La potencia suplementaria que necesita hoy el hombre para que su quehacer personal sea quehacer político, la recibe —acabamos de decir— del grupo organizado. Los grupos son los verdaderos agentes de la política contemporánea. Ellos colocan a unos actores en la escena pública, los mantienen en la función y un día les obligan a hacer mutis.
La democracia actual es una democracia de grupos, y en los regímenes no democráticos hallamos también uno o varios grupos dando solidez e impulsando a los poderes establecidos.
Pero no todos los grupos que hacen política son de naturaleza política. Los fines esenciales de algunos de ellos, los motivos que tienen las personas para integrarse en los mismos, la jerarquía implantada en su seno, los símbolos y los emblemas, no son políticos. Pensemos, por ejemplo, en un Banco. O en una asociación religiosa.
Llevan razón los portavoces de estas instituciones cuando proclaman a los cuatro vientos que no son entidades políticas. Sin embargo, sería negar un hecho evidente que los grupos no-políticos influyen en la política, la condicionan, promocionan candidatos a cargos oficiales y vetan a otros aspirantes, apoyan o torpedean programas, en suma: hacen política. La cuestión que se plantea es si tales grupos no-políticos son beneficiosos o perjudiciales para la democracia.
He aquí el debatido tema de los grupos de presión, sobre el que se han escrito centenares de páginas en los últimos años, algunas de ellas cargadas de una pasión excesiva y otras que son el fruto de enfoques parciales, al considerar el asunto en un solo país y en un momento concreto de su historia.
A mi entender, los grupos de presión producen confusionismo e irresponsabilidad cívica en la política de cualquier país. Pero el juicio completo sobre estas instituciones hay que matizarlo mucho: no merecen la misma sentencia condenatoria los grupos de presión que operan en regímenes de partidos y con una opinión pública vigilante, que los grupos de esa clase que dominan el juego político de países autoritarios en los que no existen libertades públicas.
Pero ¿qué es un grupo de presión?
Se trata, en pocas palabras, de un grupo de interés que interviene en la vida política sin asumir la responsabilidad que comporta el ser titular conocido de las decisiones políticas.
Los intereses que ligan a los componentes de cada grupo son variados: intereses económicos, profesionales, religiosos, pararreligiosos y pseudorreligiosos, intereses artísticos, etc.
Son diferentes, asimismo, los procedimientos que emplean los distintos grupos de presión existentes: desde la compra del político o el funcionario hasta la campaña publicitaria en la prensa, desde la amenaza directa a los que tienen que adoptar un acuerdo basta la influencia sutil sobre ellos.
Pero todos los grupos de presión actúan políticamente entre bastidores, sin dar la cara al público. Esta forma de comportarse es el rasgo característico que los distingue de los partidos.
El partido político, en efecto, es un grupo organizado que sale a la escena, con sus dirigentes conocidos, con sus programas de acción cívica, con sus símbolos y sus banderas claramente y exclusivamente politices. La gente se afilia a un partido por razones políticas y los fines de la organización son políticos. El partido se pronuncia públicamente sobre los problemas políticos y sugiere soluciones para los mismos. Tanto si acierta como si fracasa, el partido político asume la responsabilidad de sus actos.
Por el contrario, el grupo de presión resulta políticamente irresponsable. Si tal Banco ha promocionado a un ministro y éste lleva a cabo una gestión desastrosa al frente del departamento, los portavoces del Banco alegarán luego que el ministro fue al cargo a título personal y sin que la entidad financiera tuviera nada que ver en el asunto. «Nosotros somos un Banco, no un grupo político.»
He afirmado antes, por ello, que los grupos de presión introducen confusionismo e irresponsabilidad cívica en la política de cualquier país. No se sabe con certeza quiénes son los agentes de lo que ocurre, y esto genera un gran confusionismo. Nadie con posibilidades reales de serlo se declara promotor, mantenedor o enemigo de una política, y esto comporta la irresponsabilidad de los verdaderos agentes.
Me estoy refiriendo ahora a la situación que se crea en los regímenes de grupos de presión dominantes, en los que no se permite el funcionamiento de los partidos, o éstos tienen una fuerza mínima, debido a los controles a que se hallan sometidos. Mi juicio de valor es completamente negativo en tales casos, ya que todo se hace y se deshace por las minorías integradas en los grupos de presión prepotentes, a favor de los intereses parciales que representan, con absoluta irresponsabilidad política. Recuérdese lo que sucedía en España bajo el franquismo.

Los grupos de presión introducen confusionismo en la vida política
En los regímenes sin partidos solamente participan en la vida política quienes cuentan con la protección y la potenciación de un grupo de interés. Son actores los que tienen detrás un agente de esa clase. Los cargos me cubren por los favoritos, o los simplemente designados, de un grupo de interés, que fue capaz de imponerse a los otros grupos. Todo ello en una competencia limitada a unos pocos privilegiados, pues la mayoría de la población ni forma parte de grupo de presión alguno, ni tiene posibilidades auténticas de Integrarse en uno de ellos.
Los grupos de interés económico y financiero se forman con porcentajes mínimos de la población total. La inmensa mayoría de los habitantes de un Estado no tienen acceso a esos reductos de poder.

Los grupos religiosos y afines, que se proyectan sobre la política, no resultan atractivos para los creyentes de convicciones profundas, los cuales sienten repugnancia ante la mezcla de religión y política.
Los grupos profesionales que realmente cuentan, en un régimen sin libertades públicas, son los de los sectores situados en las partes superiores de las jerarquías sociales o administrativas. También, como ocurría con los grupos financieros, un porcentaje pequeño del total.
A la misma conclusión llegamos después de efectuar un recuento de los posibles miembros de los grupos de interés que actúan eficazmente como grupos de presión en un régimen sin partidos, dentro de un sistema capitalista. Sólo una minoría tiene acceso a la política. El resto de los habitantes del país, como espectadores o súbditos, se limitan a contemplar lo que pasa a su alrededor. No son ciudadanos.
Los grupos de presión tienen un valor menos negativo en los regímenes de libertades públicas, donde los intereses generales pueden hacerse valer por medio de los partidos, en un clima de claridad informativa, con opinión vigilante y ejercicio de acciones de responsabilidad, ante los Tribunales de Justicia, ante el Parlamento y otros órganos, contra todos los que se lo merezcan.
En estos regímenes de democracia política, se reduce el grado de impunidad del grupo de presión. No resulta imposible descubrir sus manejos, y en la calle llega a saberse quiénes influyeron en la resolución de un asunto y por qué lo hicieron.
En un sistema de partidos adecuadamente articulado, los grupos de presión tienen unas posibilidades do acción limitada. Completan, acaso, la representación de ciertos intereses concretos, proporcionan informaciones sobre asuntos que afectan a sus miembros y se esfuerzan por hacer llevar las aguas a sus molinos particulares. Todo lo normal en una competición. Pero los partidos recogen las aspiraciones mas poneralizadas, y con sus miles de militantes, adheridos y simpatizantes están en condiciones de enfrentarse a los grupos de presión, encauzar —si procedo— algunas pretensiones de éstos o imponer en las urnas electorales la voluntad mayoritaria. El Poder (escrito con mayúscula) es esencialmente político.
Aparece otra vez, en la argumentación que estoy exponiendo, el importantísimo derecho de asociación política. Ese derecho número 1, que proporciona cimientos firmes al ejercicio de los restantes derechos públicos. Con un derecho de asociación debidamente tutelado, disminuyen considerablemente los peligros los grupos de presión, se reducen los riesgos de un Poder (escrito con mayúscula) no-político: las decisiones fundamentales en los círculos financieros, religiosos, etc.
Las exigencias democráticas mínimas, respecto al derecho de asociación, son las siguientes:
- Libertad de los ciudadanos para crear las asociaciones.
- Libertad de los miembros de cada asociación para intervenir en la orientación y funcionamiento de la misma.
- Libertad de las asociaciones para intervenir en la política del país.
Los principios democráticos no se infringen —pienso— si un Parlamento democráticamente elegido, acuerda establecer unas restricciones a Ia libertad de asociación. El pueblo soberano, directamente o por medio de sus legítimos representantes, establece las reglas del juego. Lo que resulta antidemocrático es Ia imposición de limitaciones a los derechos y libertades esenciales por parte de gobernantes que se encuentran en funciones de mando sin el respaldo del pueblo, demostrado de modo fehaciente, luego de unas pruebas que convenzan.