis / Resnick 2000). Se trata de un proceso que puede incluso aumentar la brecha que existe entre las personas políticamente activas e inactivas de la sociedad. La llamada «brecha digital» alude al hecho de que se excluye a parte de la ciudadanía del paraíso digital de muy diversas maneras; además de no disponer del software o del hardware adecuados, por carecer de los instrumentos necesarios para usar las tecnologías disponibles, por incapacidad de encontrar los espacios o el contenido apropiados a sus circunstancias, orientación y experiencias o por la frustración de sus esfuerzos en conseguir un impacto social a través de la comunicación digital.
Pero la razón más importante que explica la persistencia de relaciones de poder en la red es estructural, reside en su propia arquitectura. Para comprender la infraestructura del poder en internet hay que tener en cuenta que su naturaleza conectiva determina el contenido que los ciudadanos ven, en virtud de lo cual no todas las elecciones son iguales. La red sigue una lógica de «el ganador se lo lleva todo» que tiene profundas implicaciones en términos de desigualdad (Lessig 1999). Esto no es debido a normas o leyes sino a las decisiones que están en el diseño de internet y que determinan lo que les está permitido o no a los usuarios. La topología link (enlace o vínculo) que regula el tráfico de la red hace de internet algo menos abierto de lo que se espera o teme. Existe una jerarquía estructural debida a los hipervínculos, una jerarquía económica de las grandes corporaciones como Google o Microsoft y una jerarquía social porque un cierto tipo de profesionales están sobrerrepresentados en la opinión on line
En la red hay una concentración de proveedores de buscadores, que aparecen como simples mediadores o que aseguran limitarse a reflejar el tráfico existente, pero que también lo dirigen y condicionan. La red permite la proliferación de páginas y lugares, pero de hecho los buscadores centralizan la atención del público de manera que las interacciones están más limitadas de lo que solemos creer y el número de lugares que visitamos es más reducido de lo que suponemos.
¿A qué se debe esto?
Se debe a que las opciones son estrictamente predefinidas y dejan de lado alternativas en ocasiones más importantes. Aunque en principio sea posible que los individuos controlen esas opciones, solo una minoría es capaz de hacerlo. «La gran trampa de Google es conseguir que todos nos sintamos satisfechos con la posibilidad de elección, sin ejercerla realmente en relación con los marcos por defecto o default settings (Vaidhyanathan 2011, 2157-2163). Teniendo esto en cuenta, no es exagerado afirmar que el actual imperialismo cultural no es una cuestión de contenido sino de protocolos. Aquí se juega la cuestión de la neutralidad de la red: la influencia que se ejerce sobre los usuarios no está en el contenido, sino en el marco. En este nivel es en el que se estructuran nuestros modos de buscar y encontrar, de explorar y comprar; se trata de una influencia que condiciona como un pequeño empujón (nudge) nuestros hábitos y que, en esa misma medida, puede ser considerada como expresión de una ideología. El valor supremo de esta ideología es la «libre expresión» y guarda un sospechoso parecido con los valores de la desregulación, la libertad de circulación o la transparencia entendidos de manera neoliberal. Y por eso mismo esos valores son difícilmente asumibles en otras culturas, pero también en países democráticos que, como Francia y Alemania, tratan de impedir el acceso, por ejemplo, a páginas antisemitas.
c) La construcción de la democracia
El activismo digital tiene ya unos años y nos permite obtener algunas experiencias. La fundamental es que hemos de distinguir la función crítica y desestabilizadora de la capacidad de construcción democrática. El ejemplo de las revueltas árabes pone de manifiesto que derribar no es construir, que la descentralización no es una condición suficiente para el éxito de las reformas políticas; el hecho de que Obama fuera mejor candidato que presidente debería servir para controlar la fascinación que la red ha ejercido sobre quienes parecen haber olvidado que ganar unas elecciones no es lo mismo que gobernar, del mismo modo que comunicar bien tampoco equivale a tomar las decisiones oportunas.
Para la transformación de los sistemas autoritarios, la presencia en la red, tan necesaria, puede incluso resultar ineficaz e ilusoria. Morozov (2011, 170) ha criticado ese «activismo en la nube» (cloud activism) que puede llegar a implicar un menosprecio o escasa valoración de otras prácticas, por otras formas de acción social tan importantes para la democratización como la ocupación física de los espacios. La relativa «comodidad» del mundo digital puede hacer que la movilización suplante a la organización (Davis 2005). El momento expresivo de la rebelión se olvida en muchas ocasiones de las estrategias a largo plazo que serían necesarias para la efectividad de las transformaciones sociales (Tufekci 2017).
El hecho de que la red esté destruyendo barreras, debilitando el poder de las instituciones y los intermediarios, no debería llevarnos a olvidar que el buen funcionamiento de las instituciones es fundamental para la preservación de las libertades. Esta es la razón de que internet pueda facilitar la destrucción de regímenes autoritarios, pero no sea tan eficaz a la hora de consolidar la democracia. El acceso a los instrumentos de democratización no equivale a la democratización de una sociedad.
Podríamos concluir con la evidencia de que la irrupción de internet va a modificar profundamente la política, que ya no puede ser practicada como hasta ahora. Al mismo tiempo, no deberíamos caer en esa beatería digital que parece desconocer sus ambivalencias. El hecho de que internet se base en la facilidad y en la confianza constituye también su vulnerabilidad; facilita la resistencia, la crítica y la movilización, pero nos expone de una manera inédita a nuevos riesgos.
Ciertos fenómenos como la financiarización de la economía o la difusión de contravalores y errores forman parte también de esa cara de la red que algunos llaman oscura, pero que yo preferiría calificarla como arriesgada. Ahora bien, ¿cuándo hemos tenido los seres humanos un instrumento cuyas capacidades de emancipación no incluyeran posibilidades de autodestrucción? Gobernar significa precisamente fomentar aquellas capacidades y dificultar o prevenir estas posibilidades.