El prefecto romano de Judea, que juzgó y condenó a Jesús, ocupa sectores importantes de la tradición sobre su resurrección y las circunstancias concomitantes. Su perfil en estos documentos tiene un carácter un tanto reivindicativo de su fama y, desde luego, una función apologética. Como testigo cualificado de los sucesos, da testimonio a favor de Jesús cargando las tintas sobre la culpabilidad de los judíos. Lo mismo que el Evangelio de Juan, la referencia a las autoridades religiosas del pueblo suele llevar la etiqueta de «los judíos». Para el Pilato de estos evangelios Jesús era claramente inocente y estaba tocado de cierta aureola divina. A igual que el Evangelio de Marcos y los Hechos de los Apóstoles, los apócrifos de este ciclo son conscientes de que la autoridad política viene de Roma. En consecuencia, esta debe quedar al margen de acusaciones y juicios negativos. La actitud favorable a Pilato era perceptible ya en el Evangelio de Pedro, pero adquiere unas dimensiones amplias en el denominado «Ciclo de Pilato».
La impresión mayoritaria entre los tratadistas es que el material de estos apócrifos es muy antiguo: en torno a la mitad del siglo II, pero este material debió de recibir variadas reelaboraciones hasta cristalizar en los textos que conocemos, aparecidos juntos no antes del siglo X.