3-PÍCAROS, FANÁTICOS, LOCOS…

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Fernando VII (Retrato de Francisco Lacoma)

Pero, a todo esto, ¿qué es, realmente un Dictador? Despojándole de sus peplos y sus coturnos, un dictador desnudo es a veces un fanático, a veces un pícaro. Puede resultar un hombrecillo venido a más por la revolución de sus compañeros de poder que eligen un “outsider» para resolver sus diferencias mutuas: alguien que no moleste, alguien capaz de hacer la unidad —por distanciado, simplemente por tonto— entre los varios grupos que forman el tejido del poder en cada momento. Puede ocurrir que este «outsider» llegue a ser realmente dominante, puede imponerse a todos los demás: puede llegar a representar realmente el poder que se le ha concedido, infatuarse en él, maniobrar para eliminar a los que le han elevado.: asesinarles, recluirles, expulsarles, reducirles a la nada. Puede ser, por citar cosas modernas, como Neguib o como Ben Bella: expulsado él mismo por sus compañeros de armas porque llega a asumir con demasiada insistencia el poder, no como delegado de los demás sino como auténtico caudillo. Los hay que comienzan su vida como verdaderos libertadores del pueblo, con un afán de demócratas, de fundadores de regímenes para todos y terminan siendo verdaderos autócratas. Como Bolívar, citado algunas veces como ejemplo. Bolívar comenzó su vida (1783-1830) como insurgente contra el dominio español, identificado con el movimiento para la independencia de Venezuela; más tarde, encarnaba el sueño de una América —latina— unida. Terminó siendo presidente vitalicio, dictador, dueño absoluto. Sin perder por ello sus ideales. En la biografía de Emil Ludwig se encuentran ya algunos de los rasgos del hombre del destino, del «caudillo nato», señalado por algo parecido a la providencia. Su origen aristocrático, su «raza»… Y su admiración por Napoleón, por un Napoleón republicano. El interés que ofrece este tipo de Dictador sobre la generalidad de estos seres amargos y tiránicos es el punto de partida de su buena fe y de su servicio a todos.

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Simón Bolibar

Cuando Bolívar explicaba la libertad, lo hacía en términos de aristocracia y raza. La naturaleza, decía ha hecho al hombre libre, pero «sea por apatía, ya por una propensión innata» los hombres soportan Ia falta de libertad, las cadenas de los tiranos. «Porque son los pueblos, y no los sistemas, los que conducen a la tiranía». Los pueblos ceden porque se cansan, porque es más difícil vivir luchando por la libertad y defendiéndola que someterse cansina y aburridamente a la tiranía. Por eso la democracia no vale. «Pero —escribía— ¿es que ha habido regímenes democráticos capaces de unir la potencia, la prosperidad y la longevidad? ¿No son sobre todo la aristocracia y la monarquía los que han creado los imperios grandes y duraderos? ¿Hay un imperio más duradero que el de China? ¿Qué república ha durado más tiempo que Esparta o Venecia? ¿No ha conquistado el mundo el Imperio romano, no ha permanecido durante catorce siglos la monarquía francesa?» He aquí como Bolívar confundía ya, en pro de sí mismo, duración y conquista, y expansión, con libertad. No tardaría en aparecer él mismo como encarnación de la Providencia, cuando siendo jefe militar supremo se convertía en presidente de la república: «El hombre que no reconoce los bienes que la Providencia esparce sobre la tierra es un insensato.

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Calígula

En este momento, en este preciso momento, somos los amados de Dios, y no debemos dejar sin utilizar sus dones». No tardaría en aceptar el calificativo mismo de dictador y de definirlo. «La dictadura debe aportar con ella una reforma total. Nuestra organización es un exceso de potencia mal empleada y por lo tanto es dañina. Encuentro fastidioso el trabajo administrativo y sedentario. La dictadura es la moda: será popular. Los soldados quieren mando y la población quiere la independencia provincial. En una tal confusión, la dictadura lo unirá todo. Si la nación quisiera autorizarme, podría hacerlo todo. Me habla de una monarquía: ¿voy yo, ahora, a rebajarme a un trono? Su carta (la de su amigo Santander, a la que respondía) me hiere. Si desea usted volverme a ver, no me hable de la corona». Y moriría diciendo: «Ha habido tres grandes locos en la Historia: Jesús, Don Quijote y yo» (Las frases de Bolívar están recogidas de las citas que hace Emil Ludwig en su obra, versión inglesa: «Bolivar, the life of an idealist», Londres 1947; están traducidas y por lo tanto su texto exacto no corresponde o la versión original en castellano).

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Nerón

El caso del dictador de buena fe no es tan extraño. Entre una oleada de pícaros y de ambiciosos los dictadores de buena fe abundan: si no lo son en sus orígenes, llegan a serlo al ser investidos en sus cargos como Tomás Becket, libertino y descreído, que fue nombrado arzobispo por su cómplice el Rey Enrique, y terminó dejándose asesinar antes que renunciar a la defensa del honor de la Iglesia. Se creyó, de verdad, que era Arzobispo. Hay que dudar mucho de las ideas contemporáneas que hacen de Hitler o de Stalin criaturas demoníacas que encarnan el mal absoluto. Hitler fue inicialmente una criatura del ejército alemán derrotado y de los grandes industriales que necesitaban una defensa contra el comunismo: se había elegido un hombrecillo con capacidad de fascinar y con escasa inteligencia para que fuese fácilmente manejable. Pero Hitler estaba seguro desde el principio de que era Hitler: creía realmente en la maldad de la raza judía, en la conspiración mundial contra Alemania, en la supremacía de la raza aria y en una elección de las fuerzas del bien —los dioses— para llevar a su pueblo al dominio mundial. La noción de mal y de bien es generalmente inexacta o más bien absolutamente inútil para juzgar el comportamiento de los hombres: lo es, sobre todo, cuando se trata de juzgar el de los Dictadores. Su principal alteración psicológica consiste en su incapacidad para advertir el enorme daño colectivo que están haciendo en nombre del bien que creen representar. En un momento dado, se consideran depositarios de todo el Bien de que es capaz de este mundo y confunden su propia estancia en el poder con el hecho de que prevalezca ese Bien, aún a costa de enormes asesinatos colectivos. Es frecuente que las últimas frases de dictadores depuestos, a punto de ser asesinados o en el mejor de los casos de ser encarcelados o exiliados, sean de amargura al considerar lo que les parece el desagradecimiento de aquellos por quienes se han sacrificado. El poder no es casi nunca gratificatorio para quien la ejerce, y las frases habituales sobre «la pesada carga del poder», que suelen ser consideradas como muestra de cinismo máximo, ocultan más realidad de lo que parece. Regresemos a Bolívar: «La voz de la nación me ha impuesto el poder supremo. Aborreceré este oficio hasta el día de mi muerte, porque es la causa de que se sospeche de mí que aspiro a la corona. ¿Quién puede imaginarme ciego hasta el punto de desear rebajarme? ¿No saben esos hombres que el nombre de Libertador es más glorioso que ningún trono? Colombianos: una vez más he colocado sobre mí este yugo, porque en tiempo de peligro hay más hipocresía que modestia en sustraerse a él».

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Felipe II

Pesada carga o yugo, son palabras que repiten incansablemente los dictadores. La idea de sí mismos como solución única o inmejorable no les abandona nunca. Esta es otra parte de su locura. No es extraño que un ser rodeado de espanto y respeto, de una adulación sin límites, de una distancia tal entre él y los más próximos de sus semejantes, termine por creer en sí mismos. Sucede hasta con pequeños jefes de negociado. Los reyes locos de Shakespeare son un ejemplo admirable de esta mentalidad. Speer, tan próximo a Hitler, hablaba de él diciendo: «Había ciertamente algo de irreal en él. Pero tal vez no fuera esto una cualidad permanente suya. Retrospectivamente me pregunto a veces si aquella impalpabilidad, aquella inmaterialidad no le caracterizó desde muy tiernos años hasta el momento de suicidarse. A veces me parece que sus arrebatos de violencia eran tanto más fuertes porque no había en él emociones humanas que se les opusieran.

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Stalin

Sencillamente no podía dejar que nadie se acercase a su interior porque estaba vacío, sin vida». La doble visión que el Dictador puede tener de sí mismo, entre su nulidad interior, o su función de «hombre corriente» y los atributos de que se le revisten y que él mismo contempla como ciertos —deben ser ciertos puesto que el mundo entero los reconoce, ha de ser su reflexión— debe causar esa espantosa angustia y ese deseo de no dejar acercarse a nadie para que no se sepa que no es, que hay una negación o un vacío continuo en su interior. Probablemente se cruza uno en un paseo diario con algunas decenas de Hitler: bastaría un concurso de circunstancias, una situación determinada, un juego de azares y de necesidades para que cualquiera de ellos se convirtiera en Hitler.

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Hungría 1956: Derrocamiento del monumento a Stalin

Por todo ello cualquier manera de considerar al Dictador como institución, o incluso como personaje concreto, sólo tiene valor o partir de esta idea: es un hombre como todos los demás. En ciertos casos antiguos, en los de las dictaduras hereditarias o transmitidas por vía consanguínea, existe el desarrollo sociocultural de la personalidad de Dictador desde la cuna, o diríamos que la insuflación de esta locura peculiar por medio de una educación muy determinada y de una insistencia en el carácter excepcional del individuo. Estos casos se van dando cada vez menos en nuestro tiempo, y se producen con más frecuencia los de dictadores surgidos del «estado llano»: lo cual no hace más que acentuar en ellos esa especie de esquizofrenia de la doble personalidad, al considerar el largo y difícil camino que han tenido que recorrer para alcanzar el poder absoluto.

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Mao Tse-tung

Es la noción de su insignificancia la que les tiene que hacer creer en una elección divina. Cualquiera de nosotros que analizase la serie de hechos concatenados que han sido precisos para llegar a ser lo que somos —sea lo que sea lo que seamos— nos haría pensar en la existencia de un destino. Sólo que la nada real que corona nuestras vidas no incita a la sublimación.

 

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