Los ciudadanos concentraron sus esfuerzos, durante una primera etapa histórica de las democracias occidentales, en el control de los gobernantes. El objetivo era entonces conseguir que los que mandaban un país lo hicieran bajo una cierta vigilancia de Ios destinatarios de las Ordenes. Las llamadas “asambleas representativas” (inicialmente formadas por los portavoces de una reducida parte de la población) procuraban fiscalizar a los titulares de los cargos de decisión política. Al pueblo se le imponía un programa de gobierno, en cuya elaboración no había intervenido, ni de forma directa ni indirecta, así como tampoco había tenido oportunidad de pronunciarse luego sobre el mismo. Esta mínima presencia de los ciudadanos en el planteamiento y solución de los asuntos comunitarios, ya no satisface. El pueblo ahora quiere gobernar.
En los viejos textos constitucionales de las monarquías del siglo XIX —algunos de ellos aún formalmente vigentes— encontramos rótulos que revelan La posición pasiva del pueblo en las tareas estrictas de La gobernación del Reino. Así hay capítulos de las leyes consagrados a «El Rey y sus ministros«, con una clara acentuación de que la voluntad popular no tenía acceso a La elección de «premier« y sus compañeros de Gabinete.
Hoy, tanto en las Monarquías democráticas como en las Republicas de la misma clase, se exige que el Gobierno sea del pueblo. Sigue teniendo importancia la elección de los miembros del Parlamento. Pero h gran decisión popular se produce en el momento de elegir a La persona que ha de asumir la jefatura de equipo ministerial.
Se considera, por ello, que las democracias de acción nacional directa, aquellas en las que los electores votan a un «premier« o a un jefe del Ejecutivo están mejor vertebradas que las democracias de mediatizadas, donde son los parlamentarios los dirigentes de los partidos quienes escogen un Gabinete entre los varios posibles, después de unas elecciones generales o cuando se produce la dimisión del Gobierno.
En la actual Republica italiana, por ejemplo, no se ha resuelto satisfactoriamente todavía este asunto capital de la designación democrática del primer ministro. Ni siquiera los electores de la Democracia Cristiana experimentan La sensación, al depositar la papeleta en la urna, de estar contribuyendo a que Fulano de Tal tome en sus manos el timón. Porque una victoria electoral del partido deja sin resolver la incógnita. Entre media docena —o mas— de posible; candidatos se entablaran luego negociaciones, se harán combinaciones, hasta lograr un equipo ministerial que será el fruto de unos pactos tomados a distancia del hombre de la calle.
Los ciudadanos británicos, por el contrario, cuando acuden a votar, conocen el nombre del premier que ellos están promocionando. La formalización del nombramiento es un acto automático, una vez hechos públicos los resultados de las elecciones.
Italia es un claro ejemplo de democracia de acción mediatizada, y Gran Bretaña lo es de democracia de acción nacional directa.
Con el fin de aproximarse a La identificación de gobernantes y gobernados, el nombramiento de primer ministro se efectúa últimamente —en las democracias políticas más evolucionadas— a través de un largo y complicado proceso, que comienza con La selección del aspirante en el seno de un partido, La elección por todos los ciudadanos y, finalmente, La ratificación por otras instancias, tramite ultimo de valor simbólico.
Los partidos seleccionan ahora, o tienden a hacerlo, a aspirantes con buena imagen dentro y fuera de la organización. Ha quedado atrás La época en que los Estados Mayores se inclinaban hacia los denominados hombres de partido», esos militantes entusiastas que se dedican fundamentalmente a La vida interna del grupo. Los partidos modernos se configuran como máquinas electorales, sobre amplias bases sociales, abiertas a una pluralidad de confesiones religiosas, son interclasistas e interregionales, y procuran seleccionar para La jefatura del Gobierno a alguien con posibilidades de sumar votos entre los ciudadanos que no militan en ninguna de las formaciones en liza.
La elección directa del jefe del Gobierno por todos los ciudadanos está resuelta, además de en las Repúblicas presidencialistas, en los regímenes parlamentarios con bipartidismo. El multipartidismo, por el contrario, dificulta la constitución de mayorías homogéneas en el Parlamento, lo que abre una puerta esas operaciones entre los notables para poner en pie a un Gabinete —frecuentemente débil— en las democracias de acción mediatizada.
Pero tanto el “two party system” como el multipartidismo no aparecen en un régimen político de forma espontanea e inevitable. Hoy se conocen bastante bien las causas que en cada país han producido un determinado sistema de partidos, y se han enunciado unas reglas de general aplicación.
Factores sociales, factores ideológicos y religiosos, factores históricos y nacionales, así como ciertos factores institucionales, cooperan en el nacimiento y desarrollo de un determinado sistema de partidos. Las asambleas constituyentes y legisladoras pueden reducir, e incluso evitar, los malos efectos de algunos de estos factores. Sin embargo, otras causas están profundamente arraigadas en las diversas sociedades contemporáneas y resulta muy difícil impedir La malformación de las fuerzas políticas reales.
Las diferencias sociales acusadas fomentan, lógicamente, la pluralidad de partidos por esa sola razón Igual sucede con las diferentes nacionalidades y regionalismos en La población de un Estado. El multipartidismo se agrava con los enfrentamientos ideológicos, las contraposiciones entre los intereses agrarios y los industriales, las querellas lingüísticas y lo fanatismos religiosos, entre otros motivos.
Sumamente complicado es resolver algunos d esos problemas que fomentan el multipartidismo exagerado. En un País como España el ideal sería llegar una bipolarización de las tendencias de toda clase, que permitiría la puesta en funcionamiento de un partidismo de grandes formaciones, cada una de ella con vocación de Gobierno y posibilidades ciertas de alcanzar el Poder. Pero esa meta se encuentra fan lejana, creo yo.
Sobre los factores institucionales si es posible operar con eficacia a corto plazo. Por ejemplo, hay que establecer unas leyes electorales que ayuden a la consolidación de un buen sistema de partidos.

La elección directa del jefe del Gobierno por todos los ciudadanos es la gran decisión popular. La democracia de acción nacional directa se manifiesta en ese importantísimo acto cívico.
Desde que en 1946 Maurice Duverger enunciara Bus tres famosas “leyes tendenciales”, se ha discutido mucho acerca de la influencia real de los sistemas electorales sobre el número y estructura de los partidos políticos. Hubo autores que negaron La validez de las reglas del profesor francés, mientras que otros condicionan las consecuencias previstas en Las mismas a La concurrencia de circunstancias históricas, sociales y políticas en el caso que se analice
Yo pienso que conserve su interés el planteamiento de Duverger. Se trata de unas leyes que marca una tendencia —no son leyes de aplicación exacta solo señalan los efectos que pueden darse o que generalmente se dan— y como tales deben ser tenida en cuenta cuando se aborda el tema de La elaboración de normas electorales.
Recordemos esas tres leyes:
Primera. — La representación proporcional conduce a un sistema de partidos múltiples e independientes.
Los partidos son numerosos, pues todos ellos, incluso los pequeños, abrigan esperanzas de ganar unos escaños en las asambleas representativas, al distribuirse estos proporcionalmente al número de los votos obtenidos. Y los partidos no renuncian a su independencia, pues las alianzas ofrecen pocas ventajas especiales.
Segunda. — El escrutinio mayoritario a dos vueltas conduce a un sistema de partidos múltiples e interdependientes.
En La primera vuelta todos intentan ganar escaños por si solos, sin acudir al reforzamiento que puede proporcionar el acuerdo con las organizaciones más afines. El multipartidismo subsiste, aunque en la segunda vuelta se hagan frentes comunes contra el adversario común. De ahí La relativa interdependencia entre los partidos de una misma familia ideológica que, por las razones que sean, no tengan inconvenientes para emparentarse en La segunda vuelta
Tercera. – El escrutinio mayoritario a una vuelta conduce al bipartidismo.
Las formaciones derechistas, ante el temor de una victoria de La Izquierda unida en la única oportunidad quo se brinda a los electores, renuncian a sus peculiaridades secundarlas y se unen. Igual ocurre en el campo de las izquierdas.
Sucede, además, que los grupos pequeños y los subgrupos no son atractivos para el ciudadano común, el cual desea votar útilmente. Cuando se producen dos o tres descalabros sucesivos, el barco se queda solo.
He aquí las tres leyes tendenciales, de las que no hay que esperar —insisto— La exactitud matemática de las leyes que rigen los fenómenos del mundo físico pero que señalan unas orientaciones a tener en cuenta.

Heger Garaudy, profesor universitario y político trances, que no resistió el dogmatismo cerrado del P. C. de años atrás, considera inadecuado e injusto el criterio territorial para formar los distritos electorales.
Douglas W. Rae, uno de los críticos de Duverger, añade una variable, según el de mucho peso: La dimensión de los distritos electorales.
Sobre la experiencia de lo ocurrido en 121 consultas populares, en 20 democracias de Occidente, Rae se formula esta regla: Conforme aumenta La extensión de los distritos o colegios, los sufragios y los escaños parlamentarios se desparraman entre los partidos. 0 sea, que La circunscripción uninominal, con pocos electores en el censo, favorece la reducción del número de partidos, mientras que los distritos grandes, en los que se enfrentan listas largas de aspirantes, sirven para La aparición y consolidación de un pluripartidismo exagerado.
Recientemente aumentan las censuras sobre La forma de delimitar los colegios electorales en algunos países. La Derecha pretende aplicar un criterio geográfico, que da como resultado unos distritos de casi idénticos kilómetros cuadrados, independientemente del volumen de la población que reside en ellos. De esta forma se potencia a los electores rurales, al tiempo que se infravalora La opinión de los obreros y empleados que habitan los superpoblados barrios de viviendas modestas.
Roger Garuaudy, en su último libro Le Project esperance, va más allá, y denuncia el carácter alienante de cualquier representación política montada sobre base territorial. «En una sociedad esencialmente agrícola —escribe— este modo de representación territorial podía dar (cuando no era censitaria, es decir, cuando no excluía del derecho de voto a los no-propietarios) una imagen bastante correcta del país… Pero ahora no es un procedimiento adecuado, ahora «cuando con el desarrollo de la industria los cameos quedaron desiertos y se crearon, en algunos centros urbanos, núcleos extremadamente densos de trabajadores…
Los principios democráticos, en verdad, exigen revisar viejas ideas acerca de esta materia de la distribución del territorio estatal en colegios electorales cuyas fronteras se hacen coincidir con las de unas demarcaciones administrativas pasadas de moda, al margen por completo de La distribuci6n real de las fuerzas políticas en las diferentes zonas del país, cuando no procurando perjudicar algunas de estas tendencias, normalmente las mas renovadoras y progresistas.
La última fase del proceso de nombramiento de los gobernantes por el pueblo es La ratificación de la voluntad general por determinadas instancias.
En las monarquías democráticas, donde funciona sistema de partidos que produce mayorías claras en el Parlamento, el Rey nombra primer ministro al dirigente seleccionado por su organización y elegido en las urnas. Es la solución deseada, La más acorde con la tarea de los Monarcas constitucionales. Lo mismo deben hacer los Presidentes de las Repúblicas parlamentarlas en los casos de buen funcionamiento del sistema de partidos.
Entre nosotros, La sensación de distanciamiento entre gobernantes y gobernados es infinitamente mayor. La interferencia del Consejo del Reino (con unos miembros que no representan a nadie, o a casi nadie) rompe el circuito de comunicaci6n entre el Gobierno y el español común. Cualquier proyecto serio de aproximar este País a la democracia pasa necesariamente por La supresión de ese anacrónico Consejo en La forma en que está concebido.