Por: Santiago Carbó Valverde.
Analista de Inversión, catedrático de economía de CUNEF y director de estudios financieros de Funcas.
COMO RESOLVER EL NUEVO PUZLE ECONÓMICO
La nueva economía es un complejo puzle que no todos los países sabrán resolver. La construcción de un futuro mejor dependerá de cómo las economías mundiales hagan frente a los peligros del proteccionismo, al auge de los robots, a la brecha digital, a las políticas populistas y al cambio climático. ¿Está España preparada para este desafío? ¿Sabrá encajar las piezas del puzle?
De entrada, estamos alejados del grupo de los principales países europeos. Superamos por los pelos casi todos los apartados citados, excepto uno: el riesgo de populismo. Aquí suspendemos con unas notas preocupantes, incluso peores que las de países como México, Rusia o Italia. Y eso que este indicador se elaboró antes de conocerse el pacto de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos. Se lo contamos todo en este número, muy especial para INVERSIÓN, porque celebramos los 32 años de este semanario económico.
Los economistas llevan 50 años dándole vueltas al valor de la información. El desarrollo de la economía capitalista, de sus mercados y de la organización social está intrínsecamente relacionado con el procesamiento de datos, quién tiene los mejores, quién los gestiona más rápidamente y qué beneficios se pueden obtener de su computación.
Google afirma haber alcanzado la supremacía cuántica en un entorno de nueva economía en el que puede traer consigo avances esenciales. Nos enfrentamos a nuevas relaciones laborales e interpersonales, nuevos servicios y, también, ciertas dosis de inquietud. Lo que la computación cuántica promete puede llegar a ser un cambio como no se había visto en mucho tiempo, realizando operaciones millones de veces más rápido que ningún otro sistema anterior. Servirá, entre otras cosas, para la modelización y recreación de cualquier entorno natural.
Un salto enorme en materia de inteligencia artificial. La digitalización y la nueva economía comienzan y terminan por la información. Se trata de un acceso y posibilidades de compartir bienes y servicios enormes, pero donde los límites deberán ser, precisamente, cuánto compartir y cuánto reducir la interacción humana. Lo que primero se llamó internet de las cosas (introducir información e interacción con casi cualquier dispositivo de uso diario) ha devenido en inteligencia artificial, que se espera que aporte más de 15 billones de dólares a la economía mundial en sólo 10 años.
Paradigmas que se derrumban
Es muy posible que aún no seamos conscientes del cambio que se está produciendo pero sí ya percibimos que los mecanismos y paradigmas que nos guiaban dejan de ser un referente. Existe malestar social en economías con pleno empleo y un crecimiento sólido. Se prodiga una variedad de opciones políticas y tendencias sociales rupturistas donde la verdad y la mentira conviven separadas por líneas muy finas.
Muchos profesionales sienten que sus capacidades y medios quedan obsoletos demasiado rápido. Y, en medio de este proceso, resurgen con fuerza inquietudes como el cambio climático, el envejecimiento de la población o los flujos migratorios.
Ordenar estas transformaciones es un reto político e intelectual de grandes proporciones. La mayor parte de los análisis se centra en cuatro campos. Primero, los efectos económicos más inmediatos: producción, empleo y desigualdad. Segundo, quién puede manejar información y cómo puede protegerse la privacidad. Tercero, qué implica la robotización y la inteligencia artificial.
Cuarto, como corolario de lo anterior, hacia qué sociedad avanzamos. Es un deseo loable y emocionante aspirar a una aceleración de los avances médicos, o alcanzar posibilidades de formación y de conocimiento sin precedentes. Pero también es complicado organizar la economía política de estas cuestiones cuando no son ni los ciudadanos ni los gobiernos los que controlan cómo se obtiene y gestiona la información que sirve de base a todas estas revolucionarias tecnologías. Son nuevas empresas, grandes hermanos globales de inmenso poder actual y potencial.
Para cualquier ciudadano, este entorno supone un reto que debe despertar su inquietud interdisciplinar, porque nadie puede ofrecer una verdad absoluta y todos debemos aprender de todos. Para los gobiernos, implica un desafío de cooperación internacional sin precedentes para construir un futuro mejor, sin que implique más riesgos y más desigualdad. Pero este objetivo es hoy más difícil que nunca porque la organización institucional mundial no es ya la del mundo occidental en solitario.
Se prodigan modelos distintos en los que el control de la privacidad no es el mismo en Pekín que en Londres, Lagos o Varsovia. No hay un modelo común, ni una distribución de grandes empresas de tecnología (bigtech) en diferentes partes del globo. Lo que se observa es una dicotomía muy delimitada: China frente a los Estados Unidos. Políticamente, será en este frente donde se dirima la negociación de la nueva economía. Las tensiones comerciales de hoy son sólo una cortina de humo de la batalla por la supremacía tecnológica en el siglo XXI.
Y las instituciones multilaterales con las que contamos no parecen poder ordenar las tensiones y problemas que pueden encontrarse en el camino.
Ese mundo futuro será tanto mejor cuanto más se entienda qué implica la privacidad y en la medida en que la falta de interacción humana de muchas tendencias digitales no implique una deshumanización de su ordenación económica y social.
Los gobiernos deben comprender que lo intangible de las tecnologías de la información reduce el valor de la distancia y de las fronteras físicas, Por lo tanto, el grado de conocimiento de cada país es el que le permitirá lidiar en el mundo de la globalización de los datos. Es más importante que nunca, por tanto, invertir en investigación. Es ya la variable estratégica más relevante de cualquier gobierno o empresa.
Dos apellidos
En todo caso, la economía del futuro parece que tendrá más de un apellido. No será sólo «digital» sino, necesariamente, «verde».
El cambio climático ha introducido, de forma algo tardía pero cada vez más intensa, un debate sobre responsabilidad medioambiental como nunca antes. No sólo las empresas o las ciudades deberán convertirse, con la tecnología, en «inteligentes»; sino que también tendrán que serlo la energía o el transporte y sólo se consideraran avances en estos sectores los que pasen por un camino más verde.
Se trata, tal vez, de uno de los ejemplos más claros de la necesidad de poner la tecnología al servicio de los ciudadanos en lugar de lo contrario.
Sólo construiremos un futuro mejor si la inteligencia, además de artificial, es verde y orientada por el humanismo.