La democracia que estoy describiendo será el régimen que funcione en un Estado de forma monárquica o republicana, con estructura untarla o federal.
Personalmente me inclino, en las presentes circunstancias de España, por la Monarquía federal.
No hay peligro de desintegración de la Patria común, pues el federalismo bien articulado, atribuyendo a las naciones y regiones lo que debe ser atribuido a las mismas, garantiza mejor la unión que los centralismos impuestos contra natura por intereses personales, estamentales o de clase. No creo que nadie se atreva a asegurar, por ejemplo, que la unión de los norteamericanos es frágil por vivir en unos Estados Unidos bajo la fórmula federal. Tampoco está resultando mal la solución federal de los alemanes occidentales.
Con la Monarquía se refuerzan aún más los lazos de unión del federalismo que en los Estados republicanos de esa índole, como los que acabo de citar. La desintegración de España puede venir por otros motivos, pero no porque la Monarquía sea federal.
Esta forma del Estado español no debilitaría la unión de los pueblos que integran su componente humano y satisfaría, en cambio, las aspiraciones legítimas de las naciones y regiones, con derechos comunitarios fundamentales que son irrenunciables. La democracia en profundidad lleva al sistema federal.
Los partidos políticos, si han de acomodarse a las dimensiones y peculiaridades del terreno de juego en que actúan, deberán adoptar, pienso yo, una organización interna de tipo federal. Entre la estructura del Estado y las estructuras de los partidos tiene que haber correlación, o es conveniente que la haya. Tan inadecuado resulta un partido de configuración federal en un Estado unitario, como un partido unitario y centralizado en un Estado federal. Sólo cuando se desea desfigurar y desvirtuar una fórmula, o los efectos naturales de la misma, se acude a esa yuxtaposición improcedente.
Estado federal y partidos de articulación federal.
Determinados malos hábitos políticos pueden corromper, entre nosotros, estas recetas organizativas. A ellos me referí recientemente en un acto celebrado en La Garriga. Dije allí: «Ni el sucursalismo ni el indigenismo llevan a la democracia.» Y respecto a Cataluña hice unas puntualizaciones, que son aplicables a las otras naciones y regiones españolas: «Sólo quienes desconocen los derechos de las comunidades históricas pueden intentar la aventura —que terminará en fracaso— de establecer en Cataluña sucursales de los partidos regidos desde Madrid. El hombre, que es un ser histórico, se integra en la comunidad donde vive y trabaja, y con sus convecinos realiza la tarea colectiva para el presente y para el futuro. Los derechos y libertades de esa comunidad suya son también sus derechos y sus libertades.»
«El sucursalismo, en suma —concreté—, se revista como se revista, cuente con los apoyos que cuente, repugna a la democracia, pues conculca uno de los derechos básicos de la misma, como son los derechos y libertados de las comunidades históricas» (La Vanguardia, 5 de junio de 1976, pág. 44). Los partidos políticos de la Monarquía democrática y federal deberían articularse —pienso yo— con sentido claro de esta realidad española, tan rica en variedad de pueblos, con naciones y regiones que han de poseer instrumentos de acción política propios. De ahí, insisto, el interés de la estructura federal de esos grandes partidos.
¿Y el indigenismo? Se trata de la forma impura o degenerada de la vinculación sentimental y mental a una determinada comunidad histórica, que crea unos hábitos antidemocráticos, los cuales se manifiestan en ciertos enfoques unilaterales de los temas políticos. Es una visión estrecha y excluyente, localista, provinciana, que genera la política de campanario. Malo sería que en esas naciones y regiones del Estado federal español predominase esta forma improcedente de plantear los asuntos comunitarios. Sin embargo, es un peligro que acecha especialmente ahora, después de cuarenta años de centralismo agobiante.

Enero de 1968. Durante una de las primeras visitas semi-clandestinas que el Jefe de la Casa Real Española hizo a Barcelona después de la Guerra Civil.
Tendrían que aumentar el catalanismo, el galleguismo, el amor al País Vasco y el andalucismo, así como todas las otras adhesiones entrañables a las naciones o regiones de nuestra geografía y de nuestra historia. Pero esos afectos, por muy profundos que sean, no son manifestaciones de indigenismo, según yo lo entiendo.
El indigenismo es la versión impura o degenerada del catalanismo, del galleguismo, del andalucismo, etcétera. Es la exclusión o marginación de los que, trabajando en esas naciones y regiones de España, amándolas profundamente y haciéndolas cotidianamente con su esfuerzo, no nacieron en ellas. Entre el haber nacido en un lugar y el trabajar en el mismo, la persona afectada de indigenismo valora sólo lo primero.
La Monarquía federal funcionará correctamente con un sistema de partidos donde hayan sido erradicados el sucursal ismo y el indigenismo.
Y termino. La tarea política que tenemos delante, después de cuarenta años de franquismo, está llena de dificultades. Pero entre todos, en un clima renovado de contraste de opiniones, en un diálogo de entendimiento entre ciudadanos, con plenitud de ciudadanía, podemos acercarnos a la democracia. Una democracia en profundidad y en libertad. La que he tenido en la mente y en el corazón al redactar estas páginas.
«Mas La Tasana» L’Ametlla del Vallés, agosto 1976.