
POR. JESÚS VILLANUEVA.
HISTORIADOR

En 1827, el pachá de Egipto envió a Francia, como regalo personal para el rey Carlos X, una espléndida jirafa que despertó entre la población una expectación nunca vista
AI acceder al trono en 1824, el rey francés Carlos X hizo saber a sus embajadores su deseo de ampliar su zoológico con nuevos especímenes. El cónsul francés en el El Cairo, el italiano Bernardino Drovetti, se apresuró a dar satisfacción a Su Majestad.
Experto en toda clase de turbios tráficos —incluidas las antigüedades faraónicas—, Drovetti empezó enviándole un gato salvaje y una hiena, pero enseguida se le ocurrió un regalo excepcional: una jirafa africana. Para ello convenció al pachá mameluco Mehmet Ah de que un presente de ese tipo sería un hábil gesto para congraciarse con el soberano francés y disipar los recelos que había suscitado su reciente intervención en Chipre y Grecia.
El mismo año de 1824, cazadores árabes capturaron en el norte de Sudán una cría de jirafa hembra, de 6 meses de edad, tras matar a su madre. Luego la vendieron al gobernador de la provincia, quien a su vez se la regaló al pachá. En 1826, cuando tenía dos años y medía 3,5 metros, Mehmet Ali decidió enviarla a Francia.

Una faja de pergamino en torno al cuello, con varios versículos del Corán inscritos, debía servir de amuleto para protegerla durante el viaje. La acompañaban cuatro árabes para guiarla y tres vacas para proporcionarle leche (consumía casi 100 litros al día); también iba un antílope que Drovetti envió como regalo personal para el rey.
Desfile hacia París
El viaje, a bordo de un bergantín sardo, duró 32 días que la jirafa pasó en la sentina sacando la cabeza por un agujero que hicieron en cubierta. Cuando desembarcó en Marsella, en noviembre de 1826, el prefecto la recluyó en unos establos que había habilitado ex profeso. No sabía si enviarla a París por mar, en un bote por el río Ródano o a pie. Finalmente, se dirigió al Gobierno para que le enviara «una persona inteligente capaz de dirigir todas las cosas ».El elegido fue el naturalista Étienne Geoffroy Saint Hilaire, profesor de zoología en el Museo de Historia Natural de París y director de su zoológico. Pese a que padecía gota y reumatismo, Geoffroy se dirigió raudo a Marsella, donde decidió que lo mejor era llevar la jirafa a pie hasta París, un trayecto de 880 kilómetros.
En Marsella el animal había provocado enorme expectación popular, hasta el punto de que el prefecto tuvo que movilizar a los gendarmes, e incluso a la caballería, para contener a la gente que se apelotonaba para verla. Lo mismo sucedió en los 22 pueblos y ciudades que debió atravesar la comitiva hasta llegar a París, durante los 41 días que duró el viaje.
La jirafa iba protegida con una manta encerada a modo de chubasquero decorada con flores de lis (el emblema de los reyes de Francia), y su entrada en cada ciudad, flanqueada por sus cuidadores y por dos gendarmes, atraía multitudes; se dijo que en Lyon, 30.000 personas llenaron la plaza mayor para verla. La gente se admiraba de su altura —durante su estancia en Francia el animal siguió creciendo y ya medía 3,7 metros—, de la velocidad que alcanzaba al correr o de su lengua lila de 45 centímetros. Geoffroy observaba cómo cada día ganaba peso, sus músculos se fortalecían y ya no rechazaba beber delante de extraños.
Unos días después de su llegada a París, la jirafa fue presentada al rey en Saint Cloud, a unos 15 kilómetros de la capital. Los periódicos relataron que el rey «quiso ver caminar e incluso correr a este singular cuadrúpedo. Toda la corte estaba presente y su paso, especialmente el trote, pareció totalmente extraordinario».

En cuanto la jirafa quedó instalada en el zoo del Jardín del Rey, se desató un alud de gente para contemplarla. Tan sólo en el verano de 1827 acudieron 100.000 personas. Su popularidad se hizo desbordante. Se convirtió en tema de canciones, poemas y números de vodevil, su figura aparecía en la ropa y el papel pintado, en vajillas y muebles, incluso en la moda: había vestidos la giraffe —de color anaranjado y con motas negras—, sombreros y corbatas a la giraffe, peines á la giraffe… Sin embargo, esta fiebre duró poco tiempo y el animal pasó pronto de moda. Tan sólo tres años más tarde, el novelista Honoré de Balzac decía que sólo los provincianos y los más ingenuos la visitaban en el Jardín Real. Y su muerte en 1845 pasó totalmente desapercibida. Hoy su cuerpo disecado puede verse en el Museo de Historia Natural de La Rochelle.
SABER MÁS
ATRACCIÓN EN EL ZOO DE PARÍS
EL ZOO o friénagerie del Jardín del Rey (hoy Jardín des Plantes) fue creado en 1794. Tenía una rotonda dedicada a los «animales pacíficos», y fue allí donde se instaló la jirafa enviada por el pachá Mehmet Alí.

Uno de los cuidadores egipcios se quedó en París y cada día se subía a una escalera para estregar a la jirafa, un trabajo cuya dureza se hizo proverbial; «estoy más cansado que el turco de la jirafa», se decía.
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