4-UNA FRAGILIDAD DEMOCRÁTICA

Lo que aparece ahora como un cierto enigma, en un momento privilegiado de la historia del continente europeo en el que, aparte de los países de régimen comunista, no hay ninguna dictadura visible, excepto los flecos del viejo mantón dictatorial español, es cómo fue posible que el final de la primera mitad de este siglo conociera tan repentino y furibundo auge de las dictaduras que llamamos con el nombre genérico de fascismos. Para comprender este fenómeno habrá que pensar en primer lugar que los fascistas resultan una respuesta de urgencia a los comunismos o, más exactamente, al comunismo de la Unión Soviética y a la revolución rusa de 1917. Lo cual no deja de merodear en torno a un círculo vicioso, porque la revolución rusa y el comunismo instaurado después era una respuesta a la aborrecible dictadura zarista, y los comunismos que se extendían por toda Europa, sin llegar a prender —salvo algún breve instante histórico, como los meses de Bela Kun en Hungría— eran también respuestas a las diversas formas de dictadura burguesa. Tomemos como punto de partida el comunismo que degeneró en la dictadura personal de Stalin, cuando estaba abocado a otra cosa muy distinta, a una forma peculiar de la dictadura que es la dictadura del proletariado. En el manifiesto comunista de Marx y Engels se dice que «la primera etapa de la revolución es la constitución del proletariado en clase dominante», lo cual se indica como una primera advertencia de la dictadura de clase, de la «dictadura revolucionaria del proletariado», como se la llama ya claramente en la «Crítica del programa de Gotha» que debe conducir a la sociedad sin clases: esto es, se trata *de una dictadura transitoria, o teóricamente transitoria. ¿Por qué no ha sido transitoria en la URSS? En primer lugar, ninguno de los países con régimen comunista consideran que la fase haya terminado y que se haya podido instaurar la »<sociedad sin clases». En segundo lugar, la presión exterior contra el comunismo soviético produjo unos mecanismos de defensa muy determinados. La alianza de los estados occidentales, el «cordón sanitario», la guerra civil, los bloqueos económicos, convirtieron el comunismo ruso en un estado defensivo y de guerra, en el que se produjo la figura de Stalin. Podría buscarse en la figura de Stalin, como se suele hacer frecuentemente con la de todos los dictadores, unas razones genéticas, otras socioculturales, para entender la forma sangrienta y brutal de su dictadura. También podría buscarse razones anecdóticas con carácter de históricas, como las relativas a la muerte de Lenin y a su sucesión. Como en todos —o casi todos— los casos, deberíamos considerar que de no haber ascendido al poder Stalin, otro Stalin lo habría hecho; que de heredar el poder Trotsky, el mismo Trotsky hubiera llegado a ser un Stalin. Son especulaciones acrónicas sin mucha posibilidad de ser demostradas. Lo cierto es que la dictadura del proletariado se convirtió en una Dictadura personal, y propia del Dictador y del círculo mágico que le rodeaba en el poder, expuesto continuamente él mismo a la represión y la depuración, como sucedió con tan desgraciada frecuencia. La Unión Soviética no salió realmente del estado de sitio hasta encontrarse con una situación más grave, la de estado de guerra y la agresión de la Alemania nazi, tras haberle fallado el mecanismo de defensa del pacto germano soviético, que se hizo en detrimento de la imagen pública del comunismo, y que supuso una derrota histórica, aunque menos grave de lo que hubiera podido suponer la historia preparada: una agresión directa de Hitler a la URSS con la indiferencia, quizá la ayuda, de las potencias occidentales. Apenas salida de la guerra, la URSS se encontró con el nuevo cerco de la guerra fría, la nueva amenaza de la guerra atómica. El tiempo que ha durado la coexistencia pacífica no ha sido probablemente suficiente para permitir la sustitución de la dictadura por un régimen de mayor libertad. Ni es tan fácil acabar con una dictadura. Son resistentes, y se infiltran en sus sucesores, como fácilmente estamos viendo en España en los días en que se escriben estas líneas. El sistema de desestalinización con el que se quiso iniciar una nueva época fracasó fácilmente, y la Unión Soviética no es realmente una dictadura del proletariado, ni está en una fase visible de tendencia hacia la sociedad sin clases: por el contrario, se tiene cada vez más la impresión de que aparecen clases sociales aunque de morfología y procedencia distinta de las de países capitalistas.

La noción de dictadura del proletariado está siendo atacada desde el mismo comunismo en los últimos años. La frase del secretario general del partido comunista español, Santiago Carrillo, «¿Dictadura? Ni la del proletariado», es suficientemente explícita. Sin embargo, numerosos grupos ideológicos comunistas o paralelos la siguen defendiendo con un argumento que les parece enormemente claro: sin la existencia de una dictadura del proletariado, la conquista de la revolución puede perderse y dar lugar a una contrarevolución sangrienta, a una dictadura de corte fascista. Como en el ejemplo de Chile, donde el gobierno marxista de Allende rehuyó toda forma de dictadura y dejó campo libre a la organización de las fuerzas fascistas que arrebataron el poder al pueblo y comenzaron una larga y dura represión.

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Benito Mussolini al lado del Mariscal Badoglio, presenciando un desfile

Los fascismos del Siglo XX podían haber sido una respuesta al comunismo. Pero las sociedades occidentales tenían ya otra respuesta preparada: la democracia. La democracia era el fruto de una revolución burguesa que debía permeabilizar las capas sociales de forma que si continuaba existiendo la diferencia de clases sociales, en cambio las más altas o privilegiadas eran accesibles para todos. Al abolir la aristocracia de sangre y sustituirla por la del talento, al facilitar la gratuidad de la enseñanza y la igualdad de oportunidades, al establecer los sistemas de votación y elección por la fórmula de «un hombre, un voto» y por el carácter de elegibles de todos los ciudadanos, la democracia debía quitar al comunismo gran parte de su razón de ser y debía abolir las fórmulas dictatoriales. Sin embargo a principios del Siglo XX, sobre todo en el momento del estallido de la I Guerra Mundial, se tuvo la noción de que la democracia había fracasado. En realidad, hacia 1915 el proceso democrático había avanzado muy poco, o había retrocedido después de haber avanzado. Las nuevas clases de perpetuaban y se hacían hereditarias, como en el feudalismo: la clase política estaba cerrada, la enseñanza podía ser gratuita en muchos países —exceptuemos siempre a España, ajena a todo este movimiento hasta 1931, cuando ya los fascistas estaban en pleno auge— pero los hijos de los obreros no podían emplear su tiempo en aprender. Para el proletariado, las democracias de principios de siglo habían traído muy escasa mejora de su condición, si habían traído alguna, mientras que para las clases poseedoras era un régimen considerado como débil y abierto a las posibilidades de la revolución popular. Las etapas de la democracia, según la muy aceptable tesis de C. N. Parkinson («L’Evolution de la pensée politique», París, NRF, 1958) eran éstas: «La democracia representativa había estado de moda hacia 1875; había desembocado en el socialismo, ampliamente expandido, hasta 1898, y triunfante en 1910; en 1930, este período de la democracia socialista estaba prácticamente terminado.»

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En presencia del papa Pío VII, Napoleón se corona a sí mismo

«El socialismo —escribía Joseph Conrad— debe inevitablemente terminar en el cesarismo»; pero aún aquellos que compartían sus temores no se hubiesen atrevido a predecir al socialismo una carrera tan breve». Volvamos a citar a George Bernard Shaw para describir el pensamiento de la época: «Como nada llegaba del Parlamento en Alemania y en otros países, el proletariado de decepción en decepción se separó del régimen parlamentario, sin comprender de qué se trataba. Anarquistas, socialistas de los gremios, sindicalistas, aplastados por los Fabianos, levantaron la cabeza e hicieron ver que las poblaciones militantes de las ciudades eran más temidas de los déspotas que los partidos laboristas parlamentarios lo eran por la oligarquía capitalista. Los dictadores y los déspotas se pusieron de moda, mientras que los primeros ministros LibLab (liberales-laboristas) perdían la cara. Pedro el Grande construía una nueva capital sobre el Neva: Napoleón limpiaba las cuadras de Augias, rompiendo las cadenas herrumbrosas, desecando los pantanos, trazando rutas para el tráfico, abriendo carrera a los talentos en un halo de gloria revolucionaria; su sobrino haussmanizaba París (del Prefecto Haussmann, que hizo el trazado de las nuevas grandes avenidas de París) y Mussolini reconstruía Roma; Primo de Rivera y Hitler, cubriendo sus países de carreteras modernas… Qué contraste con los parlamentarios británicos, desesperadamente incapaces de trazar un puente sobre el Severn, y con los Bebel y los Liebknecht bajo el talón de Bismark, luego del Kaiser… Los parlamentos eran incapaces de poner fin al paro obrero, epidemia que el proletariado teme entre todas, o incluso de tratar honestamente a los parados… Adolfo Hitler y Mussolini descubrieron lo que Cromwell había visto antes que ellos.

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Otto Eduard von Bismarck (1815-1898), “el canciller de hierro”

Podían obtener que se realizase todo lo que querían, y arrojar al cubo de la basura, muertos o vivos, a todos los recalcitrantes del Parlamento. Ante los ojos del pueblo, los dictadores eran capaces de mantener sus promesas si lo querían, mientras que los parlamentarios, aun queriéndolo, eran incapaces de ello. Por lo tanto ¿cómo podía asombrar si en sus plebiscitos los dictadores obtenían el 95 por ciento, e incluso más, de los sufragios del pueblo?» (G. B. Shaw, «Everybody’s politicar what is what», Londres 1944).

Hemos vivido lo suficiente para saber que detrás de la desecación del Agro Pontino o de la construcción de carreteras había un enorme truco. Una gran trampa. Una manera de enjugar el paro obrero con salarios mínimos y con un juego innoble de concurrencia de mano de obra barata, una vía presupuestaria hacia la corrupción, e incluso el desmedido, psicopático afán de todo Dictador de dejar obras sólidas, desafiantes para los siglos —nuevas pirámides— tras su fatal, efímera vida biológica. Hoy sabemos cuánta sangre, sudor y lágrimas han costado las obras públicas: cuantos destrozos de la economía nacional, y como la salida única era la guerra. En África o en Europa. En colonias o entre naciones, pero la guerra, cantada siempre y eternamente por todos los dictadores, la guerra «frisch und freudig», alegre y fresca, como decía el Kronprinz de Alemania en 1913, la guerra «que imprime el sello de nobleza sobre todos aquellos que tienen el valor de verla de cara», como decía Mussolini en «El Fascismo»…

En realidad, la caída de la democracia en la primera mitad del siglo XX se debió sobre todo a una nueva falta de confianza en el hombre. Repitamos que hay dos nociones contrapuestas del hombre, la del ser malo y pecador por naturaleza, que «merece» la autocracia, y la del ser bueno e inocente que necesita un cambio de sociedad, la democracia, para su expansión real.

«Desde agosto de 1914, una cuestión ha atormentado Iodos los cerebros pensantes: ¿se elevarán los hombres al nivel superior que los profetas de la democracia han juzgado posible?» Agosto de 1914: la guerra europea. Las matanzas sin precedentes hacían posible esa pregunta que se formulaba el vizconde James Buce («Modern Democracies», Londres 1929). En agosto de 1914 había quebrado una esperanza: los socialismos se dividían irremisiblemente. El socialismo propiamente dicho abrazaba la causa de la guerra, después de abandonar su pacifismo: los socialistas entraban en los «gobiernos nacionales», en las concentraciones políticas de las naciones que hacían frente a la guerra. Los socialistas quizá no advertían que esta entrada, por primera vez en su historia, en los gobiernos, era una manera de hacer participar al pueblo en la matanza. Hasta entonces, los socialistas habían mantenido que la guerra la pagaban enteramente los pueblos —en hombres, en pérdidas, en impuestos— y la ganaban siempre las clases poderosas de las naciones. Uno de los más decididos pacifistas del socialismo, Jaurés, fue asesinado. Julio Álvarez del Vayo relata muy bien ese período, esa dolorosa ruptura, en sus memorias.

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Adolf Hitler

Fue a partir de ese gran fallo, del que todavía no han repuesto los socialismos, cuando se empezaron a advertir los otros fallos de la democracia: o quizá a resaltar los que no lo eran, o no eran tan graves: «los excesos del sistema de partidos, sus taitas y sus exageraciones; la lentitud y la ineficacia (le los métodos de trabajo y de gobierno en tiempos de crisis o en momentos en los que se tenía la necesidad de decidir y actuar rápidamente; la parcialidad, la corrupción, la incapacidad y la burocracia, sometida frecuentemente a un espíritu de partido desmesurado; las deficiencias, la mediocridad y los errores de los líderes demócratas», según el rápido inventario de Eduardo Benes, jefe de Estado en Checoslovaquia y demócrata hasta su muerte (Benes, «Democracy today and tomorrow», Londres, 1939). Es curioso medir ahora la escasa importancia de esas críticas en relación con la tremenda voracidad de las dictaduras que, por otra parte, no solamente no excluían los defectos, sino que los enmascaraban, simplemente con una brutalidad de censura y silencio. Sin embargo, en un momento, inclinaron a muchas almas poco templadas hacia la autocracia. Las autocracias propias de nuestro tiempo que se llamaron totalitarismos.

Hannah Arendt explica detenidamente la peculiaridad del totalitarismo, no solamente porque bajo él no son más drásticos los medios de dominación social», sino que difiere «esencialmente de otras formas de opresión política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura». El totalitarismo desarrolla instituciones políticas enteramente nuevas «y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país». «El Gobierno totalitario siempre transformó las clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un partido, sino por un movimiento de masas, desplazó el centro del poder del Ejército a la Policía y estableció una política exterior abiertamente encaminada a la dominación mundial. Los Gobiernos totalitarios conocidos se han desarrollado a partir de un sistema unipartidista; allí donde estos sistemas se tornaron verdaderamente totalitarios comenzaron a operar según un sistema de valores tan radicalmente diferente de todos los demás que ninguna de nuestras categorías tradicionales, legales, morales o utilitarias conforme al sentido común pueden ya ayudarnos a entendernos con ellos, o a juzgar o predecir el curso de sus acciones» (Hannah Arendt, «Los orígenes del totalitarismo», Taurus, Madrid, 1974). Probable entre las experiencias personales y dramáticas de Hannah Arendt y una cierta obnubilación contemporánea que da al antisemitismo y las matanzas de judíos por Hitler y sus gentes un valor intrínseco y original, cuando lo cierto es que matanzas de minorías raciales o religiosas ha habido en todas las épocas de la historia, le hace ver unos signos diferenciales entre el totalitarismo y las otras formas de opresión política. El totalitarismo de nuestro tiempo se ha apoyado estrictamente en la misma glorificación de la persona del dictador, en el reinado del terror y en la policía política: entre las cámaras de gas hitlerianas y el acto de pasar a cuchillo a poblaciones enteras no hay más diferencia que la puramente técnica, como entre los judíos y los hugonetes no la hay más que de circunstancias históricas; el culto a la personalidad se ha podido beneficiar de la radio y de la prensa en lugar de las estatuas públicas y la acuñación de monedas, como en tiempos anteriores, y nuevamente no nos encontramos más que con diferencia de tipo de técnico. La implantación de nuevos moldes culturales en contra de la tradición y la cultura es un espejismo sufrido por Hannah Arendt al ver destruida la noción de su propia cultura tradicional, la judía; pero la realidad es que todos los dictadores se han apoyado en una categoría de tradición, fuera la de los Dioses del Walhala y la potente raza aria, sea la de un cristianismo imperial y triunfalista. Los que pasamos en cierta edad de la República a la Dictadura en España sabemos muy bien qué forma de destrucción se realizó sobre una cultura que habíamos vivido y que formaba parte propia nuestra, en aras de otra cultura que sin duda era tradicional. Es la cultura del vencido, y singularmente una cultura de utilidad popular, una cultura de clase, la que el vencedor borra siempre, o trata de borrar. Es también notable que nunca lo consigue enteramente: no lo consiguió enteramente en Alemania o en Italia, no la ha conseguido en la Unión Soviética, donde el eslavismo sigue funcionando aún en casos tan extremos y tan caricaturescos como el de Solyenitsin. No lo ha conseguido en España, donde se ha erguido siempre que ha podido, y donde hoy se está reconstruyendo casi enteramente: y no enteramente porque algunos personajes o algún género de ideas han dejado de ser válidos por su propio peso.

 

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