El gobernante elegido por el pueblo sólo es responsable ante el mismo pueblo que lo eligió. Conforme se va consiguiendo, en las democracias más evolucionadas, que todos los ciudadanos tomen parte directa en la designación del primer ministro, la responsabilidad política de los Gobiernos, que antes fuera parlamentaria, se torna electoral.
He aquí el modo de plantearse ahora la vigilancia de los gobernantes. Las cámaras parlamentarias supervisan y critican la gestión pública, pero no son las que dictan el veredicto decisivo. Rara vez se produce la dimisión del Gabinete a causa de una votación adversa de los diputados. Los Gobiernos tienden a ser Gobiernos de legislatura, es decir que duran tanto como el mandato de los parlamentarios. El equipo ministerial goza de un estatuto bastante confortable, ya que no está expuesto a las caídas súbitas que eran frecuentes en las democracias políticas de la primera mitad de este siglo. Hasta que no llegan las elecciones generales la estabilidad del Gobierno se halla garantizada.
Me refiero —el lector lo habrá advertido— a lo que sucede en los regímenes democráticos que marchan en cabeza: regímenes de acción nacional directa, con un jefe del Gobierno elegido por los ciudadanos, con un sistema de partidos que favorece la formación de mayorías sólidas en los Parlamentos. De momento son pocos los países situados a ese nivel político. Pero ahí está el ejemplo a seguir, creo yo.
La vigilancia se efectúa, pues, de dos maneras: hay una vigilancia constante, a cargo del Parlamento y de las otras instituciones creadas para fiscalizar a quienes ejercen los cargos políticos, con cuya vigilancia se va alertando a los ciudadanos y se les suministran datos y juicios de valor para que voten con conocimiento de causa el día que acudan a las urnas. Y está la decisión del cuerpo electoral forma suprema de vigilancia— por la que se aprueba y ratifica la gestión de los gobernantes que resultan reelegidos, o se dicta una sentencia política condenatoria de la labor realizada y se les obliga a dejar los puestos a otros aspirantes.
No hay democracia política, de clase alguna, sin la vigilancia de los gobernantes.
Cuando se pretende colocar a un país en el camino hacia la democracia —según acontece actualmente en España— debe prestarse atención a los mecanismos de control cotidiano que funcionan bien en el extranjero. Después de 40 años de franquismo carecemos de experiencia inmediata en este campo. Todo el régimen anterior se articuló sin vigilancia popular alguna sobre los que mandaban.
En los Parlamentos del extranjero se interpela a los ministros y se les hacen preguntas. Ciertas cuestiones ocasionan amplios debates que sirven para que los ciudadanos perciban las razones que asisten a los distintos bandos enfrentados. La Oposición presenta mociones de censura, y el Gobierno pide votos de confianza. La posible disolución de la asamblea es una amenaza que pende sobre la cabeza de los diputados. En suma: Gobierno y Oposición dialogan abiertamente y públicamente, con unos espectadores —la totalidad de los ciudadanos— que un día pronunciarán el veredicto decisorio.
De acuerdo con la vieja práctica inglesa, que desde 1960 ha implantado también el Bundestag de la República Federal Alemana, conveniente será reservar una hora, al comienzo de las sesiones parlamentarias, para las preguntas que quieran hacer los diputados. Los temas más variados adquieren de esta forma una notoriedad saludable, desde pequeños o grandes «affaires» de un Departamento hasta asuntos locales, y los periódicos se hacen eco de cualquier denuncia realmente fundada. El diputado que pregunta cumple su misión de vigilancia con airear el tema. Lo que respondan los ministros o las autoridades competentes en el sector, tiene a veces escaso interés, pues las evasivas son inevitables.
El Congreso de los Estados Unidos cuenta con una dilatada experiencia de Comisiones investigadoras, que se inicia, como es sabido, en 1792, al quererse conocer las causas del fracaso de la expedición Saint Clair contra los indios de la región de Ohio. Estas comisiones investigadoras llevan a cabo una vigilancia adecuada sobre el Gobierno y la Administración Pública cuando son formadas por representantes de las diversas organizaciones políticas. Sirven para poco, en cambio, si el grupo mayoritario en el Parlamento tiene preponderancia en las mismas: es lo que sucede con las Commissions d’enquéte y las Commissions de controle de la V República francesa.
Las mociones de censura y los votos de confianza, que hace años fueron armas muy utilizadas en los combates parlamentarios, se emplean ahora mucho menos y con escasas probabilidades de que el Gobierno resulte derrotado. En algunos regímenes se ha llegado a una reglamentación minuciosa de estos procedimientos, estableciendo requisitos y trámites que son obstáculos difíciles de superar por las minorías, y limitando el alcance del voto final o condicionando sus efectos. Recuérdese el «voto de desconfianza constructivo» de la República Federal Alemana, o la regulación detallada que figura en el texto constitucional francés de 1958.
Sin embargo, la vigilancia propia de los Parlamentos modernos se efectúa de modo satisfactorio a pesar de estas trabas. Pues se trata sólo de actuar como lo haría un Ministerio Público que acusa, solicitando una pena o excepcionalmente la absolución del reo. Los parlamentarios señalan los errores que comete el Gobierno, sugieren al país otras fórmulas para orientar, gestionar y administrar los asuntos comunitarios. La resolución final será tomada por los electores, con su voto favorable o adverso sobre quienes hasta ese momento mandaban.
Bernard Crick considera que la campaña electoral es permanente, porque todo lo que sucede en el Parlamento contribuye, desde el instante en que un Gobierno jura, a preparar la decisión del pueblo el día de las votaciones generales. Las cámaras rara vez producen ahora directamente la caída de un Gabinete, pero preparan, con su cotidiana labor de vigilancia, el final venturoso o desgraciado de los ministros en funciones.
Esta vigilancia, sin embargo, no puede extenderse a todas las parcelas de la gestión pública que los ciudadanos tienen derecho de conocer. En la extensa y compleja actuación de los poderes políticos y administrativos, sean centrales, instituciones o locales, hay una zona diríamos intermedia, en la que se toman acuerdos que no son susceptibles de un enjuiciamiento estrictamente político, ni tampoco caen dentro del ámbito de la competencia de los Tribunales de Justicia. Son esas irregularidades de comportamiento, hijas del favoritismo o de la animadversión hacia alguien, cuando no el producto de la corrupción y el proceder dominado por intereses particulares.

Parlamento de Londres. Ha cambiado la función del Parlamento en las democracias más evolucionadas. Los diputados ingleses ya no pretenden derribar al Gobierno, sino que se dedican a alertar la opinión pública para que el pueblo decida soberanamente el día de las elecciones generales.
Difícilmente los jueces de lo penal pueden encajar esas conductas incorrectas en los supuestos previstos y penados por las leyes que ellos aplican. Se advierte con claridad perfecta que el gobernante, el funcionario o el empleado público cometieron infracciones que deben ser castigadas. Se comportaron mal, ya sea adelantando, por ejemplo, la resolución de un expediente en perjuicio de otros, ya sea inclinándose sin motivo objetivo a favor de determinadas solicitudes, ya sea aprobando unos proyectos de obras que benefician descaradamente a unas personas, etc., etc. El magistrado que conoce del tema ha de forzar los tipos penales si no quiere dejar sin castigo esa deficiente gestión pública. Por otro lado, los procesos judiciales son lentos y la sentencia final llega demasiado tarde para reparar la perturbación producida.
Tampoco son adecuados en estos casos de administración incorrecta y de corrupciones de políticos y funcionarios, los mecanismos tendentes a la exigencia de responsabilidad política. Es necesario arbitrar un procedimiento simple, donde impere el principio de la rapidez de las actuaciones, abierto a todos los ciudadanos.
Yo creo que en España hay que crear el Protector del Ciudadano, designado libremente por la Corona y con amplias facultades para investigar los asuntos de la Administración Pública, en todas sus ramas y escalones, que le denuncien los ciudadanos.
Sería una de las instituciones para la lucha contra la corrupción, que nuestro pueblo espera que un día se inicie.
El Protector del Ciudadano deberá tener —pienso yo— un estatuto análogo al del «Ombudsman» instituido en Suecia el año 1809, y que han adoptado luego, con ligeras variantes, otros países, entre ellos varías Monarquías democráticas: Dinamarca en 1954, Noruega en 1962 (con un precedente para la Administración militar en 1952), Gran Bretaña en 1967.
El Protector del Ciudadano completará la vigilancia permanente de los gobernantes que efectúan las asambleas parlamentarias y las otras instituciones políticas que operan en los diversos sectores del Estado. El veredicto definitivo lo pronuncia el pueblo el día de las elecciones.

Parlamento de Bonn. El parlamentarismo funciona correctamente en la República federal alemana, a pesar de la herencia negativa dejada por el Nacionalsocialismo y de los no muy buenos recuerdos sobre lo sucedido en el Parlamento de la República de Weimar. La Ley Fundamental de 1949 y las normas electorales, inteligentemente concebidas, han ayudado mucho al caminar del pueblo alemán por la senda democrática.
En determinadas democracias pluralistas, aún a mitad de camino, las crisis de Gobierno surgen también de otra forma, antes de llegar a la consulta popular. Todavía se registran caídas de los Gabinetes en virtud de votaciones desfavorables en el Parlamento, cuando no se cuenta con el apoyo de una mayoría sólida, o por perder el Gobierno la adhesión de una tendencia de su propio partido mayoritario.
Todos estos hechos ponen de manifiesto que la vigilancia constante de los gobernantes —esencial en la democracia— sirve para alertar a cuantos intervienen en el proceso político. En ciertos regímenes se dictan estas sentencias primeras por los parlamentarios o por una rama del partido mayoritario. Las crisis ministeriales se suceden a lo largo de la legislatura. Al final, en el momento de las elecciones generales, el pueblo ratificará esos veredictos o se pronunciará contra los mismos.
Yo considero que la solución ideal es que, salvo en casos excepcionales, la vigilancia constante del Parlamento y de las otras instituciones ad hoc tenga análogo sentido y alcance a los de la intervención de las partes en un proceso penal: que acusen y defiendan. Pero así como el Fiscal no dicta la sentencia, ni tampoco el Abogado, procede que sea el pueblo soberano el que pronuncie la última y definitiva palabra, como hacen las Salas de Justicia. Unos preparan con su vigilancia e investigaciones el fallo, y otros, en la democracia política la totalidad de los ciudadanos, lo articulan y pronuncian.