
El tarot es algo extraordinario, misterioso, y a la vez práctico, sanador y, sobre todo, infinitamente sabio. Alguna vez le confesé a una prima que yo quería jugar con él, y al día siguiente me regaló un mazo de un tarot de ángeles a los cuales yo podía hacerles las preguntas que quisiera, todo lo que necesitaba era encerrarme en mi cuarto, bajar la luz, preguntar y dejar que las cartas me hablaran.
Desde ese entonces, jugar a acceder a respuestas que de alguna manera me eluden ha sido una de mis grandes pasiones.
Estoy convencida de que el tarot tiene, por ejemplo, el super-poder de sanarnos a nosotros mismos (y a otros), el super-poder de ayudarnos a conocernos mejor y, principalmente, el super-poder de activar nuestros super-poderes.
Y digo la palabra super-poder muy en serio, no como una metáfora o una hipérbole. Genuinamente creo que tenemos poderes, así como los tiene Superman.
Cosas como: darle un consejo a un desconocido que termina cambiando su vida para siempre, ser capaz de convertir una idea en un libro que ocupa un espacio físico en el mundo o inventarse ritmos de la nada que hacen bailar a naciones enteras o simplemente a sus siete primos en la sala de su casa, son, de hecho, SUPER-PODERES.