
Las desigualdades irán dejando de estar donde estaban. Desde el siglo XIX venían produciéndose sobre todo en la renta, la escuela, el riesgo.
El campo de intervención del poder público se había ampliado progresivamente para ir asumiéndolas a su cargo o como mínimo para someterlas al juego de los acuerdos contractuales. La dialéctica interminable, inherente a la democracia, entre las desigualdades que se crean y las que desaparecen impide considerar hoy en día que esa ambición se haya satisfecho.
La igualdad, al menos la idea que una sociedad se ha hecho en cada etapa del mínimo de igualdad deseable, no impera ni en el campo de las rentas, ni en la escuela, ni incluso en materia de riesgos sociales; además, los efectos perversos se han multiplicado con el paso del tiempo y con el estancamiento económico.
¿Acaso no han engendrado, en los márgenes del sistema, unas desigualdades que constituyen otras tantas regresiones al pasado? Y, no obstante, la partida ya no se juega aquí, corrigiendo unos efectos perversos que engendrarán otros nuevos.
El mapa de las desigualdades se ha desplazado. Al explorar esa topografía, ¿con qué nos encontramos? Con unas transferencias: la desigualdad ante el riesgo se metamorfosea en percepciones diferentes de la inseguridad, por la sustitución de una necesidad material por un fantasma.
Lo irracional siempre ha sido diferente; se vuelve igualitario cuando el grado de seguridad en la calle parece tener relación, a los ojos de todo el mundo, con el nivel social.
Pero si bien esta cuestión es importante, no constituye la desigualdad determinante del futuro.
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