LOS IMBATIBLES PROVOCADORES DE LA CRISIS.

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El cambio de rumbo en los 1980.

1-Ibrahim Warde

 

 

Por: Ibrahim Warde,

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A pesar de que el crecimiento de China y de Alemania se ha ralentizado, no se ha interrumpido el endurecimiento de las políticas de austeridad. Mientras que los socialistas españoles constitucionalizaron la reducción del déficit público, las derechas europeas, que han tenido que resignarse a aplicar una subida cosmética de los impuestos a los más ricos, continúan recortando los gastos del Estado. No obstante, con el crac financiero de septiembre de 2008 se anunció el retorno de Keynes…

Hace más de cuatro años hubo uno de esos momentos de incertidumbre en que todo tiembla, todo se mueve y nadie duda de que todo se va a pique. El 7 de septiembre de 2008 el Gobierno estadounidense intervino Fannie Mae y Freddie Mac, dos mastodontes del crédito hipotecario. El día 15, el venerable banco de negocios Lehman Brothers anunció su quiebra. El 16, después de la petición de ayuda hecha por el Wall Street Journal, Washington compró la primera aseguradora del país, American International Group. La estupefacción gana espacio; las Bolsas se hunden.

El poder público estadounidense nacionaliza una buena parte del sector automotriz e inyecta cientos de miles de millones de dólares en la economía. Keynes, el New Deal y el Estado estratega recuperan el primer lugar. En un acto de contrición universal, la burguesía de los negocios juró entonces que «nunca nada será como antes».

El primer ministro francés Frangois Fillon describió «un mundo al borde del abismo»; la portada de Newsweek anunciaba, casi con terror, «Ahora somos todos socialistas»; Time Magazine llamó a «repensar a Marx» para «encontrar los medios de salvar al capitalismo», una salida (feliz) que le pareció tan poco posible al Washington Post que se interroga en forma de editorial, más macabro que alegre: «¿Está muerto el capitalismo?»

Y luego, todo volvió a su lugar.

Es cierto que hubo un breve intermedio durante el cual las elites políticas y financieras, antes cubiertas de gloria y que habían llevado la economía mundial al borde del abismo, sufrieron una travesía del desierto (que más tarde les permitió considerarse perseguidas); pero recuperaron su ventaja. Hubo declaraciones, reuniones espectaculares ricas en promesas, sin consecuencias posteriores. Finalmente, se votaron leyes, pero su aplicación concreta —ya se tratara de nuevas arquitecturas de supervisión, del refuerzo de las normas prudenciales, de la regulación de las bonificaciones o de la protección al consumidor—demostró ser más que modesta

El resultado ha sido que la economía mundial se vuelve a encontrar al borde del precipicio. El verano de 2011 recuerda en muchos aspectos al otoño de 2008. Comenzó con algunas buenas noticias, para los mercados, se entiende.

La Autoridad Bancaria Europea (ABE), encargada de evaluar la solidez del sector financiero en caso de crisis, dio un veredicto tranquilizador: 82 establecimientos europeos de 90, sometidos a pruebas de resistencia, las superaron. Algunos días más tarde, Grecia fue salvada de la quiebra mediante un plan que combinaba sacrificios por parte de la población y un rescate por parte de los contribuyentes europeos. El acuerdo no desencadenó la cancelación de los contratos de cobertura contra la falta de pago, los famosos Credit Default Swaps (CDS), lo que habría sido desastroso para los bancos.

Y, para el futuro, hubo una nueva promesa de austeridad, una «regla de oro» de rigor presupuestario para los 17 países de la zona euro. En Estados Unidos, un compromiso sobre el techo de la deuda, firmado in extremis, antes del vencimiento del 2 de agosto, por el presidente Barack Obama y la oposición republicana, prevé recortar los gastos, sin aumentar los impuestos.

Pero todo fue en vano. La agencia de calificación de riesgos Standard & Poor’s decidió degradar la nota de la deuda estadounidense, que pasó de AA A a AA+. Aun cuando la decisión estaba basada en cifras fantasiosas (al déficit presupuestario de diez años, la agencia agregó por error 2 billones de dólares, o sea 1,389 billones de euros), la decisión provocó un nuevo enloquecimiento de los mercados. Que tuvo como punto de mira —es como para no entender nada— los principales bancos europeos, considerados sanos un mes antes…

El peso de la financiarización es tal que una inversión de la tendencia parece imposible. Por un lado, la relación de fuerzas entre Estados y mercados es más que nunca desfavorable para los primeros; por otro, los dogmas establecidos después de tres décadas de desregulación financiera parecen indestructibles. Casi todas las intervenciones públicas tratan, en primer lugar, de tranquilizar a los mercados y proteger al sector financiero, el mismo que maltrata a los Estados y sus deudas. La falta de éxito de estas estrategias no impide su eterno recomenzar. Porque en vez de desaparecer para dar lugar a otras, más pertinentes, estas ideas, que hubieran debido ser puestas fuera de la posibilidad de dañar, no dejan de resurgir como los zombis en las películas de horror, guiados por sus celadores, para causar nuevos estragos.

Los que estaban al mando en 2008 siguen controlando el sistema, armados del mismo arsenal ideológico. Los gigantes de las finanzas, salvados porque eran «demasiado grandes para fracasar» («too big to fail») son ahora más gigantescos que nunca, y siempre frágiles. El economista Paul Krugman lo señala así: «Las lecciones de la crisis financiera de 2008 fueron olvidadas a una velocidad vertiginosa, y las mismas ideas que estuvieron en el origen de la crisis —toda regulación es nociva, lo que es bueno para los bancos es bueno para EEUU, las rebajas de impuestos son la panacea— hoy dominan de nuevo el debate».

En este sentido, el recorrido que hicieron los héroes de antes de la crisis es revelador. Alan Greenspan, Robert Rubin y Larry Summers, respectivamente presidente de la Reserva Federal, secretario y secretario adjunto del Tesoro en febrero de 1999, cuando el semanario Time, en una portada que se hizo célebre, consagró al trío como el «Comité para salvar al mundo», se eclipsaron muy brevemente. El primero era republicano, los otros dos demócratas; los tres simbolizaban la supremacía incontestable de la esfera financiera sobre el mundo político.

Poco después de su elección, en 1992, William Clinton eligió plegarse a los dictados del mercado de obligaciones. El boom sin precedentes que siguió parecía confirmar las virtudes de la financiarización, lo que incitó a ambos partidos a librar una puja desenfrenada sobre quién recogería más contribuciones electorales de parte de las grandes instituciones financieras, y a quién le harían más regalos. Fue bajo una Administración demócrata cuando se aprobaron, en 1999 y 2000, las grandes reformas que abrieron la vía para la creación de los productos «tóxicos», que fueron el origen del derrumbe financiero.

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La Administración republicana de George W. Bush, más cercana todavía a Wall Street, se apuró a destruir los controles que quedaban, nombrando en puestos claves a «desreguladores» fervorosos. El acomodo de los Gobiernos a las decisiones de las agencias de calificación de riesgos se operó en este marco.

Después del pánico del otoño de 2008, las elites financieras fueron sin duda señaladas con el dedo, pero su poder efectivo no resultó afectado por eso. En octubre de 2008, con aspecto agobiado, Greenspan, el héroe incontestable del boom económico, declaró ante una comisión del Senado que acababa de darse cuenta de que sus creencias económicas estaban basadas en un «error». La contrición fue breve y sin consecuencias: dos años más tarde volvió a encontrarlas soberbias, y le hizo una guerra sin cuartel a la legislación «Dodd Frank» que trataba —aunque muy tímidamente— de volver a traer un poco de orden al sistema.

En cuanto a Rubin, mantuvo sus estrechos y lucrativos vínculos con el establishment financiero, lo que no le impidió dar consejos económicos a sus compatriotas mediante el Financial Times. Summers, por su parte, nunca salió verdaderamente de la escena. En ocasión de la elección presidencial de 2008, fue uno de los principales consejeros del candidato Obama y, a una vez que éste entró en funciones, presidió el Consejo Económico de la Casa Blanca.

Desde su renuncia, a finales de 2010, volvió a su cátedra de profesor de economía en Harvard. Incluso después del derrumbe financiero, explica el periodista Michael Hirsh, «el régimen anterior y las construcciones intelectuales —una mezcla de friedmanismo, greenspanismo y rubinismo—dominaron siempre, a falta de algo mejor».

Así, a pesar de que en el mundo (como recientemente en Grecia, o en Estados Unidos en la industria automotriz), Gobiernos y empresas rescindían sin ningún problema de conciencia el contrato social que los vinculaba a sus poblaciones o a sus trabajadores, Summers, entonces consejero de Obama, explicaba que las asombrosas bonificaciones de la compañía de seguros AIG (sacada a flote por el Estado) eran intocables: «Somos un país de leyes. Estos son contratos. El Gobierno no está simplemente en condiciones de abrogar contratos».

En una obra que explica «por qué el mercado fracasa», John Cassidy, periodista económico del New Yorker, ve en esta ideología no la realización del liberalismo económico clásico, sino su perversión. Recuerda que «el concepto de mercados financieros racionales y autocorregibles es una invención de los últimos cuarenta años».

Si bien la profesión financiera trata de ubicarse en la línea de Adam Smith, un autor que tenemos tendencia a venerar sin haberlo leído, está violando alegremente los principios que Smith enunció en materia de regulación financiera. Algunos años antes de la publicación de su célebre Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776), el padre de la economía clásica había asistido al estallido de una burbuja financiera que destruyó 27 de los 30 bancos de Edimburgo. Smith sabía desde entonces que, libradas sólo a las fuerzas del mercado, las finanzas hacían correr grandes peligros a la sociedad. Por más favorable que fuera al principio de la «mano invisible», estipuló expresamente que la lógica de un mercado libre y competitivo no debía extenderse a la esfera financiera.

Por eso la excepción bancaria al principio de la libertad de emprender y de comerciar, y la necesidad de un marco regulatorio estricto: «Estas regulaciones pueden parecer, en cierto sentido, una violación a la libertad natural de algunos individuos, pero esta libertad de algunos podría comprometer la seguridad de toda la sociedad. Como en el caso de la obligación de construir paredes para impedir la propagación de los incendios, los Gobiernos, tanto en los países libres como en los despóticos, están obligados a regular el comercio de los servicios bancarios».

Si hacía falta buscar una ascendencia intelectual al fundamentalismo desprovisto de base empírica que reina en este momento, se la podría encontrar en Ayn Rand (1905-1982). Dogmática y sectaria, preconizando el egoísmo como virtud suprema y fustigando toda forma de intervención de los poderes públicos, la publicista y novelista ruso-estadounidense tuvo entre sus discípulos a Alan Greenspan.

Ya en 1963 éste rechazaba como un «mito colectivista» la idea según la cual, librados a sí mismos, los hombres de negocios venderían alimentos o medicamentos peligrosos, títulos fraudulentos o edificios de mala calidad. «Al contrario, es el interés de cada hombre de negocios tener una reputación de honestidad y no vender más que productos de calidad». En mayo de 2005, poco antes del final de su mandato en la Reserva Federal, no había cambiado de opinión: «La regulación prudencial está mucho mejor garantizada por el sector privado, a través de la evaluación y el control de las contrapartes, que por el Gobierno, cuya intervención socava un sistema altamente moral. Porque bajo una pila de formularios para rellenar se halla siempre el temor a la fuerza».

El razonamiento circular que se desprende es siempre exitoso: si el mercado no funciona correctamente, es porque no hay suficiente mercado. Los discursos ardientes que se oyen actualmente contra los «excesos» de las finanzas ofrecen a los políticos un medio de alinearse fácilmente con la cólera de los ciudadanos; pero suenan como constataciones de impotencia.

El 17 de agosto de 2011, después de su mini cumbre dedicada a la crisis de la deuda, Nicolas Sarkozy y Ángela Merkel anunciaron en términos sibilinos la adopción de un impuesto sobre las transacciones financieras, la famosa tasa Tobin que horrorizaba al sector financiero. Sin embargo, la decisión, que primero debe ser ratificada por los demás miembros de la Unión Europea, es mucho menos atrevida de lo que parece. No apunta a arrojar un grano de arena en los engranajes de la especulación financiera, ni a generar fondos para la ayuda al desarrollo sino, en la mejor de las hipótesis, a hacer pagar a los bancos una parte ínfima de su reflotamiento futuro.

Reflotamientos que, ya lo sabemos, no dejarán de producirse…

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