5-LA SITUACIÓN ESPAÑOLA

La cuestión de la Dictadura española 1936-1939/ 1976 (…) estaría realmente algo desplazada en este lugar de resumen y compendio, cuando merece algún estudio más profundo. La personalidad, el acento psicológico del Dictador le ha dado un carácter muy propio, más aún que en la Alemania hitleriana donde el propio Hitler representaba más una ideología (delirante) que una propia personalidad; incluso más que en Italia. Podría tener un parangón con la de algunos países americanos, pero con un mayor culto al orden. I la marcado rasgos indelebles. Rasgos de carácter nacional, rasgos de comportamiento. Con mucho menor perfeccionamiento técnico que en Alemania, en rizón del desarrollo enormemente menor. Estamos viviendo todavía, y seguramente viviremos bastante tiempo aún, una herencia de esa personalidad en el gobierno de la dictadura continuista y hasta en la personalidad de la oposición. Una Dictadura tan penetrante muere difícilmente. Los tratadistas de las Dictaduras suelen señalar, casi unánimemente, la dificultad de perpetuarlas tras la desaparición —por la razón que sea— del Dictador: se ha marcado tanto el carácter único —providencial, divino, excepcional—de ese Dictador, que inmediatamente después no es posible pensar que la naturaleza o la divinidad hayan podido parir otro igualmente válido. Sin embargo, lo verdaderamente difícil es destruir la sensación de Dictadura, su penetración que ha calado los huesos de la estructura nacional. Y de los hombres.

Un párrafo de C. Northcote Parkinson, escrito hacia 1958, tiene muchísimos rasgos aplicables a la situación española actual. «La caída de una dictadura —escribe, sea debida a la incapacidad, a la derrota o a la muerte del dictador, no favorece por sí misma el restablecimiento perdurable de la democracia o de la oligarquía. Todo depende, ciertamente, de la mayor o menor duración de esta dictadura. Lo más frecuente es que el pueblo haya perdido todo recuerdo de los días en que se gobernaba a sí mismo. Los viejos caballeros de la democracia han muerto, unos tras otros, por la violencia o en sus lechos, y los hombres que les han sucedido no tienen la experiencia del poder. Los partidarios del Dictador, si le sobreviven, son generalmente unos incapaces. La antigua aristocracia no tiene ya nada propio, si no son pretensiones en el aire y odios sin realismo. La clase media puede haber perdido en las revoluciones precedentes toda posibilidad de pretender el poder. Así, la muerte del Dictador va a dejar un vacío que otro dictador parece dispuesto a llenar inmediatamente. Pero esta solución se revela impracticable, por lo menos en lo inmediato. El Dictador se habrá cuidado de no dejar ningún sucesor importante y de acabar con todos sus rivales en potencia. Para que otra dictadura se establezca, será preciso derramar sangre otra vez, porque solamente en la lucha puede verse alzar otra figura de jefe. Pero el pueblo está lejos de mantener ideas guerreras en el momento en que el régimen se hunde. Por ello el final de la dictadura prepara frecuentemente al pueblo a inclinarse hacia la monarquía; y en verdad ése es el régimen que le conviene. La realeza puede ofrecerle una estabilidad cierta, sin exigir a cambio las virtudes cívicas que le son simplemente ajenas.

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Franco durante la guerra civil (Retrato de Jalón Ángel)

La realeza conoce naturalmente una época de favor después de un César, un Cromwell o un Napoleón. Las circunstancias representan un gran papel en su restablecimiento: si la tradición monárquica es aún reciente, se dispone de un trono para ocupar; cuando la tradición ha sido rota, se da de buen grado la corona al heredero del dictador.» (C. Northcote Parkinson, «The evolution of political thought», The University of London Press, 1958; edición francesa, «L’Evolution de la pensée politique», N. R. F., Gallimard, París, 1965.) La larga cita está hecha por su ajuste visible a unas circunstancias actuales. Lo cual no quiere decir que hayan de cumplirse fatalmente. Pero sí revelan una situación frecuente de las dictaduras: la falta de salida.

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Pronunciamiento del general Diego de León en Madrid (1841)

Una Dictadura es una tragedia que termina en tragedia. Las discusiones estrictamente actuales en nuestro país entre ruptura y evolución, y el punto muerto de cualquier solución satisfactoria, son una desgraciada prueba viviente de esta realidad. Una de las palabras que se han pronunciado aquí con más frecuencia es la de «democracia fuerte». O de un estado fuerte con forma democrática. Aquí nos encontramos con una de las formas invisibles de la Dictadura, con uno de los disfraces más habituales. Aquí es donde entra el teórico «científico» antes citado, Skinner, con su idea de la «autoridad anónima». Erich Fromm escribe que «ningún dirigente de ningún gobierno declara ya explícitamente su intención de someter la voluntad de la gente; tienen tendencia a emplear palabras nuevas que parezcan lo contrario de las antiguas. Ningún dictador dice que es dictador, y todos los sistemas proclaman representar la voluntad del pueblo. En los países del «mundo libre», por otra parte, la «autoridad anónima» y la manipulación han reemplazado a la autoridad declarada en la educación, el trabajo y la política» (Erich Fromm, «Anatomía de la destructividad humana», Siglo XXI de España, Madrid, 1975; la primera edición original es de 1974), con lo que nos encontramos una vez más que la diferenciación española es mucho menor de lo que habitualmente se cree, y que la dictadura semántica —emplear palabras que parezcan todo lo contrario de las antiguas, pero dándoles un valor y un contenido similar al que tenían— es universal. Probablemente unas formas dictatoriales de la democracia son las aparecidas a raíz de la segunda guerra mundial, en la larga etapa de la «guerra fría». El anticomunismo produjo una retracción de los valores democráticos en el sentido de la fabricación de leyes electorales que manteniendo la idea del sufragio universal resultaron lo contrario que una consecuencia del sufragio universal: en el reparto por circunscripciones, la división de distritos, la aplicación de inventos matemáticos a la distribución de votos, los emparentamientos, etcétera, se conseguía que hubiese el menor número de diputados comunistas en el Parlamento. Lo cual no iba sin causar graves daños colaterales a la idea de la democracia puesto que en los parlamentos y asambleas así constituidos se creaba un microcosmos que no respondía a la proporción mayor de la opinión nacional: no sólo en cuanto a los comunistas excluidos o reducidos, sino con respecto a los demás partidos. Cuando se considera la inestabilidad política de Francia en la postguerra o la diversidad de gobiernos en Italia se suele achacar a un fallo de la democracia, cuando en realidad es un fallo de la no democracia: a la falsificación de la voluntad nacional en las elecciones. El anticomunismo ha sido para la democracia una catástrofe mayor que el comunismo al que trataba de combatir, porque se ha convertido en una de las formas anónimas de la dictadura. No solamente en la creación de Parlamentos irreales, sino también en la cohibición de la libertad de prensa por medios invisibles —por ejemplo, a través de las distribuidoras de periódicos, o por el monopolio de agencias de información nacionalizadas; por el reparto estatal de cupos de papel o de desgravación de impuestos, marcados en principio artificialmente altos para luego suprimirlos como «protección a la prensa» en casos deliberadamente escogidos; o con la amenaza directa a los vendedores de retirarles de la venta la prensa consumista si exhibían o facilitaban la venta de la prensa maldita; por la repartición de la publicidad, etc.—, en la cancelación de actos públicos o manifestaciones aduciendo el «bien común» o las razones de «orden público», etc. Por esas mismas razones de presión y opresión, los otros partidos de izquierda han tratado de distanciarse del partido comunista apestado y reducido a su ghetto, de no señalar orientaciones realmente izquierdistas —concordes con sus programas y estatutos— para no ser confundidos con «compañeros de viaje» —uno de los inventos más sutiles, aunque el uso ya lo haya convertido en grosero, lo cual no impide que se siga utilizando en España, como fue el caso de la nota de la Dirección General de Seguridad en el mes de marzo de 1976 justificando las detenciones del organismo de Coordinación Democrática—, produciendo una tendencia hacia la derecha a quienes preferían esta salida a la de continuar su pureza ideológica. Arma de muchos filos, esta circunstancia ha creado al mismo tiempo que una devaluación de la democracia en un sentido de dictadura invisible, la otra devaluación de la democracia: la de demostrar su incapacidad para representar la suma de las opiniones nacionales. Siendo esta forma de Dictadura más aceptable que las francas y abiertas, no por ello produce menos alienaciones en la libertades humanas.

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Madrid, 19 de mayo de 1939. Franco preside el desfile de la victoria nacionalista en la guerra civil.

O quizá más, por la falta de resistencia que produce en quien no mide toda la capacidad de agresión de esta nueva forma. En la capacidad de un presidente de los Estados Unidos —o de una serie de presidentes— para llevar a cabo una guerra como la del Vietnam en contra de las opiniones mayoritarias del Congreso elegido y de la mayoría de la población civil se puede medir hasta qué punto una dictadura del tipo de la «autoridad anónima» o revestida de todos los sacramentos de la democracia pueda actuar en el mundo de hoy. Muchos sistemas democráticos favorecen la presencia del dictador, como son los presidencialistas —el más concreto, el de los Estados Unidos: uno de los más recientes, el de las reformas constitucionales del General De Gaulle en Francia, que han seguido siendo conservadas por los reformismos de sus sucesores—que regresan al sistema del «hombre fuerte», y del culto a la personalidad. Si bien la limitación en el tiempo de mandato ofrece alguna garantía; relativa, si se tiene en cuenta que el dominio de las elecciones presidenciales por el poder establecido suele ofrecer un sucesor con las mismas características.

 

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